Capítulo 11
—Hola, flor. —Patrick sale de su despacho justo cuando estoy sentándome ante mi mesa—. Has llegado puntual y despierta esta mañana.
Se acomoda en el borde de mi escritorio y pone su habitual cara de disgusto cuando éste lanza su crujido habitual de protesta.
—¿Tienes algo que contarme?
—No mucho. —Enciendo el ordenador—. Tengo una cita con el señor Van Der Haus a la hora de la comida para revisar mis diseños.
—Muy bien. ¿Qué tal con el señor Jonas? —pregunta inocentemente—. ¿Has tenido noticias suyas?
«¡Sí, de hecho, acabo de esposarlo a la cama!» Me pongo roja como un tomate.
—Eh..., no. No estoy segura de cuándo volverá de su viaje de negocios.
Todavía colorada, aparto la mirada de Patrick y abro mi correo electrónico mientras mentalmente rezo para que cambie de tema.
—Han pasado casi dos semanas, ¿no? —pregunta. Sospecho que tiene el ceño fruncido, pero no puedo mirarlo para confirmarlo—. Me pregunto por qué tarda tanto.
Toso.
—No tengo ni idea.
Patrick se levanta de mi mesa, que emite un largo crujido.
—No puede estar tan ocupado —gruñe—. Por cierto, Sally no se encuentra bien y no va a venir a trabajar —dice al salir de mi despacho.
¿Sally está enferma? No es propio de ella. ¡Uy! Anoche fue la segunda cita. O fue muy bien y ha dicho que está enferma para poder pasarse todo el día en la cama con el chico misterioso, o fue muy mal y ha dicho que está enferma para pasarse el día echa una mierda en la cama con una caja de pañuelos de papel. Me siento fatal pero sospecho que es lo segundo. Pobre Sal.
Me hundo en la silla con un suspiro y salto al oír Angel atronando en mi bolso. Madre mía. Ya se ha soltado. No voy a contestar. La llamada termina, pero vuelve a sonar de nuevo un segundo después, pero esta vez es mi tono de siempre. Saco el teléfono del bolso y atiendo la llamada de la señora Quinn.
—Buenos días, señora Quinn —saludo con tono alegre.
—Hola, __. Por favor, llámame Ruth. Llamaba para ver qué tal van las cosas. ¿Has conseguido poner el proyecto en marcha?
—Sí, he preparado un presupuesto desglosado de mis servicios, Ruth, y tengo listos unos cuantos bocetos para mandarte.
—Estupendo. —Parece entusiasmada—. Tengo muchas ganas de verlos. ¿Cuál es el siguiente paso?
—Bueno, si estás de acuerdo con el presupuesto y te gustan los bocetos, podemos empezar a preparar los diseños.
—¡Genial! ¡No sabes la ilusión que me hace!
Sonrío. Sí, eso es obvio.
—Vale. Te mando el presupuesto y los bocetos a última hora de hoy. Adiós, Ruth.
—Gracias, __.
Cuelga y me pongo a escanear los bocetos de inmediato. Me encanta trabajar para gente a la que su casa le apasiona tanto como a mí.
Son las diez en punto. Llevo un par de horas en la oficina y he adelantado un montón de trabajo. Cojo el teléfono fijo para llamar a Stella, la mujer que me hace las cortinas, para hablar sobre los nuevos textiles de la señora Stiles. La conversación es muy agradable. Es un poco hippy y naturista, a juzgar por las fotografías que cuelgan de las paredes de su taller, pero hace magia con las telas. Me hace feliz cuando me dice que acaba de embalarlas y que están listas para que vaya a recogerlas. Falta una semana para la fecha que le di a la señora Stiles, así que estará encantada.
Cuelgo y doy vueltas en mi silla. Casi me da un ataque cuando veo a mi dios arrogante, que me observa con las cejas arqueadas y maliciosas. Su bello rostro luce su clásica sonrisa arrebatadora. Me pongo en alerta máxima al instante.
«¡No, no, no!»
Está para comérselo. Lleva un traje gris y una camisa azul claro, con el cuello desabrochado y sin corbata. Se ha afeitado la barba de dos días y se ha peinado. Me alegra la vista pero mi mente es un revoltijo de incertidumbres.
—Me alegro mucho de verte, __ —dice con calma; se acerca y me tiende la mano. Las mangas de su chaqueta se quedan atrás y revelan su Rolex de oro.
«¡Mierda!»
Me quedo helada cuando veo una colección de marcas rojas alrededor de su muñeca que la cadena de oro de su reloj no logra ocultar. Y es su mano herida. Obligo a mi mirada aterrorizada a dirigirse a su cara y él me comprende y asiente. Me doy de patadas mentalmente. Le he hecho daño. Me siento fatal. No lo culpo por estar tan enfadado.
Le doy la mano pero no se la estrecho. No quiero hacerle más daño.
—Lo siento mucho —susurro con remordimiento. Mi deseo irracional de saber su edad le ha dejado huella. Me va a castigar a lo grande. Me lo he buscado.
—Lo sé —responde con frialdad.
—¡Señor Jonas! —La voz alegre de Patrick invade mis oídos mientras se acerca a mi mesa desde su despacho. Suelto la mano de Joe—. ¡Cuánto tiempo! Le acababa de preguntar a __ si había tenido noticias suyas.
—Señor Peterson, ¿cómo está? —Joe le dirige una sonrisa capaz de derretir a una piedra, una de esas que normalmente reserva para las mujeres.
—Muy bien. ¿Qué tal su viaje de negocios? —pregunta Patrick.
La mirada de Joe se cruza un instante con la mía antes de volver a enfrentarse a la de Patrick.
—He conseguido los bienes que quería.
«¿Bienes?»
—¿Ha recibido mi depósito? —pregunta a continuación Joe. A Patrick se le ilumina la cara.
—Sí, todo perfecto, gracias —confirma. No le comenta al señor Jonas que es demasiado para ser un pago por adelantado.
—Muy bien. Como ya le dije, estoy deseando empezar con el proyecto. Mi inesperado viaje de negocios nos ha retrasado. —Hace énfasis en lo de «inesperado».
—Por supuesto. Estoy seguro de que __ cuidará bien de usted. — Patrick me pone la mano sobre un hombro con cariño y Joe no le quita la vista de encima.
«¡No, por favor! ¡No avasalles a mi jefe!»
—De eso estoy seguro —farfulla con la mirada todavía clavada en la mano de Patrick, que no se ha movido de mi hombro.
Tiene sesenta años, el pelo blanco, y le sobran como treinta kilos. No puede ser que tenga celos de mi jefe, que es como un oso de peluche. Le lanza una mirada a Patrick.
—Iba a preguntarle a __ si le gustaría salir a desayunar para que repasemos un par de cosas, si no le parece mal.
Eso último no es una pregunta. «Pues sí, está pasando por encima de mi jefe.»
—¡Adelante! —exclama Patrick la mar de contento.
«¿Y a mí no me pregunta?»
—Lo cierto es que he quedado para comer con un cliente —digo señalando la página de mi agenda, de la que ha desaparecido el rotulador negro con el que Joe las marcó todas.
Quiero posponer el enfrentamiento todo lo posible. No me siento cómoda con esa mirada taimada suya. Se lo está pasando pipa, pero entonces ve mi agenda nueva, frunce el ceño y le tiemblan un poco los músculos de la mandíbula.
¡Sí, quité la otra! Más le vale no pensar siquiera en sabotearme la agenda nueva.
—Aún queda mucho para el mediodía —señala Joe, y yo agacho la cabeza—. No tardaremos —añade con una voz ronca y cargada de promesas que también tiene un toque de amenaza.
—¡Solucionado! —exclama Patrick, feliz, de camino a su oficina—. Ha sido un placer volver a verlo, señor Jonas.
Me siento y me doy golpecitos con la uña en los dientes mientras intento encontrar el modo de escaquearme. Imposible. Aunque tuviera una buena razón, sólo estaría retrasando lo inevitable. Miro al hombre al que amo más allá de lo razonable y me echo a temblar. Está demasiado tranquilo, nada que ver con la bestia parda que he dejado esposada a la cama esta mañana.
—¿Nos vamos? —pregunta metiéndose las manos en los bolsillos.
Recojo mi móvil de la mesa, lo meto en el bolso junto con la carpeta de la Torre Vida. Voy a tener que ir directa al Royal Park para reunirme con Mikael después de mi «reunión» con J0e.
Me abre la puerta y Tom entra como un rayo antes de que yo haya podido salir. Abre unos ojos como platos al ver quién está sosteniendo la puerta abierta.
—¡Señor Jonas! —exclama antes de lanzarme una mirada curiosa. Es ridículo que le hable a Joe con tanta formalidad. Ha salido de copas y ha estado bailando con él.
—Tom —lo saluda Joe con la cabeza, muy profesional.
—Voy a un desayuno de negocios con el señor Jonas —digo con una inclinación de cabeza y una mirada delatora. Joe se ríe ligeramente.
—Ah, ya veo. Conque un desayuno de negocios, ¿eh? —Tom se parte de risa. Me encantaría darle una patada en la espinilla. Se vuelve hacia Joe y le ofrece la mano—. Espero que disfrute de su desayuno de negocios.
Cuando Joe le estrecha la mano, Tom le guiña el ojo, y en ese momento decido que la próxima vez que vea a Tom le voy a pegar una patada en la espinilla.
Salgo a la calle a toda prisa. Es un alivio estar lejos de la oficina y de la posibilidad de que alguien se chive, pero estoy nerviosa porque ahora estoy, básicamente, a merced de Joe. Sé que el hecho de que haya gente no va a evitar que me aprisione contra la primera pared libre que encontremos.
Caminamos uno al lado del otro hasta llegar a Piccadilly. No sé adónde vamos pero lo sigo. No intenta cogerme de la mano y tampoco abre la boca. Me estoy poniendo de los nervios. Lo veo muy serio y no me devuelve la mirada, aunque sé que sabe que lo estoy observando.
—Perdone, ¿tiene hora? —le pregunta a Joe una mujer de negocios madurita.
Él se saca la mano del bolsillo y mira el reloj. Hago una mueca al ver las marcas en su muñeca. La mano sigue amoratada por la paliza que le pegó a su coche, y yo no he hecho más que empeorarlo.
—Son las diez y cuarto. —Le lanza su sonrisa, la que se reserva para las mujeres, y ella se derrite en el asfalto delante de él.
La mujer le da las gracias y yo me pongo tan celosa que me hierve la sangre. La muy sinvergüenza se aproxima más a la edad de Joe que yo. No me creo que no lleve encima un móvil en el que consultar la hora. Todo el mundo tiene móvil hoy en día. Además, ¿por qué no se lo ha preguntado al tipo gordo, calvo y de mediana edad que tenemos delante? Pongo los ojos en blanco y espero a que Joe decida seguir caminando.
Se pasa unos instantes destrozando a la mujer con su sonrisa aplastante, asegurándose de que recibe un pleno impacto. Luego echa a andar y yo lo sigo. Miro atrás y veo que la mujer no nos quita ojo de encima. ¿Cómo se puede ser tan descarada y estar tan desesperada? Me río para mis adentros. Yo también estoy desesperada cuando se trata de Joe, y también me vuelvo descarada.
Cruzamos la calle y nos acercamos al Ritz. Me quedo atónita cuando se abren las puertas y Joe me hace un gesto para que entre. ¿Vamos a desayunar en el Ritz?
No digo nada de camino al restaurante, donde nos hacen tomar asiento en un sitio de lo más elegante y obsceno. Este lugar no le pega a Joe. Y a mí, aún menos.
—Tomaremos huevos benedictina, los dos, con salmón ahumado y pan integral; un capuchino doble sin chocolate y un café solo. Gracias. — Joe le devuelve la carta al camarero.
—Gracias, señor —responde él. Luego coge mi servilleta de tela cara y me la coloca en el regazo. Repite el mismo movimiento, con el mismo cuidado, con la de Joe. Y a continuación se va.
Miro el lujoso entorno, lleno de gente rica y de buena familia. Estoy incómoda.
—¿Qué tal el día? —me pregunta él como si nada, sin rastro de emoción en la voz. Todavía me hace sentir más incómoda, y la pregunta me lleva a su presencia amenazadora al otro lado de la mesa pija. Se quita la servilleta del regazo y la deja sobre la mesa. Me mira impasible.
¿Qué diablos le contesto? Está siendo un día muy raro, y eso que no son ni las once. Por ahora, he averiguado qué edad tiene, he usado un vibrador, lo he esposado a la cama y lo he dejado allí, y ahora estoy desayunando en el Ritz. Desde luego, no es mi típico día en la oficina.
—No estoy segura. —Soy sincera porque tengo la sensación de que habrá más rarezas que añadir a la lista.
Baja la mirada y sus largas pestañas abanican sus pómulos.
—¿Quieres que te cuente cómo va mi día?
—Como quieras —susurro. Mi voz está cargada de todo el nerviosismo que tengo en el cuerpo.
Ni siquiera estoy segura de que no vaya a montar una escena en el hotel más pijo de Londres delante de los pijos más re-pijos de la ciudad.
Se apoya en el respaldo de la silla y me lanza una potente mirada café.
—Bueno, una pequeña coqueta desobediente ha retrasado mi carrera matutina porque me ha esposado a la cama y me ha torturado para sonsacarme información. Luego me ha abandonado, dejándome indefenso y necesitándola desesperadamente. —Empieza a jugar con el tenedor y yo me encojo bajo su mirada. Respira hondo—. Al final he conseguido coger el móvil que me había dejado... apenas... fuera de mi alcance. —Hace un gesto de pinza con el pulgar y el índice—, y luego he tenido que esperar a que un empleado viniera a liberarme. He corrido veintidós kilómetros en mi tiempo libre para soltar las frustraciones y el malestar que me ha causado, y ahora estoy mirando su bonito rostro y tengo ganas de tumbarla boca abajo sobre esta mesa tan elegante y follármela sin parar durante una semana entera.
Trago saliva. Lo que acaba de decir en el restaurante del Ritz sin preocuparse por quién pueda estar escuchando... Dios mío, ¿qué habrá pensado John de mí? Espero que se haya reído. Parece que el comportamiento y la forma en la que Joe reacciona conmigo le hacen mucha gracia.
El camarero nos sirve los cafés, los dos asentimos y le damos las gracias antes de que se retire.
Cojo mi cucharilla pija de plata (creo que de ley) y empiezo a remover lentamente mi café.
—Has tenido una mañana la mar de entretenida —digo con calma. ¿Por qué habré dicho eso?
Levanto la vista, nerviosa, y me lo encuentro intentando reprimir una sonrisa. Qué alivio. Tiene ganas de reírse pero también le apetece estar enfadado conmigo. Suspira.
—__, no vuelvas a hacerme eso.
Me desintegro en mi trono amarillo.
—Estabas muy enfadado —digo, y suelto un largo y profundo suspiro.
—Lo estaba, estaba mucho más que enfadado. Estaba como loco, __. —Se masajea las sienes en círculos intentando borrar el recuerdo.
—¿Por qué?
Se detiene en mitad del masaje.
—Porque no podía tocarte. —Lo dice como si fuera tonta. Capta mi mirada confusa porque se lleva los dedos a la frente y apoya el codo sobre la mesa—. La idea de no poder tocarte hizo que me entrara el pánico.
«¿Qué?»
—¡Pero si estaba en la habitación! —exclamo un pelín demasiado alto. Miro alrededor para asegurarme de que no he llamado la atención de la clientela pija.
Me lanza una mirada asesina.
—¡Cuando te fuiste no estabas en la habitación!
Me inclino hacia él.
—Me fui porque me amenazaste. —Ésta no es una conversación que uno deba tener en medio del pijerío del Ritz.
—Claro, porque me cabreaste, me volviste loco. —Me mira con los ojos muy abiertos—. ¿Cuándo compraste las esposas? —me pregunta en tono acusador, y da un golpe sobre la mesa con las palmas de las manos que hace callar a los demás comensales.
Me hundo en mi trono y espero a que retomen sus conversaciones.
—Ayer, al salir del trabajo. Tu puto polvo de represalia me chafó los planes —gruño.
—Esa boca... ¿Cómo que te chafé los planes? —pregunta, incrédulo—. __, en ninguno de mis planes entraba que me maniataras y me tuvieras a tu merced. En realidad, tú me has chafado los planes a mí.
Dejamos de hablar de planes, de polvos de represalia y de esposas cuando el camarero se acerca con nuestros huevos. Me sirve primero a mí y luego a Joe.
Gira los platos para que la presentación, que es una obra de arte, luzca al máximo y nosotros podamos admirarla antes de atacarla con cuchillo y tenedor. Le sonrío para darle las gracias.
—¿Se le ofrece algo más, señor? —le pregunta el camarero a Joe.
—No, gracias.
El camarero se va y nos deja para que retomemos nuestra conversación inapropiada.
Hundo el cuchillo en mi plato. Es demasiado bonito para comérselo.
—Deberías saber que tu pequeña coqueta está muy orgullosa de sí misma —digo pensativa mientras me llevo a la boca la tostada integral más deliciosa del mundo, cubierta de salmón y salsa holandesa.
—Apuesto a que sí. —Levanta las cejas—. ¿Es consciente de que estoy locamente enamorado de ella?
Me derrito en el acto. Estoy en el Ritz, disfrutando de una comida increíble, y tengo delante al hombre más apuesto y arrebatador que he visto en mi vida, mi hombre apuesto y arrebatador. Es todo mío. Estoy tomando el sol en el séptimo cielo de Joe.
—Creo que sí.
Se centra en su plato.
—Más le vale creérselo de verdad —dice, muy serio.
—Lo sabe.
—Mejor.
—Además, ¿qué problema hay? —pregunto—. Treinta y siete años no es nada.
Me mira un instante. Casi parece avergonzado.
—No lo sé. Tú tienes veintipico y yo tengo casi cuarenta.
—¿Y? —Lo miro atentamente. Es obvio que se siente acomplejado por su edad—. Te preocupa más a ti que a mí.
—Puede ser. —Lucha por contener una sonrisa. Se siente aliviado al ver que a mí no me importa en absoluto. Sacudo la cabeza y me dedico a comer. Mi donjuán arrogante se siente inseguro, pero eso sólo hace que lo quiera más aún.
Comemos tranquilos y en silencio. El camarero nos visita a intervalos regulares para comprobar que todo está a nuestro gusto. ¿Cómo podría no estarlo? Cuando terminamos, recoge los platos con maestría y Joe le pide la cuenta.
—¿Cuándo vamos a comprar el vestido? —pregunta antes de beber un sorbo de café.
Suelto un leve bufido, exasperada. Se me había olvidado. Sé que, si desobedezco, me echará a patadas del séptimo cielo de Joe. Me encojo de hombros.
—No hace falta que me acompañes —repongo; puedo pasarme por House of Fraser en cualquier momento.
—Quiero ir. Recuerda que te debo un vestido. —Sonríe, y la masacre del vestido me viene a la memoria. Sólo quiere venir para poder aprobar la selección, lo que significa que acabaré con pantalones de esquí y jersey ancho de cuello alto.
—¿El viernes a la hora de comer? —Intento parecer animada, pero fracaso miserablemente.
La arruga de la frente se acentúa.
—¿No te parece que es muy poco tiempo?
—Encontraré algo —digo mientras me termino el café más delicioso que he probado nunca.
—Apúntame en tu agenda. Quiero el viernes por la tarde, toda la tarde.
—¿Qué? —Me están saliendo arrugas en la frente.
Saca un fajo de billetes del bolsillo y mete cinco de veinte en la cartilla de cuero que ha dejado el camarero antes de irse. ¿Cien libras por un desayuno? ¡Cuesta lo mismo que mi vestido nuevo!
—El viernes por la tarde tienes una cita con el señor Jonas. A la una, más o menos. —Los ojos le brillan de felicidad—. Iremos a comprar un vestido y podremos arreglarnos sin prisas para la fiesta.
—¡No puedo dedicarle toda la tarde a una sola cita! —espeto, incrédula. Don Imposible ha vuelto.
—Claro que puedes, y es justo lo que vas a hacer. Le estoy pagando más que suficiente a tu jefe. —Se levanta y se acerca a mi lado de la mesa—. Tienes que decirle a Patrick que estás viviendo conmigo. No voy a andarme de puntillas con él mucho tiempo.
¿Estoy viviendo con él? Tomo la mano que me ofrece y me pongo de pie. Lo dejo que me conduzca afuera del restaurante. No, no va andarse de puntillas. Va a pasarle por encima.
—Eso me complicará las cosas en el trabajo. —Intento hacerlo razonar—. No le va a gustar, Joe, y no quiero que piense que estoy haciendo la vaga en vez de trabajar cuando me reúno contigo.
—Me importa un bledo lo que piense. Si no le gusta, te retiras —dice sin dejar de andar, arrastrándome detrás de él.
¿Que me retire? Adoro mi trabajo, y también adoro a Patrick. Está de coña.
—Vas a pasarle por encima, ¿verdad? —digo con tiento. Mi hombre es como un rinoceronte.
El aparcacoches le da las llaves a Joe y él le tiende un billete de cincuenta libras. ¿Cincuenta? ¿Por aparcarle el coche y devolvérselo? Vale que es un Aston Martin, pero aun así...
Se vuelve, me coge la cara con las manos y me da un beso de esquimal.
—¿Amigos? —Su aliento mentolado es como una apisonadora.
—Sí —me someto, pero a juzgar por los últimos minutos de conversación, no espero que lo seamos por mucho tiempo. ¿Retirarme?—. Gracias por el desayuno. Sonríe.
—De nada. ¿Adónde vas ahora?
—Al Royal Park.
—¿Cerca de Lancaster Gate? Yo te llevo. —Me da un beso apretado en los labios y me acerca suavemente las caderas hacia sí.
Trago saliva.
¡No puede hacerme esto en la puerta del Ritz! Se ríe ante mi estupefacción antes de llevarme al coche. El aparcacoches me abre la puerta, le sonrío con dulzura y luego tomo asiento. Joe se desliza detrás del volante y me da un apretón rápido en la rodilla antes de internarse zumbando entre el tráfico de media mañana de Londres, como siempre, a velocidad de vértigo. Me pregunto cuántos puntos le quedan en el carnet.
Así que acabo de tener un desayuno de negocios con el señor Jonas en el que sólo hemos hablado de locuras...
—¿Qué le digo a Patrick? —Me vuelvo para mirarlo. Joder..., es tan guapo.
—¿Sobre qué? ¿Sobre nosotros? —Me mira un instante. La arruga de la frente ya está en su sitio. Se encoge de hombros—. Dile que ya nos hemos puesto de acuerdo sobre tus honorarios y que te quiero en La Mansión el viernes para terminar los diseños.
—Haces que parezca muy fácil —suspiro echándome hacia atrás en mi asiento mientras miro el parque al otro lado de la ventanilla.
Pone su mano sobre mi muslo y me da un apretón.
—Nena, haces que parezca muy complicado.
Joe derrapa a la salida del Royal Park y hace un gesto a un aparcacoches que lo mira con cara de felicidad cuando se acerca a recoger el vehículo.
—Te veo en casa.
Me envuelve la nuca con la palma de la mano, me acerca hacia sí y se toma su tiempo para despedirse. Lo dejo hacer. Me lo tiraría aquí mismo. El aparcacoches no se va, sino que mira con ojos golosos el DBS.
—Más o menos a las seis —le confirmo mientras él me besa la comisura de los labios.
Sonríe.
—Más o menos.
Sé que no es el mejor momento para sacar el tema, pero me va a estar carcomiendo el resto del día. No lo habrá dicho en serio, ¿verdad?
—No puedo retirarme a los veintiséis.
Se reclina en su asiento. Los estúpidos engranajes se ponen en marcha. Me preocupo: lo decía en serio.
—Ya te lo he dicho, no me gusta compartirte con nadie.
—Eso es ridículo —exploto. Reacción equivocada, a juzgar por la mirada furibunda que cruza por su cara.
—No me llames ridículo, __.
—No te estaba diciendo ridículo a ti, se lo decía a esa loca idea tuya porque es ridícula —refuto con calma—. Nunca voy a dejarte. —Le acaricio la nuca. ¿De verdad necesita que se lo vuelva a repetir?
Su labio inferior desaparece entre los dientes y se queda mirando el volante del DBS.
—Eso no va a detener a quienes intenten apartarte de mi lado. No puedo permitir que eso suceda. —Me lanza una mirada torturada que me abre un agujero enorme en el estómago.
—¿Y ésos quiénes son? —pregunto con un claro tono de alarma. Niega con la cabeza.
—Nadie en particular. __, no te merezco. Eres una especie de milagro. Eres mía y te protegeré como sea, haré lo necesario para eliminar toda amenaza. —Agarra el volante con las manos, que se le ponen blancas de apretarlo con tanta fuerza—. Vale, necesito dejar de hablar de esto porque me pongo violento.
Miro a mi hermoso hombre controlador, mi neurótico, y desearía poder darle las garantías que necesita. Mis palabras no bastarán nunca. Ahora me doy cuenta. También me doy cuenta de que lo que en verdad quiere decir es que eliminará a cualquier hombre que suponga una amenaza para él, no para mí.
Me quito el cinturón de seguridad y me siento en su regazo, como si el aparcacoches no estuviera. Total, sigue babeando con el DBS. Acerco su cara a la mía, la cojo por las mejillas y lo beso. Gime, me agarra del trasero y me acerca a sus caderas. Quiero que me lleve al Lusso ahora mismo, pero no puedo darle plantón a Mikael.
Nuestras lenguas se entrelazan, se acarician, se apartan y se unen de nuevo una y otra vez. Necesito tanto a este hombre que me duele, es un dolor constante y horrible, y ahora sé que él siente lo mismo por mí.
Me aparto. Tiene los ojos cerrados. Lo he visto antes así y, la última vez que lo vi así, fue porque tenía algo que contarme.
—¿Qué pasa? —pregunto, nerviosa.
Abre los ojos como si se acabara de dar cuenta de que su cara lo delataba.
—Nada. —Me aparta un mechón de la cara—. Todo va bien.
Me tenso en su regazo. Eso también me lo ha dicho antes, y la verdad es que nada iba bien.
—Hay algo que quieres contarme —lo digo como si fuera un hecho.
—Es verdad. —Deja caer la cabeza y se me revuelve el estómago, pero entonces la levanta y me mira—. Te quiero con locura, nena.
Retrocedo un poco.
—Eso no es lo que quieres decirme. —Mi tono es de sospecha.
Me dedica su sonrisa sólo para mujeres y me derrito en su regazo.
—Lo es, y seguiré diciéndotelo hasta que te canses de oírlo. Para mí es una novedad. —Se encoge de hombros—. Me gusta decírtelo.
—No me cansaré de oírlo, y no se lo digas a nadie más. Me da igual lo mucho que te guste.
Sonríe. Es una sonrisa de niño travieso.
—¿Te pondrías celosa?
Resoplo.
—Señor Jonas, no hablemos de celos cuando acaba de jurar que va a eliminar toda amenaza —digo, cortante.
—Está bien. —Me aprieta contra sí y levanta la pelvis. Mi sexo se despierta con un latido perverso—. Mejor vamos a pedir una habitación — susurra moviendo una vez más sus exquisitas caderas.
Me bajo de su regazo, ansiosa por escapar de sus caricias, que me atontan, antes de que me dé por arrancarle el traje.
—Voy a llegar tarde a mi reunión. —Cojo el bolso y le doy un beso breve—. Cuando llegue a casa, confío en que estés esperándome en la cama.
Me regala una sonrisa satisfecha.
—¿Me está dando usted órdenes, señorita ___ (TA)?
—¿Va a decirme que no, señor Jonas?
—Nunca, pero recuerda quién manda aquí.
Intenta cogerme pero le doy un manotazo y salto del coche antes de que me haga perder la razón. Meto la cabeza.
—Tú, pero te necesito. Por favor, ¿podrías esperarme desnudo para cuando llegue?
—¿Me necesitas? —pregunta con una mirada triunfal.
—Siempre. Nos vemos en tu casa.
Cierro la puerta y lo oigo gritar «nuestra» mientras me alejo.
De pronto soy consciente de que alguien me está taladrando con la mirada. Me vuelvo y veo que el aparcacoches sonríe de oreja a oreja. Me sonrojo a más no poder y subo los escalones de la entrada del hotel. Estoy contenta y a gusto en el séptimo cielo de Joe. Oigo que me ha llegado un mensaje y busco el móvil en el bolso. Es de Joe.
Te extraño, te quiero, yo también te necesito. Bss, J.
Me echo a reír. ¿Cómo lo ha escrito tan de prisa? Si no hace ni tres segundos que se ha ido. Meto el móvil en el bolso y recorro el vestíbulo del Royal Park.
Me conducen al mismo reservado en el que Mikael y yo nos reunimos la última vez y él ya está esperándome. Tiene los tableros de inspiración esparcidos por la mesa y los está estudiando. Hoy parece más informal. Se ha quitado la chaqueta, se ha aflojado la corbata y lleva el pelo rubio perfecto.
Levanta la vista al oír que alguien se acerca.
—__, me alegro de volver a verte. —Su voz y su acento son tan suaves como siempre.
—Igualmente, Mikael. ¿Has recibido los bocetos? —Señalo con la cabeza los tableros y dejo el bolso en uno de los sillones de cuero verde.
—Sí, pero el problema es que me encantan todos. Eres demasiado buena. —Me ofrece la mano y se la acepto.
—Me alegro. —Le dirijo una amplia sonrisa y él me estrecha la mano con suavidad.
Me suelta y se vuelve hacia la mesa.
—Aunque me decanto por esto. —Señala el de tonos blancos y crema, mi favorito.
—Yo también escogería ése —digo, contenta—. Creo que es el que mejor resume tus aspiraciones.
—Es verdad —me sonríe con dulzura—. Toma asiento, __. ¿Te apetece beber algo?
Me siento en un sillón.
—Agua, gracias.
Le hace una seña al camarero que está en la puerta antes de sentarse en el sillón que hay a mi lado.
—Perdona que haya retrasado tanto nuestra reunión. Las cosas en casa se complicaron un poco más de lo que esperaba.
Ah. Debe de estar hablando de su divorcio. No puedo imaginarme que las cosas vayan como la seda cuando uno es tan rico como Mikael. Su esposa querrá sacarle hasta el último céntimo. ¿Qué otra cosa podría ser? Pero me callo. Sospecho que Ingrid se fue de la lengua. No quiero que la despida. Me cae bien.
—No pasa nada. —Sonrío y me centro en los tableros—. Entonces ¿nos quedamos con éste? —Pongo la mano sobre la gama de blancos y cremas.
Se inclina hacia adelante.
—Sí, me gusta la calidez y la simplicidad. Eres muy lista. Uno podría pensar que es insípido y frío, pero no es así en absoluto.
—Gracias. Todo depende de las telas y de los tonos.
Sonríe. Tiene los ojos azules muy brillantes.
—Sí, supongo que así es.
Pasamos varias horas hablando de fechas, plazos y presupuestos. Es muy fácil tratar con él, cosa que supone un gran alivio, y más después de que en nuestra última reunión me invitara a cenar. Me preocupaba que las cosas fueran raras entre nosotros, pero no. Se ha tomado bien mi negativa y no ha vuelto a mencionar el asunto.
—Y todos los materiales serán sostenibles, ¿sí? —Pasa su largo índice por los dibujos de una cama con dosel de la que habíamos hablado y de la que yo he hecho los bocetos.
—Por supuesto. —Mentalmente le doy las gracias a Ingrid por el dato que Mikael olvidó darme y que resultaba ser tan importante. Le muestro las otras piezas de mobiliario que he dibujado—. Todo es sostenible, como especificaste. Entiendo que en Escandinavia se toman muy en serio la deforestación.
—Cierto —se ríe—. Todos tenemos que aportar nuestro granito de arena por el medio ambiente. Tuvimos mala prensa por el Lusso.
Imágenes de doce supermotos y un DBS que chupa gasolina como una esponja inundan mi mente. Apuesto a que Mikael conduce un Prius híbrido.
—Lo sé.
Me mira a los ojos y yo sonrío tímidamente.
—Disculpa, tengo que ir al servicio —digo, cojo mi bolso y me levanto.
Paso cinco minutos en el baño retocándome el maquillaje y usando los servicios. Me gusta cómo se está desarrollando la reunión y tengo ganas de volver a la oficina y empezar con el diseño final. Me atuso el pelo, me pellizco las mejillas y salgo del lavabo de señoras. Cruzo el vestíbulo del hotel y vuelvo al reservado.
Al entrar, casi me atraganto cuando veo a Joe de pie junto a Mikael, tan campante, mirando mis diseños.
Pero ¿qué coño hace aquí?