La observé mientras varias expresiones cruzaban su cara: vergüenza, irritación y después... ¿curiosidad? Conseguí distinguir vagamente la voz de un hombre al otro lado y sentí que el troglodita de mi interior se despertaba de nuevo. ¿Quién demonios la estaba llamando?
De repente ella entornó los ojos y algo en mi interior me dijo que debería ponerme nervioso.
—Bueno, muchas gracias por decírmelo. Sí. Sí, lo haré. Vale. Sí, te llamaré cuando me decida. Gracias por llamar, Joel.
¿Joel?
El cabrón de Cignoli.
Ella colgó y volvió a meter el teléfono en el bolso lentamente. Mirando al suelo negó con la cabeza y se le escapó una breve carcajada antes de que una sonrisa malévola apareciera en sus labios.
—¿Hay algo que quiera decirme, señor Jonas?—me preguntó dulcemente y no sé por qué eso me puso aún más nervioso.
Rebusqué en mi cerebro, pero no se me ocurría nada.
¿De qué estará hablando?
—He tenido una conversación de lo más extraña —me dijo—. Parece que Joel ha comprobado su correo esta mañana y tenía una confirmación de entrega de sus flores. ¿Y a que no sabes lo que decía en ella?
Ella se acercó un paso hacia mí e instintivamente yo di un paso atrás. No me
gustaba la dirección que estaba tomando aquello.
—Parece que alguien firmó la entrega.
Oh, mierda.
—El nombre que había en la confirmación era Nick Jonas.
Jo-der.
¿Por qué demonios firmé con mi nombre?
Intenté pensar una respuesta, pero de repente tenía la mente en blanco. Obviamente mi silencio le dijo a ella todo lo que necesitaba saber.
—¡Hijo de puta! Firmaste la entrega y después me mentiste. —Me dio un empujón en el pecho y sentí el instinto repentino de protegerme los huevos—. ¿Por qué has hecho eso?
Tenía la espalda contra la pared y buscaba frenéticamente una salida alternativa.
—Yo... ¿qué? —balbuceé. Parecía que el corazón se me iba a salir del pecho.
—En serio. ¿Por qué demonios lo has hecho?
Necesitaba una respuesta y la necesitaba rápido. Me pasé las manos por el pelo
por enésima vez en los últimos cinco minutos y decidí que probablemente lo mejor era confesar.
—No lo sé, ¿vale? —le grité—. Solo es que... ¡joder!
Ella sacó su teléfono y pareció mandar un mensaje a alguien.
—¿Qué haces? —pregunté.
—No es que sea asunto tuyo, pero le estoy diciendo a Julia que siga sin mí. No pienso salir de aquí hasta que me digas la verdad. —Me miró fijamente y sentí la furia que la estaba consumiendo.
Pensé durante un segundo en decirle a Emily lo que estaba pasando, pero ella me había visto salir detrás de ___; seguro que se lo había
imaginado para entonces.
—¿Y bien?
La miré a los ojos y dejé escapar un profundo suspiro.
No había forma de que yo pudiera explicarlo sin que pareciera que había perdido la cabeza.
—Vale, sí, yo las recogí.
Se me quedó mirando con la respiración acelerada y los puños cerrados con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.
—¿Y?
—Y... las tiré. —Mientras estaba allí de pie delante de ella me di cuenta de que me merecía toda su furia.
Había estado siendo injusto. No le estaba ofreciendo nada pero seguía poniéndome en el camino de alguien que podría hacerla feliz.
—Joder, eres increíble —dijo entre dientes.
Supe que estaba haciendo todo lo que podía para no lanzarse hacia mí y darme una paliza.
—Explícame por qué hiciste eso —añadió.
Y ahí llegaba la parte que no sabía explicar.
—Porque... —Me rasqué la parte de atrás de la cabeza. Odiaba haberme metido en aquella situación—. Porque no quiero que salgas con Joel.
—De todos los imbéciles, machistas... Pero ¿quién demonios te crees que eres? Que nos enrollemos no significa que puedas tomar decisiones sobre mi vida. No somos pareja, no estamos saliendo. Dios, ¡si ni siquiera nos caemos bien! —gritó.
—¿Y crees que eso yo no lo sé? No tiene sentido, lo sé, ¿vale? Pero es que cuando vi las flores... Vamos, ¡pero si eran putas rosas!
Puso una expresión como si estuviera a punto de hacer que me mandaran a prisión inmediatamente.
—Pero ¿es que te estás metiendo algo? ¿Y qué tiene que ver el hecho de que fueran rosas con nada de esto?
—¡Tú odias las rosas! —Cuando dije eso, su cara se quedó seria y su mirada se volvió suave y oscura. Yo seguí divagando—. Las vi y reaccioné, sin más. No me paré a pensarlo. Solo imaginar que él pudiera tocarte... —Cerré los puños junto a los costados y dejé la frase sin terminar mientras intentaba recuperar la compostura.
Me estaba enfadando más y más por segundos: conmigo por ser débil y dejar que las
emociones se me fueran de las manos, otra vez, y con ella por tenerme así de esa forma inexplicable.
—Vale, mira —dijo inspirando hondo para calmarse—. No voy a decir que estoy de acuerdo con lo que has hecho, pero lo entiendo... hasta cierto punto.
La miré asombrado.
—Mentiría si dijera que yo no me he sentido igualmente posesiva contigo —dijo reticente.
No me podía creer lo que estaba oyendo. ¿Acababa de admitir que se sentía igual que yo?
—Pero eso no cambia el hecho de que me mentiste. Y en mi propia cara. Puede que seas un gilipollas arrogante la mayor parte del tiempo, pero hasta ahora siempre has sido alguien que confiaba en que iba a ser sincero conmigo.
Hice una mueca de dolor. Tenía razón.
—Lo siento. —Mi disculpa se quedó en el aire y no sé cuál de los dos se mostró más sorprendido por ella.
—Demuéstralo.
Me miró totalmente serena, ni una pizca de emoción se veía en sus facciones.
¿Qué quería decir? Entonces lo entendí.
Demuéstralo.
No podíamos hablar porque las palabras solo nos llevaban a tener más problemas. Pero ¿esto? Esto era lo que éramos y si ella iba a darme esa oportunidad de compensarla por lo que había hecho, yo iba a aprovecharla.
La odiaba tanto en aquel momento... Odiaba que tuviera razón y yo no, y odiaba que me estuviera obligando a elegir. Y odiaba cuánto la deseaba, eso era lo que más odiaba de todo.
Crucé la distancia que había entre los dos y le coloqué la mano en la nuca. La atraje hacia mí, mirándola a los ojos mientras acercaba su boca a la mía. Había un desafío no expresado allí. Ninguno de los dos se iba a echar atrás ni a admitir que esto (fuera lo que fuera) estaba más allá de nuestro control.
O tal vez ya lo habíamos admitido los dos.
En cuanto nuestros labios se tocaron, me llenó ese rumor familiar que me recorría todo el cuerpo.
Metí las manos profundamente entre su pelo, obligándola a echar la cabeza hacia atrás y a aceptar todo lo que le estaba dando. Puede que todo aquello fuera por ella, pero sin duda yo iba a ser quien lo controlara. Apreté mi cuerpo contra el suyo y gemí al notar como cada una de sus curvas encajaban contra las mías.
Quería que esa necesidad desapareciera, quedarme satisfecho y seguir adelante; pero cada vez que la tocaba era mejor de lo que recordaba.
Me puse de rodillas, le agarré las caderas y la acerqué más a mí mientras mis labios seguían la línea de la cintura de sus pantalones. Le subí la camiseta y le besé cada centímetro de piel visible, disfrutando de cómo se le tensaban los músculos mientras yo exploraba. Levanté la vista para mirarla, metiendo los dedos por dentro de la cintura del pantalón. Sus ojos estaban cerca y se estaba mordiendo el labio inferior. Sentí como se me endurecía por la anticipación de lo que estaba a punto de hacer.
Le bajé los pantalones y vi cómo se le ponía la piel de gallina al hacer descender los dedos por sus piernas. Metió los dedos entre mi pelo y tiró con fuerza y yo gemí y volví a mirarla. Seguí el borde de la delicada ropa interior de seda y me detuve en las finas cintas de sus caderas.
—Son casi demasiado bonitas para estropearlas —dije enredándome una cinta en cada mano—. Casi. —Con un breve tirón se rompieron con facilidad, lo que me permitió tirar de la tela rosa para quitársela y poder metérmela en el bolsillo.
Una sensación de urgencia me embargó entonces y liberé rápidamente una de sus piernas para colocarla sobre mi hombro y besarle la suave piel del interior del muslo.
—Oh, mierda —dijo exhalando y pasándome las manos por el pelo—. Oh, mierda, por favor.
Cuando por primera vez le acaricié y después le lamí lentamente el clítoris, ella me agarró el pelo con fuerza y movió las caderas contra mi boca. Unas palabras ininteligibles salieron de sus labios en un susurro ronco, y ver cómo se deshacía del todo delante de mis ojos hizo que me diera cuenta de que ella estaba tan indefensa ante todo aquello como yo.
Estaba enfadada conmigo, tan enfadada que probablemente parte de ella quería enrollarme la pierna alrededor del cuello y estrangularme, pero al menos me estaba dejando hacerlo algo que era, de muchas formas, mucho más íntimo que solamente follar. Yo estaba de rodillas, pero ella estaba desnuda y vulnerable.
Estaba caliente y húmeda y sabía tan dulce como parecía.
—Podría devorarte entera —le susurré apartándome lo justo para poder ver su expresión. Le di un beso en la cadera y murmuré—: Esto sería mucho mejor si pudiera tumbarte en alguna parte. En la mesa de la sala de reuniones, tal vez.
Ella me tiró del pelo para acercarme otra vez a ella.
—Por ahora esto está bien así para mí. No te atrevas a parar.
Estuve a punto de admitir en voz alta que no podía y que estaba empezando a detestar la idea de siquiera intentarlo, pero pronto me vi perdido en su piel otra vez.
Quería memorizar todas las súplicas y las maldiciones que salían de su boca sabiendo que yo era la razón de las mismas. Gemí contra ella, lo que la hizo soltar una exclamación y retorcer el cuerpo para acercarlo. Deslicé dos dedos en su interior y le tiré de la cadera con la otra mano para animarla a que encontrara su ritmo junto conmigo.
Ella empezó a mover las caderas, lentamente al principio, apretándose contra mí, y después más rápido. Pude sentir cómo se tensaba: las piernas, el abdomen y las manos en mi pelo.
—Estoy muy cerca —jadeó y sus movimientos se volvieron titubeantes, irregulares y un poco salvajes y, joder, yo no me sentía nada salvaje en ese momento.
Quería morderla y chuparla, enterrar mis dedos en su interior y volverla loca. Me preocupé por si me estaba volviendo demasiado brusco, pero su respiración pasó a unos leves jadeos y después a unas súplicas tensas. Entonces giré la muñeca y empujé más adentro y ella gritó, sus piernas temblaron y el clímax la embargó.
Frotándole la cadera le bajé lentamente la pierna y me quedé observando sus pies por si acaso intentaba darme una patada de todas formas. Me pasé un dedo por el labio y contemplé cómo ella volvía a la realidad.
Me apartó y se colocó la ropa rápidamente, mirándome arrodillado delante de ella.
La realidad volvió cuando los diferentes sonidos de gente comiendo al otro lado de la puerta se mezclaron con el sonido de nuestra respiración trabajosa.
—No te he perdonado —me dijo, se agachó para coger su bolso, quitó el pestillo de la puerta y salió del baño.
Yo me levanté despacio y vi cómo la puerta se cerraba tras ella mientras intentaba entender lo que acababa de pasar. Debería estar furioso. Pero sentí que la comisura de la boca se me elevaba para formar una sonrisa y estuve a punto de echarme a reír por lo absurdo de todo aquello.
Maldita sea, lo había vuelto a hacer. Me estaba ganando y eso que estábamos jugando a mi propio juego.
La noche fue un infierno. Apenas dormí ni comí y sufría una erección prácticamente constante desde que salí del restaurante el día anterior. Cuando me dirigí al trabajo, sabía que lo tenía muy crudo. Ella iba a hacer todo lo que pudiera para torturarme y castigarme por haberla mentido; lo enfermizo era que... yo lo estaba deseando.
Me sorprendió encontrar su mesa vacía cuando llegué.
Qué raro, pensé, ella casi nunca llegaba tarde. Entré en mi despacho y empecé a poner las cosas en orden para empezar el día. Quince minutos después estaba hablando por teléfono cuando oí que la puerta exterior se cerraba de un portazo.
Bueno, sin duda ella no me iba a decepcionar; oí que se cerraban de golpe cajones y archivadores y supe que iba a ser un día interesante.
A las diez y cuarto me interrumpió mi intercomunicador.
—Señor Jonas —su voz tranquila llenó la habitación y a pesar de su obvia irritación, me vi sonriendo mientras pulsaba el botón para responder.
—¿Sí, señorita Mills? —le contesté y oí que la sonrisa se reflejaba en mi tono.
—Tenemos que estar en la sala de reuniones dentro de quince minutos. Y usted tiene que salir a mediodía para comer con el presidente de Kelly Industries a las doce y media. Stuart lo esperará en el aparcamiento.
—¿Usted no me acompaña? —Parte de mí se preguntó si estaba evitando quedarse a solas conmigo. No sabía muy bien cómo sentirme por eso.
—No, señor. Solo la dirección. —Oí el ruido de papeles mientras ella seguía hablando—. Además, hoy tengo que hacer algunos preparativos para el viaje a San Diego.
—Saldré dentro de un momento —solté el botón y me puse de pie para ajustarme la corbata y la chaqueta.
Cuando salí de mi despacho, mis ojos se posaron en ella inmediatamente. Si tenía alguna duda sobre si me iba a hacer sufrir, se disipó justo en ese momento.
Ella estaba inclinada sobre su mesa con un vestido de seda azul que mostraba sus largas piernas delgadas de una forma perfecta. Tenía el pelo recogido sobre la cabeza y cuando se giró hacia mí, vi que llevaba las gafas puestas. ¿Cómo iba a ser capaz de hablar de forma coherente con ella sentada a mi lado?
—¿Listo, señor Jonas? —Sin esperar respuesta, cogió sus cosas y empezó a caminar por el pasillo. De repente, parecía que sus caderas se movían más. La muy descarada me estaba provocando.
De pie en el ascensor lleno de gente, nuestros cuerpos se vieron apretados el uno contra el otro involuntariamente y yo tuve que reprimir un gemido. Pudo ser mi imaginación, pero me pareció ver el principio de una sonrisa cuando ella rozó
“accidentalmente” mi miembro semierecto.
Dos veces.
Durante las dos horas siguientes pasé mi propio. Cada vez que la miraba, estaba haciendo algo para volverme loco: lanzaba miradas traviesas, se lamía el labio inferior, cruzaba y descruzaba las piernas o se retorcía con aire ausente un mechón con el dedo. Incluso se le cayó un lapicero y puso la mano despreocupadamente en mi muslo cuando se agachó para recogerlo.
En la comida que tenía después, me sentí a la vez agradecido por librarme del tormento que estaba suponiendo, y desesperado por volver a sufrirlo. Asentí y hablé en los momentos apropiados, pero no estaba realmente allí. Y por supuesto que mi padre fue consciente de que estaba de un humor especialmente silencioso y hosco.
Cuando íbamos de vuelta a la oficina, empezó a sermonearme.
—Durante tres días tú y ___ vais a estar juntos en San Diego sin la pantalla que supone el trabajo de oficina, y no va a haber nadie para meterse entre ambos. Espero que la trates con el máximo respeto. Y antes de que te pongas a la defensiva — añadió levantando ambas manos en cuanto notó que iba a rebatirle—, también he hablado de esto con ___.
Abrí mucho los ojos y lo miré. ¿Había hablado con la señorita Mills sobre mi conducta profesional?
—Sí, soy consciente de que no eres solo tú —dijo mientras entrábamos en un ascensor vacío—. Ella me ha asegurado que hace todo lo que puede. ¿Por qué crees que, desde el principio, te propuse como su tutor para las prácticas? No tenía ni la más mínima duda de que estaría a la altura de tus expectativas.
Joe estaba en silencio a su lado, con una sonrisa de suficiencia en la cara.
Gilipollas.
Fruncí un poco el ceño al darme cuenta de lo que pasaba: ella había hablando en mi defensa. Podía haberme hecho parecer un déspota sin problema, pero en vez de eso ella había aceptado parte de la culpa.
—Papá, admito que mi relación con ella es poco convencional —empecé, rezando para que no supiera lo cierta que era en realidad esa frase—. Pero te aseguro que eso no interfiere de ninguna forma en mi capacidad para llevar el negocio. No tienes nada de qué preocuparte.
—Bien —dijo mi padre cuando llegamos a mi despacho.
Entré y me encontré a la señorita Mills al teléfono, de espaldas a la puerta, hablando en un tono casi inaudible.
—Bueno, tengo que dejarte, papá. Tengo que ocuparme de unas cosas y te cuento en cuanto pueda. Duerme un poco, ¿vale? —dijo en voz baja. Tras una breve pausa rió, pero no dijo nada más durante en momento. Ni yo ni los dos hombres que estaban a mi lado nos atrevimos a decir nada—. Yo también te quiero, papá.
Mi estómago se tensó al oír aquellas palabras y la forma en que tembló su voz al decirlas. Cuando se volvió en su silla, se sobresaltó al encontrarnos ahí a los tres.
Empezó a recoger unos papeles que había sobre su mesa rápidamente.
—¿Qué tal ha ido la reunión?
—Perfectamente, como siempre —dijo mi padre—. Tú y Sara habéis hecho un gran trabajo ocupándoos de todo. No sé que harían mis hijos sin vosotras dos.
Ella levantó un poco una ceja y vi que se esforzaba por no mirarme y regodearse.
Pero entonces su cara mostró una expresión de desconcierto y me di cuenta de que yo estaba sonriéndole de oreja a oreja, esperando ver un poco de su típico descaro.
De repente puse la mejor cara que pude y me dirigí a mi despacho. Solo entonces me percaté de que no la había visto sonreír ni una sola vez desde que habíamos vuelto y la encontramos hablando por teléfono.
El ultimo capitulo de hoy tambien dedicado a Sara gracias