Capítulo Dos
«¿Qué vas a hacer... llevarme a casa y atarme a la pata de la cama?», (tn) repitió mentalmente sus palabras mientras salía de la ducha y sacaba una toalla verde jade del armario.
¿Realmente se lo había dicho? ¿A Joe Jonas, precisamente?
Con un gemido, sepultó la cara en la suavidad de la toalla. Si sólo hubiera tenido la sensatez de parar a tiempo. Pero no, también tuvo que hablar de una cama amplia y tentadora con la esperanza de ver una chispa de interés en sus ojos.
¿Interés por ella?, pensó con un bufido. Si fuera un caballo, tal vez. O uno de esos veloces todoterreno a los que era tan aficionado. No, Joe Jonas nunca había demostrado interés ni por ella ni por una cama, a menos que fuera para pedirle que se la hiciera, ya que él había estado demasiado ocupado con esos potros cerriles, o cazando chicas por la ciudad.
Tras frotarse el pelo con la toalla, (tn) se miró al espejo con desagrado.
—Cuesta más aprender unas lecciones que otras —refunfuñó en tanto sentía que su rabia se apaciguaba dando paso al cansancio y a la melancolía
Sí, era cierto. Y Joe era una de las peores lecciones.
Con un suspiro, terminó de secarse y luego se puso una loción que olía a salvia, limón y a un aroma ligeramente sensual y profundamente femenino. La había comprado pensando en él.
Sí, era patética, pensó con otro bufido. A decir verdad, ¿qué cosas hacía sin pensar en Joe? Volvió a mirar su afligido rostro en el espejo. «De una vez por todas, ¿qué vas a hacer con él?».
Sinceramente, no lo sabía. Lo había amado desde siempre. Lo había idolatrado; pero él nunca la había visto de otra manera más que como la hermana pequeña, y estaba claro que después de esa noche tampoco lo haría, ya que ni siquiera se había apresurado a aceptar ninguna de las poco sutiles invitaciones que había dejado caer durante el encuentro en el Royal Diner. Sí, estaba claro que nunca la miraría de otro modo.
(tn) se mordió el labio pensativamente y se enfrentó a la inexorable verdad. «Tal vez ha llegado la hora de renunciar».
Después de ponerse un holgado camisón y unos calcetines, fue a la sala de estar con el secador funcionando sobre el pelo mojado y se acomodó en el sofá con las piernas sobre el asiento. Tras cubrirse con una mullida manta de felpa azul marino buscó el mando del televisor. Durante los próximos cinco minutos intentó hacerse a la idea de que era necesario renunciar a la fantasía de él y ella juntos para siempre. Pulsando los botones del mando, intentó pensar en su trabajo en la Unidad de Quemados, en los niños del Centro de Día, cualquier cosa para alejar a Ry de su mente. Finalmente, renunció a buscar un programa interesante y su mirada se posó en el álbum de fotografías colocado en un estante. (tn) lo miró largo rato antes de decidirse a abrirlo.
Una fotografía de Travis y ella junto a sus padres le arrancó una sonrisa agridulce mientras deslizaba el índice por los rostros sonrientes de Sue y Ryan Whelan. Tenía nueve años y Travis diecisiete cuando les hicieron la foto en Fort Worth. Fue una de las últimas fotografías del grupo familiar antes del accidente que se cobró las jóvenes vidas de sus progenitores.
(tn) deseó con todo su corazón que no fuese tan difícil dotar de animación esas figuras inmóviles. Siempre había querido recordarlos en tres dimensiones y llenos de vida... pero tras catorce años, esa conexión vital se había apagado junto con el color de la foto grafía.
Hacía mucho tiempo que había tenido que continuar con su vida. El profundo pesar había dado paso a una emoción más tolerable. Una suerte de anhelo había sustituido al dolor atroz que había hecho añicos el perfecto santuario de su pequeño mundo. Pero, a pesar de los años transcurridos, nunca había dejado de añorarlos.
Con una última mirada,(tn) pasó la página... y allí estaba. Joe . Desmadejado, larguirucho, de anchos hombros y ojos marrones. Entonces tenía dieciocho años y ella diez. El corazón le dio un salto como siempre que aparecía ante ella, cuando pensaba en él, cuando se permitía creer que podría ser algo más que un hermano sustituto después de que sus padres se hicieran cargo de ella tras el fatal accidente que la dejó aturdida, confusa, encerrada en sí misma.
Para empeorar las cosas, Travis se había inscrito en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos meses antes del accidente y tuvo que marcharse poco tiempo después. Nunca se había sentido tan sola. Incluso en esos instantes, los ojos se le humedecieron al recordar aquella solitaria noche en que Joe la encontró en la habitación que Sandy, la madre de él, había decorado para ella con especial cuidado a fin de complacer a la niña que era en ese entonces. Estaba en el umbral de la puerta; un joven de amplios hombros, con una mirada pensativa y una expresión desolada que nubló unos instantes su rostro tan apuesto. Luego entró en la habitación con una brillante sonrisa. Ruidosamente intentó arrancarle una risita con sus bromas y, sin quererlo, despertó a la futura mujer que se gestaba en su alma de niña de diez años. Y fue entonces cuando se enamoró de él.
—Ahora somos tu familia —había dicho la madre de Joe más de una vez tras aquel horrible día— Travis y tú nos pertenecen. Tu papá fue nuestro capataz pero era como un hermano para John, y tu madre igual que una hermana para mí. Así como Travis y Joe. Ahora tú eres nuestra hija.
(tn) cerró el álbum lentamente y lo apoyó contra su corazón, del modo en que Sandy solía abrazarla. Ese álbum representaba su pasado. Como la fantasía de que algún día Joe pudiera amarla; una fantasía que albergaba en su corazón desde la niñez. Sin embargo, esa noche finalmente había tenido que aceptar que no podía ser. Carrie sintió que una lágrima se deslizaba por su mejilla. No, Joseph Jonas no estaba destinado a ser su príncipe azul.
Por tanto, había llegado la hora de ponerse en movimiento.
(tn) deseaba mantener una relación sentimental. Deseaba un marido y unos hijos de mejillas regordetas. Y ya que finalmente había aceptado el hecho de que Joe nunca iba a formar parte de ese sueño, decidió que era hora de encontrar un hombre que sí lo hiciera. Y tendría que ser pronto.
La joven se sobresaltó al oír que llamaban a la puerta. Tras secarse las mejillas, fue al vestíbulo y de pasada echó una mirada al reloj. Era casi medianoche. Tras aplicar el ojo a la mirilla, el corazón le dio un salto.
—Joe —dijo al tiempo que abría la puerta.
—Hola, osita —saludó con una sonrisa sesgada—. ¿Puedo entrar un segundo, o ésta noche me he convertido en persona non grata?
Ella miró su rostro apuesto y expresivo, los sonrientes ojos marrones que tantas veces habían entibiado su alma. Tenía una fina cicatriz en el pómulo, bajo el ojo izquierdo; un recuerdo de sus días de rodeo, tal vez un forcejeo con un potro cerril que lo había derribado sobre la arena.
También había otras cicatrices. Su oficio de ganadero le había dejado las manos llenas de pequeños cortes y arañazos, y la leve protuberancia en el puente de la nariz significaba que alguna vez se la había roto un caballo o posiblemente los puños de alguien en una riña de bar. (tn) no ignoraba que había protagonizado unas cuantas peleas en los tiempos de rodeo. Los años de la carretera habían sido duros y a veces los puñetazos abundaban
Joe había estado muy cerca de conseguir su sueño. Y ella también de conseguir el sueño de ser amada por él. Al menos había estado muy cerca de lograrlo... pero en su mente.
— Hola. ¿Dónde te has ido, pequeño guisante?
Parpadeando, ella se dio cuenta de que había vuelto a ese lugar idealizado donde él llenaba sus sentidos y sus pensamientos impidiéndole escapar de su presencia en busca de su propio futuro.
—Lo siento —dijo al tiempo que le permitía entrar—. Me has sorprendido. ¿Qué sucede?
Él se encogió de hombros mientras le dirigía una tímida mirada.
—Sólo quería asegurarme de que todo estaba bien después de... tú sabes.
Ella ladeó la cabeza.
— ¿De sacarme del restaurante como fuera una res sin marcar...?
—Ah... sí... después de eso —convino con una mueca.
—No te aflijas —dijo, decida a pasar página e ignorar que se le derretía el corazón—. Pero que no vuelva a ocurrir, ¿de acuerdo?
— ¿Eso significa que todavía piensas....?
— ¿Seducir al doctor Beldon? ¿Sabes qué, Joe? Creo que Travis y tú, y si me apuras, el resto de los hombres del Club de Ganaderos, funcionáis con la idea errada de que todas las mujeres del mundo necesitan ser rescatadas de un peligro —declaró. Él la miró un tanto aturdido—. ¿Qué? ¿Crees que no sé lo que su cede en ese lugar a puertas cerradas? Por amor de Dios, Travis es mi hermano. A veces desaparece durante días. Y tú y los otros. ¿Y no es una coincidencia que a poco de vuestro inesperado regreso los medios de comunicación informen de que se ha impedido la comisión de un crimen atroz o que un país ha sido salvado de un golpe desastroso perpetrado por algún grupo extremista?
—Pero...
(tn) se echó a reír al ver la expresión de pánico en el rostro de Joe.
—No me mires con esa cara, como si padecieras de neurosis de guerra Joe. Tus secretos están a salvo. Me refiero a Natalie. Sé que en estos momentos os afanáis intentando descubrir qué fue lo que la trajo hasta Texas. Espero que tengáis éxito. La quiero como a una hermana, y la pequeña Autumn bueno, me ha robado el corazón. Quiero que estén a salvo. Quiero que esa expresión acorralada desaparezca de los ojos de Natalie.
—(tn)... —Joe pronunció su nombre con tanta cautela que la joven se apiadó de él.
—De acuerdo. Está bien. Vosotros no os dedicáis a salvar naciones ni damiselas angustiadas. No investigáis en secreto las cosas horribles que le sucedieron a Natalie. De acuerdo, es vuestra historia y podéis contarla como os apetezca. Mientras tanto —(tn) alzó una mano al ver que iba a interrumpirle—, no tengo nada que ver con el problema de Natalie... lo que significa que no necesito protección. Y como no la necesito, lo que haga y con quien lo haga no es asunto vuestro.
La joven observó que la expresión conmocionada de Joe había dado paso a una cierta tristeza. Pero no tenía importancia. Ella ya no se podía permitir el lujo de preocuparse por él.
—Siempre serás asunto mío, dulzura —murmuró rozándole la mejilla con la mano. Luego la dejó caer a un costado, como si de pronto fuese consciente de lo que hacía—. Sólo te pido que tengas cuidado, ¿de acuerdo? —murmuró.
Entonces, como si no pudiera evitarlo, le acarició la nuca y la atrajo hacia sí. Ella pudo percibir en su ropa un leve olor a cuero, a salvia y a caballos cuando se inclinó para besarla en la frente—. Buenas noches, osita (tn) . No olvides echar el cerrojo a la puerta.
Más tarde, con los pies enraizados en el suelo, la joven oyó el ruido del motor del camión que se alejaba.
—Adiós, Joe —murmuró a la calle vacía a sabiendas de que en ese instante se despedía de un sueño que había acariciado durante catorce años.
Poco después, se fue a la cama pensando en los posibles candidatos a convertirse en su hombre perfecto. La lista fue muy corta. Y todo porque Travis se encargaba de aterrorizar a cualquier novio en perspectiva. Aunque lo hacía con buena intención, siempre conseguía ahuyentarlos. Además de Joe, Travis era el principal culpable de que todavía estuviera soltera y virgen a sus veinticuatro años.
—Bueno, durante largos años te has tomado muy en serio el papel de protector, hermano mío —murmuró mientras acomodaba la cabeza en la almohada.
Ya no era la niña de diez años, perdida y confusa que extrañaba a papá y a mamá. Actualmente era una mujer, al menos en años, porque en cuanto a experiencia todavía estaba muy verde. Aunque no sería por mucho tiempo. Tenía que haber un hombre que no se sintiera intimidado por su hermano. Tenía que ser alguien recién llegado a la localidad, que no conociera a Travis y su modo de ahuyentar a sus pretendientes.
Alguien como el doctor Nathan Beldon.
Sí, era cierto que le gustaba su trabajo en la biblioteca con su amiga Stephanie Firth, y también su trabajo en la clínica, y recaudar fondos para causas benéficas. Pero lo que más le gustaba eran las horas que pasaba junto a los niños en el Centro de Día. (tn) amaba a los niños y quería tener hijos propios con el hombre que hubiera elegido para compartir el resto de sus días.
También estaba pendiente el otro problema. El de su virginidad.
Estaba cansada del celibato, quería saber de qué se trataba todo ese lío de las relaciones sexuales. Y si Nathan Beldon estaba destinado a enseñarle, tal vez podría ser el hombre con el que formaría una familia.
Y al diablo con lo que dijeran Travis o Joe.
—Pensé que habíamos llegado a un acuerdo, compañero —dijo Travis Whelan, desilusionado, con una mano sobre el hombro de Joe mientras se dirigían al bar del Club de Ganaderos—. No me dejes en la estacada ahora.
—Bueno, yo... —Joe hizo una mueca y se rascó la oreja. La conversación no iba por el derrotero que tan cuidadosamente había planificado. Se trataba de pedirle que lo sustituyera por cualquiera de los otros tipos implicados en la situación. Cualquiera de ellos podía vigilar a (tn) hasta que el misterio que envolvía a Natalie Pérez y su hija se hubiera aclarado.
—Tú eres mi hombre —continuó Travis, con una sonrisa—. Siempre lo has sido. Diablos, Joe, bien sabes que no puedo arriesgarme a que un oportunista sinvergüenza se aproveche de ella. Eres el único en quien puedo confiar y yo no puedo estar pendiente de mi hermana. No hasta que esto se acabe.
Dividido entre la necesidad de buscar una salida para evitar el desastre y su lealtad a Travis, Joe dejó escapar un largo suspiro.
—Pero, Travis...
—Soy padre, un padre —repitió el amigo sin hacerle caso, como si todavía no pudiese creer en su buena suerte—. Y con una dama en mi vida. Joe, bien sabes que Natalie y su bebé todavía están en peligro.
Sí, Joe lo sabía, y también (tn) . Todavía se sentía asombrado por las conjeturas de ella. Y la chica había acertado en muchas cosas. Era cierto que los miembros del Club de Ganaderos de Texas se implicaban en misiones secretas. Esas misiones formaban parte de su código de honor. Justicia, paz, liderazgo... lo que hacían siempre era en pro de los mejores ideales.
Desde hacía muy poco, varios miembros del Club intentaban resolver el misterio que había comenzado una fría noche de noviembre y que cada vez se volvía más extraño. Sí, no cabía duda de que sabían mucho más que aquella noche en que una mujer anónima había entrado dando un traspiés en el Royal Diner con un niña recién nacida y medio millón de dólares metidos en la bolsa de los pañales; pero aún quedaban preguntas sin resolver.
La mujer en cuestión, tras desplomarse y luego caer en coma, recientemente se había recuperado y recobrado la memoria. Era Natalie Pérez, novia de Travis en la actualidad. El bebé era de Travis, el inesperado aunque hermoso fruto de una aventura que ellos mismos habían decidido dar por terminada casi un año atrás.
Los dos hombres permanecieron en silencio mientras bebían una cerveza en el bar.
— ¿Cómo está Natalie? ¿Y la pequeña Autumn? —preguntó Joe, finalmente.
—Se encuentran bien. Hombre, no puedo creer que una vez me alejé de Natalie y que estuve a punto de perderlas. Ese bastardo de Birkenfeld... pudo haber matado a Natalie o vendido a nuestra pequeña.
Joe exhaló una gran bocanada de aire. La gravedad de la situación le pesaba en los hombros cada vez que recordaba los detalles. Esa noche de noviembre, no se encontraba en el restaurante cuando Natalie apareció con una tarjeta de crédito del Club de Ganaderos en la mano. Ni tampoco Travis ni Darin, ambos fuera del país hasta fines de diciembre.
Si Travis hubiera estado en la ciudad cuando Natalie apareció en escena, las cosas se habrían aclarado con más rapidez. Pero no fue así, y Natalie empezó a recobrar la memoria cuando descubrió a Travis en la fiesta de Año Nuevo tras su regreso de una misión en Europa.
Finalmente había recordado a Travis y su breve pero intensa relación amorosa cuyo fruto era la pequeña Autumn. Semanas más tarde, había recordado cómo fue a parar a Royal con todo ese dinero en una bolsa de pañales. La historia era tan extraña que, incluso en esos momentos, a Joe le costaba comprender lo sucedido y sus consecuencias.
Natalie había estado trabajando en una maternidad que dirigía el doctor Roman Birkenfeld. Tras unos meses de su llegada a la clínica, empezó a notar que una cantidad sorprendente de madres solteras perdían a sus hijos en el parto. Alarmada, decidió investigar discretamente en los archivos del ordenador. Así fue como descubrió que los niños no habían fallecido, sino que los habían vendido. Sin embargo, antes de enfrentarse al doctor Birkenfeld o acudir a la policía, se puso de parto.
Y allí comenzaron sus verdaderos problemas. El buen doctor tenía los mismos planes para el bebé Natalie que para los otros niños. La había drogado. A la mañana siguiente, tras haber dado a luz y todavía bajo los efectos de las drogas, apenas logró comprender que el médico le informaba de la muerte de su hija. De alguna manera, Natalie consiguió escapar de la clínica y seguir hasta el aeropuerto al doctor Birkenfeld y la enfermera cómplice donde intentaban tomar un avión para llevar al bebé a los futuros compradores.
Cuando la enfermera fue al cuarto de baño a cambiarle los pañales, de un empujón Natalie la tiró al suelo y huyó con la niña y la bolsa de pañales que resultó estar llena de dinero. Un dinero que posteriormente los miembros del Club guardarían en la caja fuerte del establecimiento.
Luego corrió a la estación de autobuses, pero Birkenfeld y la enfermera la alcanzaron en Amarillo.
Y de ahí en adelante, Natalie no recordaba nada de lo sucedido. Por eso Travis y el resto de los compañeros todavía se mantenían en guardia.
—¿Ha recordado algo más? —preguntó Joe.
Travis negó con la cabeza.
—No. Todo lo ocurrido tras Amarillo está muy confuso. Lo único que Natalie recuerda es que hubo un forcejeo y ella se golpeó la cabeza. No sabe cómo logró escapar —explicó, desolado—. Anoche me dijo que lo único que la mantuvo consciente fue la necesidad de encontrarme —Travis tragó saliva—. Y yo no estuve allí para ayudarle.
La mano de Joe sobre su hombro lo sacó del recuerdo angustioso.
—Oye. Ahora estás aquí con ella. Estás aquí para protegerlas a ambas.
Joe sabía que los compañeros de Travis también hacían lo mismo. Y con mayor razón, tras el misterioso incendio de la casa de Tara Roberts que llevó a Natalie a su hogar durante el período de recuperación. Desde entonces, ningún hombre había bajado la guardia ni dejado de investigar el misterioso caso de Natalie.
—Birkenfeld todavía anda suelto por ahí —dijo Travis en tono gélido—. Hasta que no logremos meterlo entre rejas, ni Natalie ni Autumn estarán a salvo. Por eso te necesito, hombre. (tn)...
—Ya es mayor —insistió Joe, decidido a no rendirse todavía—. Realmente no sé por qué piensas que necesita protección. No tiene nada que ver con esto.
—Pero yo sí. Y me figuro que Birkenfeld lo sabe. ¿Estás totalmente seguro de que ese bastardo que se dedica a drogar a las mujeres y a decir que sus hijos han muerto con el fin de venderlos no intentaría llegar hasta Natalie a través de mí o de los míos?
Joe cerró los ojos y tuvo que reconocer que era verdad. El hecho de que (tn) formara parte del mundo de Travis le daba toda la razón.
—Estás en lo cierto. Se necesita una mente corrupta y retorcida para hacer lo que ese médico ha hecho.
—Y se necesita un hombre de mi entera confianza para que cuide de mi hermana hasta que logremos encontrarlo y dar por terminado este asunto.
Finalmente, Joe asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Lo haré. Pero aún no comprendo qué tiene que ver Nathan Beldon con todo esto.
Travis se encogió de hombros.
—Posiblemente, nada.
—Entonces, ¿por qué tengo que vigilarlo?
—Porque ese hombre no me gusta —Travis lo miró con suavidad—. ¿Hace falta otra razón?
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