Capítulo 30
El trayecto hasta La Mansión es un borrón de visiones y de recuerdos. Visiones de Joe tambaleándose y arrastrando las palabras, y recuerdos de cuando lo encontramos inconsciente en la terraza. No es algo que piense voluntariamente, pero con toda probabilidad se estará repitiendo. No quiero volver a pasar por eso. No quiero ver cómo se hace otra vez eso a sí mismo, no por mi culpa. Puede que no sea capaz de controlar su irracionalidad, pero puedo evitar que se mate lentamente.
Cuando llego a la entrada, no me extraña ver que las puertas se abren de inmediato. John debe de estar esperándome. Recorro el camino hasta la casa a una velocidad frenética, desesperada por llegar hasta él y detener lo inevitable. La puerta de La Mansión está abierta, y entro corriendo en el vestíbulo, haciendo caso omiso del barullo que procede del bar y del restaurante. El salón de verano ha vuelto a convertirse en el espacio de esparcimiento que era anteriormente, con sofás y sillones dispersos por la inmensa estancia. Muchos socios están allí reunidos, charlando y tomando algo. Cuando entro, todas las conversaciones cesan y se hace el silencio. Sé que si me fijo veré muchas caras agrias dirigidas hacia mi persona, pero no tengo tiempo ni intención de detenerme para absorber ese resentimiento. No necesito mirar. Se palpa claramente en el aire.
Cuando me acerco a la puerta del despacho de Joe, oigo un tremendo golpe que me hace saltar. ¿Qué coño ha sido eso? Agarro la manija de la puerta y miro detrás de mí pero no hay nadie en el pasillo. Abro.
—¡__! —El rugido atronador del grandullón de John atraviesa el pasillo y detiene mi progreso, pero no lo veo—. ¡Capullo de mierda! ¡__, espera! —Por fin aparece, avanzando mucho más rápido de lo que creía posible para un hombre de su tamaño, con las gafas de sol puestas, corriendo hacia mí como un tren de vapor—. ¡Joder, mujer, no entres ahí!
Miro a la bestia frenética que se acerca como un cohete a cámara lenta y salto al oír otro impacto ensordecedor que me obliga a apartar la atención de la voz atronadora de John y a centrarla en el despacho de Joe. ¿Qué ha sido eso? Abro la puerta un poco más hasta que veo toda la habitación.
«¡Ay, joder!»
Me tambaleo hacia adelante después de que el corazón se me haya detenido unos instantes. ¿Qué coño está pasando aquí?
—¡No! —John llega hasta mí y me agarra de la cintura—. __, muchacha, no entres ahí.
Pierdo todos los sentidos al ver el horror que tengo ante mí, y después intento combatir la tremenda fuerza de John, que está tratando de sacarme de la estancia. No sé cómo, tal vez gracias a la adrenalina, pero consigo liberarme y entro de golpe. Y entonces veo cómo Sarah levanta el horrible látigo que sostiene y golpea con él a Joe en la espalda. El corazón me da un vuelco y siento que la palma cálida de John me rodea el brazo.
—__, querida —dice John con la voz más suave que jamás le he oído—. No tienes por qué ver esto.
Me lo quito de encima e intento recomponer la escena que tengo ante mí. Es difícil, incluso aunque el tiempo se haya detenido, y todos los pequeños detalles me resultan perfectamente claros.
Él tiene el torso desnudo y está de rodillas en el suelo, con la cabeza caída hacia adelante. No ha levantado la vista. Sarah se encuentra de pie, detrás de él, vestida con unos pantalones y un corsé de látex y unas botas de cuero que le llegan hasta los muslos; su aspecto es tan horrible como el del látigo que sostiene.
No puedo moverme. Estoy completamente petrificada. Me tiemblan las piernas, el corazón me late con tanta fuerza que creo que se me va a salir del pecho, y soy incapaz de abrir la boca. ¿Qué está pasando aquí?
Quiero gritar, decirle que se detenga, pero mi boca seca no responde a las órdenes de mi cerebro. Su cara recauchutada refleja que siente un gran placer sometiendo a Joe a su tortura, sin duda aumentado sabiendo que yo lo estoy presenciando.
En cuanto mi grito alcanza sus tímpanos, levanta la cabeza. Yo forcejeo de nuevo con John, que ha vuelto a agarrarme.
—¡Suéltame! —digo revolviéndome con más ímpetu, clavándole las uñas y golpeándolo.
—¿__? —La voz de Joe me paraliza. Es débil y rota. Su cabeza gira en mi dirección.
Un grito de desesperación escapa de mis labios cuando nuestros ojos se cruzan y descubro dos agujeros vacíos y vidriosos. No parece estar del todo sobrio. Parece drogado y demacrado. Intenta levantarse pero se tambalea ligeramente hacia adelante, desorientado por completo. Miro su espalda y veo al menos diez verdugones diseminados de un lado a otro. Algunos están superpuestos y de ellos manan gotas de sangre.
Creo que voy a vomitar. Empiezo a tener arcadas y, cuando Sarah levanta el látigo de nuevo, oigo a John en la distancia bramando su nombre. Mis rodillas ceden y me caigo al suelo a los pies del grandullón.
—¿__? —Joe intenta levantarse de nuevo, pero no tiene estabilidad. Sacude la cabeza como si intentara centrarse y su expresión confundida se torna afligida al asimilar mi presencia—. ¡Joder, no! —El pánico inunda sus atractivos rasgos. Incluso su voz es inestable. Se dispone a caminar, pero Sarah lo detiene agarrándolo del brazo—. ¡Suéltame! — ruge, y la empuja hacia atrás—. __, nena. ¿Qué estás haciendo aquí? — Corre hacia adelante y se postra de rodillas delante de mí, cogiéndome la cara y buscando mi mirada.
Lo veo como un borrón a través de las lágrimas. No puedo hablar. Me limito a sacudir la cabeza frenéticamente, intentando eliminar de mi cerebro lo que acabo de presenciar. ¿Es una pesadilla? No trataba de detenerla en absoluto. Estaba ahí arrodillado, esperando los golpes en puro trance. Empiezo a golpearlo y me pongo de pie.
—¡__, por favor! —suplica mientras le aparto las manos de mí. Tengo que salir de este maldito lugar.
Me vuelvo, empujo a John para pasar y corro totalmente consternada hacia el inmenso salón de verano. Mientras lo atravieso, oigo algunas exclamaciones de sorpresa. Me doy la vuelta y veo que Joe y John me persiguen. Me llevo la mano a la boca al sentir que la bilis asciende por mi garganta. Joder, voy a vomitar.
Cruzo la puerta del baño y entro en el servicio. Cierro de golpe, me asomo a la taza y empiezo a evacuar el contenido de mi estómago con unas arcadas fuertes y sonoras y el rostro cubierto de sudor y lágrimas. Me encuentro en el peor de los infiernos y, una vez más, atrapada en un aseo sin ningún sitio adonde ir.
La puerta de los lavabos impacta contra la pared de baldosas y el sonido resuena por todo el servicio de mujeres.
—¡__! —Joe golpea la puerta del escusado, y yo me agacho al sentir que se avecina otra oleada de violentas arcadas—. ¡__, abre la puerta!
Aunque quisiera, no podría contestarle mientras vomito sin parar.
¿Qué coño quiere que le diga? Acabo de ver cómo aceptaba el maltrato de una mujer a la que detesto, una mujer que sé que lo desea y que me odia. Mi imaginación no alcanza a entender ese tipo de crueldad. Vomito de nuevo y busco a tientas un poco de papel higiénico para limpiarme la boca mientras él sigue golpeando la puerta detrás de mí.
—¡Por favor! —me ruega, y un fuerte golpe seco impacta contra la puerta. Sé que es su frente—. __, abre, por favor.
Más lágrimas brotan de nuevo con fuerza de mis ojos al oírlo suplicar. No puedo mirar al hombre al que amo a la cara sabiendo lo que se ha hecho a sí mismo.
—¿Quién la ha dejado entrar? —Su tono se vuelve agresivo, y golpea la puerta—. ¡Joder! ¿Quién coño la ha dejado entrar?
—Joe, yo no la dejé entrar. Jamás haría eso. —El tono grave de John me reconforta. Quiero saltar en su defensa. Él no me dejó entrar.
De repente, su voz inquieta y sus intentos por evitar que entrara en el despacho de Joe me llevan a una conclusión: no ha sido él quien me ha mandado el mensaje. No ha sido él quien ha abierto las puertas. Ha sido ella otra vez. Para que viera cómo golpeaba a mi hombre fuerte y dominante. He subestimado su odio hacia mí. He pisado sobre su precioso terreno. Y ha conseguido destrozarme, pero todo esto no quita el hecho de que Joe estaba participando activa y voluntariamente en esa espantosa representación. ¿Por qué?
—¿Qué está pasando? —La voz familiar de Kate me da esperanzas de escapar de este horror—. ¡Joder! Joe, ¿qué cojones le ha pasado a tu espalda?
—¡Nada! —brama él.
—A mí no me hables así. ¿Dónde está __? ¿Qué coño está pasando? ¡¿__?! —grita mi nombre, y yo quiero contestarle, pero sé que si abro la puerta Joe entrará, y no quiero verlo.
—Está ahí dentro y no quiere salir. ¿__? —dice—. Kate, por favor, hazla salir.
Golpea la puerta de nuevo. Su voz es desesperada y agitada.
—Vale, pero explícame qué hace ahí encerrada y por qué estás sangrando por todas partes —le exige Kate con furia.
—__ ha visto algo que no debería haber visto. Está fuera de sí. Tengo que verla. —Le cuesta respirar.
Quiero gritar por qué estoy fuera de mí, pero nuevas arcadas me impiden decir nada.
—¡Ay de ti como le hayas hecho algo, Joe! —grita Kate—. ¿__?
Me ha hecho algo, pero nada de lo que ella cree. Es peor. Mucho peor.
—¡No! —exclama Joe, a la defensiva—. ¡No es nada de eso!
—¿Qué ha sido entonces? Está ahí dentro vomitando. ¿__? —El puño de Kate empieza a golpear suavemente la puerta—. __, vamos. Abre la puerta.
—¡__! —grita Joe, histérico.
—Joe, vete de aquí —le espeta Kate.
—¡No!
—No va a salir contigo aquí. Eh, grandullón, llévatelo de aquí.
—¿Joe? —ruge John, y rezo para que le haga caso y se marche. No pienso ir a ninguna parte si él está ahí fuera—. Vamos a ver si te espabilas un poco, pedazo de gilipollas.
Me siento con la cabeza entre las manos y oigo cómo intentan convencer a Joe de que salga del servicio.
Por fin oigo que la puerta se abre y vuelve a cerrarse, y Kate golpea suavemente la puerta.
—__, ya se ha ido —me asegura desde el otro lado.
Me levanto, abro el pestillo y dejo que mi amiga entre en el escusado conmigo. Se hace hueco en el pequeño espacio y arruga la nariz al ver mi vómito por toda la taza.
—¿Qué coño ha pasado? —Se agacha al otro lado del cubículo hasta que estamos rodilla con rodilla.
Gimoteo y me sueno la nariz con un poco de papel. Tengo un sabor horrible en la boca. Respiro pausadamente unas cuantas veces entre sollozos e intento estabilizar mis cuerdas vocales.
—Ha dejado que lo azoten —explico. El sonido de las palabras me obliga a dirigir la cabeza de nuevo hacia la taza, pero lo único que consigo es ahogarme con unas arcadas secas. Kate me acaricia la espalda.
—¿Qué?
Me aparto del retrete y veo que Kate tiene la boca abierta de incredulidad. ¿Quién podría creerlo? Pero ha visto las marcas por toda su espalda.
—Entré en su despacho y Sarah estaba azotándolo con un látigo.
Abre unos ojos como platos.
—¿Sarah, la megazorra? —inquiere, muerta de asombro.
—Sí —digo, y asiento con la cabeza por si la palabra no logra salir de mi boca—. Él estaba arrodillado, Kate, como una especie de esclavo sumiso. —Rompo a llorar de nuevo; el horrible recuerdo de mi hombre fuerte y seguro de sí mismo postrado de rodillas y dejándose golpear invade mi mente. ¿Por qué ha hecho tal cosa?
—Joder. —Apoya la mano sobre mi rodilla—. __, tiene la espalda hecha un asco.
—¡Ya lo sé! —grito—. ¡La he visto!
No había nada de sexual en eso. No había ningún elemento placentero. Joe quería que le hiciera daño. El estómago se me revuelve otra vez.
—Kate, necesito salir de aquí, pero él no va a permitirlo. Sé que no va a dejar que me vaya.
Un aire de determinación se instala en su hermoso y pálido rostro y se pone de pie.
—Espera aquí.
—¿Adónde vas? —pregunto, alarmada. Joe entrará como una bala en cuanto Kate salga por esa puerta. Sé que lo hará.
—John se lo ha llevado a su despacho. Sólo voy a comprobarlo. —Abre la puerta y pasa por encima de mi cuerpo desparramado.
Contengo la respiración a la espera de oír más gritos, pero no sucede nada. La puerta se abre y se cierra y entonces se hace el silencio. Estoy sola. Me levanto, con las piernas débiles y temblorosas, y cojo un poco de papel higiénico y lo paso por el asiento. Me cubro la boca con la mano. Mientras limpio el retrete, nuevas y violentas arcadas amenazan con invadirme.
La puerta de los aseos se abre. Me quedo helada y aguanto la respiración.
—__ —susurra Kate dando unos golpecitos en la puerta—. Joe está en su despacho con John. Sam nos dejará salir.
Abro la puerta y me veo por un instante en el espejo antes de que mi amiga me saque del baño y me arrastre hasta la salida. Joder, estoy hecha un asco.
—Espera, necesito un poco de agua.
Me suelto de la mano de Kate, me acerco al lavabo y me inclino para lavarme la cara y enjuagarme la boca.
—Toma un chicle. —Me mete una tira en la boca.
Ahora me replanteo las virtudes del alcohol. ¿Habría preferido encontrármelo borracho? Sí, sin lugar a dudas. Habría preferido encontrarme con esa pobre criatura antes que ver cómo lo golpeaban. Es autodestructivo. El dolor se torna ira cuando recuerdo cómo reaccionó al ver los cardenales que me hice cuando acompañé a Kate a repartir la tarta en la parte trasera de la antigua Margo, y la cara que puso cuando vio las magulladuras que tenía en el brazo después de mi encontronazo con el calvorota agresivo, lo violento que se puso.
Antes de que me dé tiempo a declarar mis intenciones de ir a buscar a Joe para pedirle explicaciones, él entra en los servicios como un toro presa del pánico. En cuanto me ve me doy cuenta de que su mirada perdida ha desaparecido. Tiene el pecho húmedo y el cabello castaño oscurecido por el sudor. La mirada de Kate oscila entre ambos mientras evalúa la situación.
Joe se acerca a mí, y no hago ningún intento por evitar que haga lo que sé que va a hacer. Se agacha, me coge en brazos y sale del servicio en dirección a su despacho. Mantiene la mirada fija hacia adelante mientras avanza con determinación. Atraviesa de nuevo el salón de verano bajo la atenta mirada de algunos de los socios, que siguen revoloteando y disfrutando del espectáculo. Soy consciente de los cuchicheos y de cómo nos señalan, y las lágrimas invaden mis ojos y empiezan a descender por mis mejillas. Estoy rota de dolor, siento angustia y tengo el corazón hecho pedazos.
Cierra la puerta de su despacho de una patada y continúa directo hacia el sillón. Se agacha para dejarme y hace una mueca de dolor. El estómago se me revuelve. Me abraza con fuerza y hunde la cabeza en mi cuello. No dice nada, me sostiene lo más cerca que puede y yo intento controlarme para evitar los temblores que asaltan mi cuerpo, pero es una batalla perdida. Mi hermoso hombre tiene problemas graves, y justo cuando creía que empezaba a entenderlo, me encuentro con el peor toque de atención posible. No lo conozco en absoluto, y desde luego no lo comprendo.
—Por favor, no llores. —Su voz amortiguada alcanza mis tímpanos—. Me está matando.
—¿Por qué? —pregunto. Es lo único que puedo decir. Es todo cuanto quiero saber—. ¿Por qué has hecho eso?
—Te prometí que no bebería.
«¿Qué?»
¿Ha preferido que lo azotaran en vez de beber porque me prometió que no lo haría? Justo cuando pensaba que no podía quedarme más alucinada...
—¿Querías beber?
—Quería evitarlo.
—Mírame —le ordeno, pero no hace ademán de levantar la cabeza—.¡Maldita sea, Joe, mírame! —Me revuelvo para intentar agarrarlo de la cabeza y levantársela, pero él silba de dolor y me detengo inmediatamente—. Tres —digo tranquilamente. No puedo creer que le esté haciendo la cuenta atrás, pero no sé qué otra cosa hacer. Siento que se tensa debajo de mí, pero sigue sin mirarme—. Dos.
—¿Qué pasa si llegas a cero? —pregunta tranquilamente.
—Que me largo —respondo con calma.
Levanta la cabeza y gimo al verlo con los párpados caídos y cargados de dolor y la barbilla temblorosa. Me mira directamente a los ojos. Me están rogando en silencio.
—Por favor, no lo hagas.
Las pocas fuerzas que me quedaban se desmoronan al verlo y oírlo. Me derrumbo por completo, le agarro la cara entre las manos y acerco los labios a los suyos, pero todavía no me siento lo bastante cerca. Me revuelvo con rabia hasta quedar sentada a horcajadas sobre su regazo, y después lo pego a mí todo lo posible sin hacerle daño.
—¿Qué querías evitar?
—Herirte.
—No lo entiendo. —Estoy totalmente confundida. ¿Cree que así no me hiere?—. Habría preferido que hubieras bebido.
—No, no lo habrías preferido. —Lo dice con una pequeña carcajada que me pone los nervios de punta.
Me aparto y busco su mirada.
—Preferiría verte con media destilería de vodka en el cuerpo a presenciar lo que acabo de ver.
Agacha la cabeza, avergonzado.
—Créeme, __, no lo habrías preferido.
—Te digo que sí —insisto. Esto no es ningún concurso—. ¿Cómo quieres que confíe en ti de este modo? Joe, me siento traicionada.
Ni siquiera he pensado todavía qué voy a hacer con Sarah en cuanto le ponga las manos encima. No me conformaré con aplastarla. Ha marcado a mi dios neurótico y, cuanto más lo asimilo, más cabreada me siento.
Me levanto de su regazo y lo rechazo cuando intenta agarrarme.
—No voy a marcharme —digo con frialdad. Su expresión de pánico hace que me cabree todavía más.
Empiezo a pasearme por el despacho golpeteándome el diente con la uña bajo la mirada tensa y angustiada de mi hombre imposible, que no deja de someterme a malditos retos cada vez más complicados. Pero esto ha sido el colmo.
Me siento en el sofá que está delante de él y apoyo mi dolorida cabeza sobre las palmas. Oigo cómo toma aire varias veces, como si quisiera decir algo. Yo exhalo agotada y me masajeo las sienes.
—¿Hay algo que deba saber?
—¿Como qué? —pregunta, a la defensiva. No me gusta ese tono, y ¿cómo coño voy a saber yo qué? Detesto este lugar. ¿Qué otra cosa podría sorprenderme o cabrearme más que eso?
—No lo sé, dímelo tú. Dijiste que no habría más secretos, Joe. —Levanto los brazos, enfadada. Quiero consolarlo desesperadamente. Mantenerme alejada de él me duele casi tanto como ver cómo lo golpean—. ¿Por qué iba a preferir esto a verte borracho?
Se inclina despacio hacia adelante con la mandíbula apretada y apoya los codos sobre las rodillas mientras se frota las sienes pensativo.
—Para mí, la bebida y el sexo van de la mano.
—¿Y eso qué quiere decir? —digo con voz aguda y nerviosa.
—__, heredé La Mansión con veintiún años. ¿Te imaginas lo que siente un joven que de pronto se ve con este lugar y con un montón de mujeres dispuestas a satisfacerlo? —Parece avergonzado.
Empiezo a planteármelo. Me lo imagino perfectamente, y no me extraña que las mujeres estuvieran dispuestas a satisfacerlo. Siguen estándolo. ¡Sólo hay que verlo!
—¿Te refieres a las incursiones sexuales? —susurro. ¿De verdad quiero saber esto?
Suspira.
—Sí, a las incursiones, pero todo eso ha quedado atrás. —Se inclina hacia adelante con una mueca de dolor—. Ahora en mi vida sólo estás tú.
—¿Bebías y follabas?
—Sí, como te he dicho, la bebida y el sexo van de la mano. Ven aquí, por favor. —Extiende el brazo sobre la gran mesa que separa los dos sofás, pero yo me aparto. Deja caer la mano y mira al suelo.
Continúo sin entenderlo. Eso sigue sin explicar por qué ha aceptado que Sarah lo azote.
—Entonces ¿no has bebido porque habrías querido follar? —Debo de tener la frente como un mapa de carreteras, porque estoy totalmente confundida.
—No me fío de mí mismo cuando bebo, __.
—¿Porque crees que saltarás sobre la mujer que tengas más a mano?
Ríe nervioso y se pasa las manos por el pelo.
—No lo creo. No te haría algo así.
—¿No lo crees? —Estoy estupefacta.
—Es un riesgo que no voy a correr. __. Bebo demasiado. Pierdo la razón y las mujeres se abalanzan sobre mí dispuestas a todo. Ya lo has visto. —Me sonríe avergonzado.
Me burlo.
—¡No parecías estar en condiciones de hacer nada el viernes de la semana pasada! —Estaba inconsciente, y sí, he visto cómo las mujeres se abalanzan sobre él. ¡Es humillante!
—Sí, ése no es mi nivel normal de embriaguez, __. Quería olvidar —responde, incómodo.
De repente me siento fatal.
—¿Así que normalmente mantienes un nivel de embriaguez estable y después te follas a un montón de mujeres dispuestas a todo? —Creo que estoy empezando a entenderlo—. ¿Nunca has bebido cuando te has acostado conmigo?
Se levanta, aparta la mesa para arrodillarse delante de mí y apoya las manos sobre mis muslos. Me mira directamente a los ojos.
—No, __. Nunca me he hallado bajo los efectos del alcohol cuando he estado contigo. No lo necesito. El alcohol me hacía bloquear cosas, me ayudaba a olvidar lo vacía que era mi existencia. Todas esas mujeres me importaban una mierda. Y entonces apareciste tú, y todo cambió. Me devolviste a la vida. No quiero volver a beber porque, si empiezo, puede que no pare, y no quiero perderme ni un segundo contigo.
Su confusión hace que se me llenen los ojos de lágrimas. Era un mujeriego que se tiraba a todo lo que se movía. Eso ya lo sabía.
—¿Has echado un polvo soñoliento con alguien más? —Contengo la respiración. ¿De todas las cosas que podría haberle preguntado, voy y le pregunto eso?
Suspira con pesar.
—No.
Lo miro con recelo.
—¿Y te has follado a alguien para hacerla entrar en razón?
—¡No, __! Nunca me había importado nadie lo suficiente como para necesitar o querer hacerla entrar en razón respecto a nada. —Me aprieta los muslos—. Sólo tú.
Vale, por extraño que parezca, eso ayuda bastante, pero sigue insistiendo en que no es un alcohólico, lo cual es absurdo. Si no bebes porque no te fías de ti mismo, tienes un problema, y podría haber estado bajo esos efectos todo este tiempo. Dicen que un buen alcohólico sabe disimularlo muy bien. ¿Cómo iba a saber yo si bebe? Pienso en el jueves por la noche, cuando lo descubrí aquí en su despacho, con una botella de vodka y en compañía de otra mujer.
Esto es horrible. Ahora, además de preocuparme por si bebe o no, voy a tener que preocuparme de qué hace una vez que ha bebido. ¡Genial! Ni siquiera puedo reunirme con clientes masculinos sin que se ponga hecho una furia, aunque el cabreo de Joe con respecto a Mikael parece que tenía su razón de ser. No obstante, sé perfectamente que también aplastaría a mis demás clientes.
Le aparto las manos de mis muslos y me levanto, dejándolo acuclillado junto al sofá, totalmente perdido.
—Entonces el jueves, en tu despacho, ¿me estás diciendo que si te hubieras bebido el vodka te habría encontrado tirándote a Sarah sobre la mesa en lugar de verte acurrucadito con ella? —Esto es espantoso.
Se levanta, se acerca a mí, me agarra de las caderas para inmovilizarme y me da la vuelta para mirarme a los ojos.
—¡No! ¡No seas idiota!
—No estoy siendo idiota —replico—. Bastante tengo ya con preocuparme por si bebes o no. ¡No sé si podré soportar las complicaciones adicionales de que te emborraches y te apetezca follarte a otras mujeres! —Estoy chillando, pero no lo puedo evitar.
Retrocede.
—¿Quieres hacer el favor de cuidar tu puto lenguaje? No hace que me apetezca follarme a otras mujeres. ¡Hace que me apetezca follar!
—Entonces más me vale estar contigo cuando bebas, ¿no?
—¡No voy a volver a beber! ¡¿Es que no me escuchas?! —grita—. No necesito beber. —Me suelta fríamente, y se dirige dando fuertes pisotones hacia la ventana para volver al instante. Me apunta con un dedo y espeta—: ¡Te necesito a ti!
Ya estamos otra vez con eso. ¿Cómo coño lo sabe? Le aparto la mano de delante de mi cara.
—Me necesitas como sustituta del alcohol y del sexo. —Voy a llorar. Sólo me necesita para alejarse de un estilo de vida que acabará matándolo como siga así mucho más tiempo. Soy un medio para escapar de una muerte prematura por intoxicación etílica. Creo que voy a vomitar otra vez. Lo aterra que lo deje, pero eso no tiene nada que ver con el amor que siente por mí. Es porque teme volver a una vida vacía—. Me manipulas.
—¡No te manipulo! —repone, y parece ofendido de verdad.
—¡Claro que lo haces! ¡Con el sexo! Para hacerme entrar en razón y para recordar. Todo es manipulación. ¡Yo te necesito y tú lo utilizas contra mí!
—¡No! —ruge, y de pronto pasa los brazos por todo el estante de las bebidas y tira decenas de botellas de licor y de vasos al suelo. El estrépito de cristales rotos resuena a nuestro alrededor.
Doy un brinco y retrocedo, pero él se acerca y me agarra de los hombros.
—Necesito que me necesites, __. Es así de simple. ¿Cuántas veces he de decírtelo? Si tú me necesitas, yo cuido de mí mismo..., así de simple.
—¿Y dejar que te azoten te parece que es cuidar de ti mismo? —le grito a la cara.
Me suelta y comienza a tirarse del pelo.
—¡No lo sé, joder!
Miro al techo. Esto es inútil.
—Te necesito, pero no así.
Me coge de las manos.
—Mírame —me ordena fríamente. Bajo la vista de nuevo para mirarlo a la cara otra vez—. ¿Cómo te hago sentir? Yo sé cómo me haces sentir tú. Sí, he estado con muchas mujeres, pero sólo era sexo. Sexo sin compromiso. No sentía nada. __, te necesito a ti.
Observo cómo mi hombre atractivo, atribulado, neurótico y canalla me mira directamente a los ojos y quiero gritarle y aplastarle la cabeza contra la pared para hacerle entender cuál es la manera normal de actuar. Nos volvemos locos el uno al otro. Ésa es la verdad. No nos hacemos bien, y él me manipula. El problema es que me gusta. El animal sexual que hay en mí aflora cada vez que lo hace. Lo necesito, igual que él me necesita a mí, pero por motivos diferentes. Ha conseguido ser parte de mí. Se ha incrustado en mi mente y en mi alma. Sin él, me siento vacía. Estoy vacía.
—¿Cómo puede ser que me necesites si yo consigo que te hagas esto a ti mismo? —pregunto, cansada—. Te has vuelto más autodestructivo ahora que antes de conocerme. Hago que necesites beber, no que quieras hacerlo. Te he convertido en un loco irracional, y desde luego yo tampoco estoy ya muy cuerda, que digamos. ¿No ves lo que nos estamos haciendo el uno al otro?
—__ —me dice con tono de advertencia. Sabe adónde quiero ir a parar.
—Y, para que lo sepas, detesto el hecho de que la hayas metido en todas partes. —Necesito que lo sepa, pero entonces unas imágenes horribles inundan mi cabeza.
Dejo escapar un grito ahogado.
—Cuando desapareciste durante cuatro días... —Ni siquiera soy capaz de terminar. El corazón se me ha subido a la garganta y ha estallado.
Abre unos ojos como platos ante mi evidente conclusión, aprieta los dientes y los músculos de su barbilla empiezan a temblar.
—No significaron nada en absoluto. Te quiero. Te necesito.
—¡Joder! —Me caigo de rodillas. No lo ha negado—. Te estuviste follando a otras mujeres. —Me llevo las manos a la cara y las lágrimas empiezan a brotar de nuevo. Me siento como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago.
Se agacha a mi lado en el suelo, me agarra de los brazos y me sacude.
—__, escúchame. No significaron nada. Me estaba enamorando de ti. Sabía que te dolería. No quería hacerte daño.
—Dijiste que no podrías hacerme eso. Olvidaste añadir «otra vez». Deberías haber dicho que no podrías hacérmelo «otra vez».
—No quería hacerte daño —susurra. Levanto mi rostro derrotado.
—¿Y para remediarlo te tiraste a otras mujeres? —Tengo el estómago revuelto. No puedo respirar—. ¿A cuántas?
—__, no hagas esto, por favor. Me doy asco.
—¡A mí también me das asco! —grito, temblando y sollozando incesantemente—. ¿Cómo pudiste hacerlo?
—__, ¿no me estás escuchando?
—¡Claro que sí, y no me gusta lo que oigo! —Me pongo de pie, pero me agarra de la cintura para evitar que me marche.
Apoya la frente en mi estómago y veo a través de mis ojos nublados cómo empieza a sollozar él también.
—Lo siento. Te quiero. Por favor, te lo suplico, no me dejes. Cásate conmigo.
—¡¿Qué?! —grito.
Ni siquiera hemos hablado sobre el tema que tenemos entre manos todavía y ya me encuentro al borde de un ataque de nervios. Es demasiada información. Éste es el golpe letal.
—No puedo casarme con alguien a quien no entiendo. —Pronuncio las palabras lentamente entre jadeos y siento que se hunde ante mí respirando profundamente. Veo los verdugones y las gotas de sangre de su espalda—. Creía que empezaba a comprenderte —añado con voz temblorosa—. Pero has vuelto a destruirme, Joe.
—__, por favor. Estaba hecho polvo, perdí el control. Creía que así podría olvidarte.
—¿Emborrachándote y tirándote a otras mujeres?
—No sabía qué hacer —dice con un hilo de voz.
—Podrías haber hablado conmigo.
—__, habrías huido de mí otra vez.
—Todas las veces que has estado disculpándote conmigo eran porque te remordía la conciencia, y no por haberte emborrachado, ni por lo de La Mansión. Era porque me engañaste con otras. Dijiste que habías dejado tus correrías mucho antes de conocerme. Me mentiste. Cada vez que creo que damos un paso hacia adelante, estalla una nueva bomba. No puedo seguir con esto. No sé quién eres, Joe.
—__, claro que lo sabes. —Me mira con ojos suplicantes—. La he jodido. La he jodido bien, pero nadie me conoce mejor que tú. Nadie.
—Puede que Sarah sí. Parece que ella te conoce muy bien —digo sin mostrar emoción alguna—. ¿Por qué?
Se deja caer sobre los talones y agacha la cabeza.
—Te he decepcionado. Quería beber, pero te prometí que no lo haría, y sé lo que puede pasar si lo hago.
Hago un mohín al oír su confesión.
—¿Así que le pediste que te azotara?
—Sí.
Se me revuelve el estómago.
—No lo entiendo.
Mantiene la cabeza gacha.
—__, sabes que he sido un vividor —dice en voz baja. Está avergonzado—. He roto matrimonios, he tratado a las mujeres como si fueran objetos y he tomado lo que no me pertenecía. He hecho daño a algunas personas, y siento que todo esto es mi penitencia. Contigo encontré la gloria, y tengo constantemente la sensación de que alguien va a venir a arrebatármela.
El nudo que tengo en la garganta se intensifica.
—TÚ eres el único que va a joder esto. Tú y sólo tú. Bebiendo, siendo tan controlador y tirándote a otras mujeres. ¡TÚ!
—Podría haber detenido todo esto. No me creo que seas mía. Me aterra que alguien te aparte de mi lado.
—¿Y por eso le pediste a una mujer que detesto, a una mujer que quiere alejarte de mí, que te azotara?
Frunce el ceño y me mira.
—Sarah no quiere alejarme de ti.
Sacudo la cabeza, frustrada.
—¡Sí, Joe, claro que quiere! Haciéndote esto me haces daño a mí. Me estás castigando a mí, no a ti. —Necesito desesperadamente que lo entienda—. Te amo, a pesar de toda la mierda que voy descubriendo de ti, pero no puedo ver cómo te haces esto a ti mismo.
—No me dejes —dice con los dientes apretados, levantando los brazos y agarrándome de las manos—. Me moriré sin ti, __.
—¡No digas eso! —le grito—. Es una estupidez.
Tira de mí hasta ponerme de rodillas.
—No es ninguna estupidez. No sabes por lo que pasé cuando desapareciste sin más. Me hizo ver lo que sería mi vida sin ti. —Está muy nervioso—. __, era insoportable.
Esto explica lo de sus repetidas disculpas en sueños. Yo lo dejaba porque había descubierto lo de las otras mujeres.
—Si te dejara, sería porque no puedo soportar que te hagas daño a ti mismo, no puedo ver cómo te torturas.
—Jamás te harás una idea de cuánto te quiero. —Me agarra de la cara y yo me aparto. Esa afirmación me pone furiosa—. Deja que te toque —ordena, intentando cogerme. Está frenético y aterrado, y eso me está devorando por dentro.
—¡Me hago una idea, Joe, porque yo siento lo mismo! —grito—. Aunque me has destrozado por completo, sigo amándote y, joder, me odio por ello. ¡Así que no te atrevas a decirme que no me hago una idea!
—Es imposible. —Me agarra de los brazos y tira de mí hacia adelante con un silbido de furia—. ¡Es imposible! —dice con voz grave. Lo cree realmente.
Dejo que me estreche contra su pecho, pero soy incapaz de rodearlo con los brazos. Estoy emocionalmente agotada y bloqueada por completo. Mi mujeriego fuerte y dominante se ha reducido a un alma asustada y desesperada. Quiero recuperar al Joe feroz.
—Voy a buscar algo para limpiarte las heridas. —Forcejeo para liberarme de sus brazos—. Joe, tengo que limpiarte eso.
—No me dejes solo.
Me suelto y me pongo de pie.
—Cuando dije que jamás te dejaría, lo decía en serio. —Giro sobre mis talones y salgo del despacho totalmente abstraída dejándolo de rodillas.
No voy a buscar nada para limpiarle la espalda. Curarle las heridas no va a demostrar nada. Sólo hay un modo de hacerle entender que sé cómo se siente. Y si eso es lo que tengo que hacer, lo haré.