Tema: Re: Antes Y Después de Odiarte (Joe &__) I [Terminada] Julio 4th 2012, 09:02
IrennIsDreaMy escribió:
la nove es muy intensa, es como ser la rayis y pensar pero qu hice tan mal para que me odie... es como meterse en el papel tan profundo que duele siguelaa me encantaaa
Sí, por eso adoro el libro, ya que describe todo tan bien , que piensas Oh Dios! Sientes las mismas emociones, yo incluso llegué a emocionarme en alguna que otra parte. Y te preguntas :¿Qué ***beep** hizo?
Oh! Gracias por leer hermosa, para mí es importante =) Ahora la sigo.
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Tema: Re: Antes Y Después de Odiarte (Joe &__) I [Terminada] Julio 4th 2012, 09:22
DrawyoursmileJB escribió:
Yo sí quiero saber, aw, Joe tan monoshooo. Me encanta como en la nove, definen todo, y como está escrita. Siguela, un beso♥
Oh!! ¡Bienvenida hermosa ! Es un placer tenerte aquí. Sí, Joe es demasiado, como decirlo... rencoroso. Y a mi me encanta que te encante. Otro para tí. ♥.♥ Pd: ¿Cual es tu nombre? Soy curiosa. Por cierto, te invito a pasarte por mi otra nove, se llama Soy Toda Tuya y el link está en mi firma =)
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Tema: Re: Antes Y Después de Odiarte (Joe &__) I [Terminada] Julio 4th 2012, 09:24
Beautiful-NO-Tamed. escribió:
Nueva lectora:) me encanta la novelaa,no veo la hora de que la rayis y joe se arreglen e.e Ojala la sigas por que me encanta! Beso(:
Oh! ¡Bienvenida cielo =)!
Jajajá, es genial que te encante la nove. Me hace sentir wiiiiiiiiiiiiiiiii Jajajá. Ahora mismo la sigo =) ♥
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Tema: Re: Antes Y Después de Odiarte (Joe &__) I [Terminada] Julio 4th 2012, 09:30
—Quiero que le investigues, pero de modo extraoficial —ordenó el comisario al agente Gómez, un novato que desde el primer momento le había inspirado confianza—. No existen motivos para hacerlo de otro modo; para la justicia está limpio. Lo que hizo lo está pagando de acuerdo con lo que marca la ley. —¿Quiere que le siga con discreción? —¡No! No, no. —Reforzó su negativa alzando la mano. Temía provocar un serio enfado en _____ si volvía a descubrirle. Ya solo confiaba en su propia cautela—. Pero busca en su pasado y entre la gente que le rodea. Quiero saberlo todo. No creo que aquel fuera su primer y único delito. —¿Por qué, señor? Si tiene alguna sospecha podemos empezar por ahí. —No tengo nada. Simplemente, no me cuadra que le pilláramos con un kilo de cocaína y esa fuera su primera vez —opinó rozando con los dedos su eterna incipiente barba. Ese sonido áspero le ayudaba a pensar—. Nadie comienza tan fuerte. Ha cometido más delitos que no conocemos, estoy seguro. Si los averiguamos, tendremos su pasado. Con solo tirar del hilo nos conducirá a su presente sin necesidad de ponerle vigilancia. «No voy a volver a discutir con _____ por él», se juró cuando tras terminar de dar instrucciones se quedó a solas. «No me arriesgaré a perderla por ese cretino, pero tampoco dejaré que la dañe.» No había razonado con tanta tranquilidad cuando le comunicaron lo que había ocurrido la noche anterior. Entonces había estallado en cólera dando un manotazo a los informes que tenía sobre la mesa y arrojándolos al suelo. Ya tenían al condenado Joe. Solo restaba notificar que estaba acechando a la policía que le metió entre rejas, le habrían rebajado al segundo grado y el problema habría dejado de existir. Pero lo que más le dolía era la actitud de _____. Había mentido por salvar a ese malnacido. Y había mentido porque aún le amaba. Por unos momentos se le había nublado la razón. La desesperación le hizo pensar en soluciones drásticas y poco profesionales, pero al final había prevalecido el sentido común. _____ no le olvidaría mientras no se convenciera de que había sido y seguía siendo un delincuente. En el fondo, pensó, lo que estaba ocurriendo no era del todo malo. Le había confirmado sus sospechas de que a pesar de los años transcurridos ella seguía queriendo a ese tipo, y además le daba la ocasión de solucionarlo. Abrirle los ojos. Debía abrirle los ojos a lo que aquel personaje era, y hacerlo antes de que saliera herida. Entretanto aguardaría, pensó al tiempo que se frotaba las sienes con los dedos. Aguardaría confiando en que el susto que la Ertzaintza le había dado esa noche le mantuviera alejado. El problema estaba en que le iba a costar morderse las ganas de intervenir de un modo directo, contundente y definitivo. La impotencia le hizo estrellar el puño contra la mesa. Necesitaba que al menos esto le saliera bien, ya que la resolución del asunto más importante de su carrera continuaba resistiéndosele: Carmona, el narcotraficante que llevaba años siendo su pesadilla. Que hubiera salido limpio, también de la última redada, era la mayor frustración profesional que había tenido en mucho tiempo. Sospechaba que alguien le había pasado la información, cosa no demasiado difícil, dada la cantidad de amigos influyentes que tenía.
Carlos no se sorprendió cuando, unas horas después, vio entrar a _____. Lo que sí le extrañó fue la calma con la que lo hizo y la desgana con la que se sentó frente a él. Se quedó quieta, mirándole a los ojos. Y ese reclamo silencioso le tocó más hondo que cualquier grito colérico. —Lo siento —musitó apenado—. Creí que hacía lo mejor para ti. Sospechaba que no iba a abandonar en su empeño, y debes reconocer que acerté. —Te pedí que le dejaras en paz —dijo mostrando decepción. —Y lo hice. No le vigilaban a él, sino a ti. Si no hubiera merodeado por tu casa nadie le habría molestado —aseguró colocando la mano sobre su corazón como si jurara sobre la Biblia—. Busqué el modo de cumplir mi palabra y protegerte al mismo tiempo. —Esto podía haber terminado con su libertad, y lo sabes —insistió a pesar de creer en su palabra—. No tenemos ningún derecho a destrozar la vida que seguramente le está costando retomar. —Él es responsable de sus actos igual que tú y yo lo somos de los nuestros. —Apoyó los codos en la mesa y cerró una mano sobre la otra—. Sabe que tiene que ser un buen chico si quiere seguir en libertad. Cuando ayer decidió acecharte, solo Dios sabe con qué perversa intención, lo hizo conociendo los riesgos. Si aun así se expone no culpes a nadie más que a él. —No quiero discutir esto contigo —declaró dirigiendo la vista hacia las carpetas amarillas que se amontonaban en un extremo del escritorio. —Yo tampoco quiero discutir contigo. No lo hacíamos desde... —apretó los párpados y comprimió los puños hasta que sus nudillos blanquearon—. ¿Por qué tiene que ser siempre él el motivo de nuestras discusiones? Ese hombre solo nos ha traído problemas. ¡Mándalo al infierno de una vez! —¡Ya lo hice! —gritó clavando los dedos en el asa de su bolso—. Lo hicimos —corrigió sin abrir apenas la boca—. Le robamos su vida entera y le encerramos en el infierno. —Eso es lo que en un estado de derecho le ocurre a la gente como él. —Abrió dos carpetas y las colocó frente a ella—. Deja de culparte por haber cumplido con tu deber y protégete de él. _____ apartó la vista. No podía contemplar fichas policiales con las fotos de frente y de perfil, sin pensar en Joe y en todo cuanto tuvo que pasar, comenzando por la humillante sesión fotográfica. —No se trata de eso. Me culpo porque le amaba y aun así le mentí. Me culpo porque le debía una fidelidad que no le entregué. —¿Qué le debías a alguien que juraba amarte y te ocultó que era un delincuente? Fue él quien intentó jugar contigo. —Él nunca jugó con mi vida; yo sí jugué con la suya. —Los ojos se le llenaron de lágrimas que se negó a derramar—. ¡Y deja de vigilarle! —exigió con brusquedad—. Ahora es un ciudadano como los demás. —¡Ya, claro! Como la otra vez, ¿no? —ironizó—. Entonces también asegurabas que era un hombre con una vida normal, que nos habíamos equivocado con él, ¿recuerdas? —Esta vez es distinto. —Según tú, aquella vez también era distinto. —Se frotó la inedia barba, pensativo y dolido—. Fue nuestra primera desavenencia. ¿Has olvidado tu empeño en convencerme de que no era nuestro hombre? No, no lo había olvidado. Lo recordaba. Le recordaba a él, furioso, haciéndole repetir, como a una niña de escuela y para que por sí misma comprendiera que no había errores, la información que le habían facilitado al comienzo de la investigación. —Entonces te pregunté qué era lo que no encajaba —continuó diciendo Carlos—. «Nada», me reconociste. «Todo concuerda.» Así que te ordené que siguieras con tu trabajo. No imaginas lo que me costó hablarte como tu superior. —La miró con una mezcla de amor y pena—. Nunca lo había hecho y nunca pensé que lo haría. Pero veía lo que te estaba pasando con ese tipo. —No actuaba como un delincuente —insistió sin fuerzas. —Pero lo era —sentenció—. Y mucho más de lo que suponíamos. Creíamos seguir a un simple camello, y te juro que pensé que de todos cuantos manteníamos vigilados en aquella operación él sería el último en conducirnos a Carmona. Y ya lo viste. Nos encontramos con la sorpresa de que también él traficaba. —Te repito que ahora es distinto. Y si no lo es me da igual —dijo como última defensa—. Quiero que dejes de vigilarnos a él y a mí. —Ya lo he hecho. Tomé esa decisión antes de que llegaras. Pero me gustaría saber qué haremos si se te vuelve a acercar. —Soy una mujer adulta. —Se levantó y se quedó un instante frente a la mesa, ocultando el temor que en realidad le inspiraba Joe—. Sé cuidarme sola. Caminó hacia la salida, con paso digno. Cuando alcanzó la puerta sintió en su espalda el roce del cuerpo de Carlos y vio su mano posarse en la madera. —Por favor —suplicó él. Miraba su cabello sin atreverse a tocarlo—. No te vayas así. Estoy intentando hacer las cosas como tú quieres. Te juro que lo estoy intentando. Soy culpable de querer protegerte. Es... —soltó una risa nerviosa—, es un vicio del que no consigo deshacerme. Ella se volvió con gesto impaciente. —Resultaría agradable si no me cuidaras con tanto celo —censuró, pero se dejó llevar por la lástima al verle preocupado—. Puedes tranquilizarte. Sigue en pie lo que te prometí. Te llamaré en cuanto crea que necesito ayuda. Pero si vuelves a causarle algún problema, yo... —No lo haré —susurró consciente al fin de que no tenía más remedio que mantenerse apartado—. Pero tampoco bajaré la guardia. No confío en él. Nunca lo hice. —Lo sé. Me quedó bastante claro entonces. —Hizo un gesto para que le permitiera salir—. Pero dejemos el pasado donde está. Ahora te ruego que no te extralimites con él. Carlos apartó el brazo y retrocedió sin ganas, inspirando el ligero aroma a azahar. —Tú mandas —musitó justo antes de que ella se girara y comenzara a alejarse. La contempló lamentando que se fuera con ese aire de tristeza y sin añadir ninguna palabra cariñosa.
8
Cuando andaban uno al lado del otro, sin rozarse, no lo hacían a la par durante mucho tiempo. Joe aceleraba, sin ser consciente de ello, y terminaba dejando atrás a Bego. Ella se aturdió la primera vez que se vio incapaz de seguirle el paso. Él le pidió perdón. Le explicó que era algo que hacía de modo reflejo. Había dado cientos de paseos en el patio de la prisión, siempre al mismo ritmo, casi siempre solo, como un cuerpo al que le hubieran incorporado un piloto automático. Tenía que estar muy pendiente para no tomar, también ahora, aquel rápido y obsesivo ritmo. Por eso, mantener el paso lento de Bego le gustaba y sentía que le hacía bien. Ella le retenía con un beso y una sonrisa cada vez que apreciaba que le rebasaba un poco. La tarde de ese sábado recorrieron la Gran Vía cubiertos por el mismo paraguas, arrullados por el golpear de la lluvia sobre la tela impermeable de suaves flores. Fue Joe quien lo sujetó, asegurándose de que a ella no le cayera ni una gota, sin importarle que él se estuviera empapando el costado izquierdo. —¿Por qué dice Rodrigo que tienes que probar la llave en casa de... —se negó a nombrarla—, de esa? —Al parecer funciona en un noventa por ciento de las cerraduras convencionales —respondió Joe—. No puedo arriesgarme a llegar allí el día, con todo preparado, y no poder abrir la puerta. Cuando consiga el paquete será para deshacerme cuanto antes de él, no para tenerlo en casa ni pasearlo de un lado a otro como un inconsciente. —¿Y si compruebas que no va? —preguntó con preocupación. —Él me enseñará otro método. Tranquila —le susurró al oído—. Conoce unos cuantos y de un modo u otro daremos con el apropiado para la cerradura que ella tenga. Bego le había pedido, incontables veces, que desistiera de esa locura. Esta vez se mordió la lengua y calló. Presentía que sus súplicas volverían a resbalar por sus oídos sordos. De haber intuido que ya se había encontrado con _____, la preocupación le hubiera llevado a insistirle sin ninguna tregua. —¿Cómo sabe tanto sobre estas cosas? —interrogó sin importarle mostrar desconfianza. —Ha tenido amigos de todas las calañas. El que se la lio con el aval bancario le enseñó los secretos de las cerraduras, a hacer el puente en un coche —sonrió recordando el comentario de Rodrigo—. Bromea diciendo que nunca se sabe cuándo vas a necesitar hacer uso de alguna de esas habilidades. Pero es un hombre legal. Eso puedo asegurártelo. Pasaban ante el edificio de la Diputación cuando ella le dijo que quería enseñarle unas botas en un escaparate. Aseguró que no las había comprado porque dudaba entre unas con cremallera delantera y otras que simulaban atarse con una hilera de pequeños botoncitos. Joe la estrechó más fuerte y le besó el cabello diciendo que estaría encantado de ayudarla en la elección, y que sería un placer hacerlo también con ropa interior si lo necesitaba. —¿Tendrías paciencia para ver cómo me pruebo un modelo tras otro? —preguntó con voz melosa. Él le revolvió el pelo con el rostro hasta encontrar su oreja, donde le susurró: —Una paciencia infinita. Bego aún reía cuando, en la plaza de Moyúa, intentó girar a la izquierda. Él la atrajo hacia sí para corregir el rumbo y continuar de frente, por el semáforo que llevaba al centro de la plaza. Se detuvieron en tierra de nadie tirando cada cual hacia un lado diferente. —Crucemos en línea recta —propuso Joe señalando el camino en medio del aburguesado jardín estilo francés que cubría el centro de la rotonda—. Hay menos gente y dejaremos de tropezar con otros paraguas. Bego miró hacia el amplio camino, trazado por setos bajos de boj, y a la fuente de agua y luz rodeada de bancos. —Sería perfecto si no fuera porque mis botas nos esperan por allí —indicó tirando de nuevo de él. Joe perdió la sonrisa cuando comprendió que «allí» era la peatonal calle Ercilla. Recordó el escaparate lleno de calzado junto al que había pasado horas vigilando la tienda de decoración. No podía volver allí en ese momento, se dijo a la vez que sujetaba contra sí a Bego para que cejara en su intento de arrastrarle. —¿Es imprescindible que las miremos hoy? —preguntó con esperanza aún de convencerla. —Tiene que ser hoy, mi amor. ¡Anda, me interesa mucho tu opinión! —Esta vez agarró la cazadora de cuero para tirar con fuerza. Riendo como una niña, salió del cerco de protección del paraguas. La lluvia comenzó a mojar su pelo negro, los hombros de su abrigo y su rostro radiante. Joe fingió sonreír mientras la observaba, la cogía de la mano y la impulsaba para retornarla a su lado. —Seguro que no has pasado entre esos macizos de flores de noche y con lluvia —susurró, seductor, ciñéndola por la cintura—. Al menos no lo has hecho conmigo. Bego apoyó la cabeza en su pecho y disfrutó de sus mimos. —Me agrada que me propongas algo tan romántico —musitó, y Joe comenzó a recuperarse del sobresalto—. Pero lo haremos después de decidir lo de mis botas —dijo alzando el rostro y dándole un sonoro beso en los labios. Él todavía la retuvo un instante. Lo último que deseaba era ver a _____ mientras llevaba a Bego del brazo, pero al parecer no podría evitarlo. Se resistió al nuevo tirón con el que ella intentó arrancarle del suelo. Finalmente dejó de insistir. Aceptó sin palabras. La estrechó por los hombros cuidando de que el paraguas la cubriera por completo y avanzó hacia Ercilla preparándose para lo que sabía que sentiría al verla. No vio las botas. No atendió a las explicaciones de Bego. Respondió con monosílabos cada vez que le pareció escuchar una pregunta. No pudo apartar los ojos de la tienda de enfrente. En el interior ya habían encendido las luces y pudo verla con claridad tras el mostrador, explicando algo a un hombre vestido con elegancia. «Sí», respondió a otra pregunta de Bego mientras contemplaba a _____ reír. «Sí», volvió a decir cuando apreció que acompañaba al cliente hasta la puerta. No tuvo fuerzas para bajar el paraguas y ocultarse. Toda su energía había desaparecido en unos minutos. La observó estrechar la mano del tipo y despedirse con una sonrisa. Y él volvió a responder con un «sí». —Gracias, mi amor —exclamó Bego—. Estaba casi segura de que elegirías esas. Joe miró hacia el escaparate y trató de centrarse, pero ya era tarde. Ni siquiera supo de qué calzado habían estado hablando. Se frotó la nuca, confuso, y observó la expresión dichosa de Bego. Ella no merecía que la tratara con aquella indiferencia. Se inclinó y la besó con suavidad en los labios para compensarla por lo que acababa de hacer, pero sobre todo para perdonarse a sí mismo. —Vamos —la oyó susurrar, y la rodeó con el brazo. Se prometió que no se volvería a mirar atrás, pero su propósito se esfumó en cuanto comenzó a alejarse. Se volvió una vez y otra. Se volvió hasta que doblaron la esquina y la tienda desapareció de su vista. Un rato después, habían cerrado el paraguas y se protegían junto al portal del piso de Bego. Ella le había pedido, de nuevo, que subiera a saludar a sus padres, a los que había visto un par de veces hacía años. En esta ocasión Joe justificó su negativa aduciendo que estaba cansado y que pasaría a verlos cualquier otro día. Bego aceptó su decisión sin protestar. Creía saber que no se sentía preparado para presentarse ante ellos como el novio de su hija. Le resultaba evidente que temía las ataduras afectivas igual que le sobrecogían las rejas físicas. Era muy consciente de todas las inseguridades que Joe había hecho suyas en la cárcel. Para él era algo mucho más complejo que ni siquiera trataba de explicarse. Además de su inseguridad y su baja autoestima, estaba el maldito tercer grado. Sabía que cualquier torpeza que cometiera le obligaría a cumplir entre muros lo que le quedaba de condena. También contaba lo que pretendía hacer para acabar con _____. Y, por qué negarlo, le coartaba sobremanera el que no fuera amor lo que sentía por Bego. No podía mirar de frente a sus padres mientras escondiera tantos sucios secretos, mientras no creyera que había dejado atrás su otra vida y que podía comenzar una nueva junto a su hija. A pesar de lo mucho que Bego insistió para que se llevara su paraguas floreado, Joe se fue sin él. No le preocupaba la lluvia, que para esa hora descendía mezclada con minúsculos copos de nieve. Caminó en dirección a Abando sin molestarse en protegerse bajo los aleros de los edificios, con las manos en los bolsillos de su cazadora y el que amenazaba con convertirse en su eterno gorro de lana. Se detuvo ante la puerta abierta de un pequeño bar casi vacío. Recordó que su padre justificaba sus borracheras diciendo que bebía para olvidar, para ahogar sus penas en grados y grados de alcohol. Se preguntó si era cierto, si alguna vez, durante algunos miserables minutos, su padre había arrinconado su desgracia hasta el punto de olvidar quién era y quiénes le necesitaban. También él había intentado olvidar sin conseguirlo. Había probado con todo, excepto con la compañía de un vaso de cualquier clase de licor. Desoyó a su sentido de la cordura y entró con decisión. Se sentó junto a la barra, en uno de los extremos, y pidió un whisky largo, sin hielo. Lo bebió deprisa, como si en verdad pretendiera emborracharse hasta no recordar cuál era su nombre. Hizo un gesto al camarero para que volviera a llenarle el vaso. Esta vez se paró a contemplar el líquido cobrizo mientras sacaba el paquete de tabaco. Prendió un cigarro y pensó en _____, en lo sucio que había jugado desde el primer momento. Si su intención había sido acostarse con él para seguirle los pasos de cerca, ¿por qué no lo hizo la primera vez que se vieron, o la segunda, o la tercera? ¿Por qué esperó hasta que él no pudo pensar en nada ni nadie que no fuera ella? Aplastó con rabia el pitillo contra el cenicero. Esa noche necesitaba algo fuerte que realmente adormeciera el cerebro. Cogió su vaso y lo bebió sin respirar. Sintió deslizarse fuego por su garganta y alcanzar el estómago. Aspiró con la boca entreabierta para contrarrestar el ardor al tiempo que pedía que le llenaran de nuevo el vaso. No reparó en la mirada inquieta del camarero ni en su gesto de duda. Apoyó los codos en el mostrador y vagó la mirada por las botellas ordenadas en las baldas de la pared. Recordó la tarde de aquel sábado, un sábado diferente. Ha decidido hacer algo para acabar con la rutina de verla una sola vez a la semana, con el castigo de echarla de menos durante siete interminables días, con la tortura de necesitarla y no tenerla nunca. La espera en la puerta del Iruña en lugar de hacerlo, como de costumbre, en el rincón del fondo. —Cambiemos el café por un paseo —le pide apenas llega, y ella acepta con su tierna sonrisa de ángel. Recorren la calle Colón de Larreátegui, pasan junto a la plaza Zabalgune, donde avista a Nick, que fuma y ríe junto a un grupo de chicos de su edad, y continúan hasta el parque Doña Casilda. Al principio caminan en silencio. Después ella comienza a hablar de cine, de películas en blanco y negro, de Casablanca. A Joe le turba andar a su lado, bien cerca, queriendo creer que a ella le ocurre lo mismo. A veces, sus manos se rozan en el espacio que queda entre los vaqueros de él y la falda de ella. Entonces se queda sin aire y durante unos minutos vuelve a reinar el silencio. Ya en el parque, la conduce por uno de los senderos que llegan hasta La Pérgola. Busca intimidad. Una intimidad no demasiado evidente ni demasiado solitaria ni demasiado oscura. Aquel pasillo circular le parece perfecto: abierto al exterior, pero con numerosas columnas que lo separan del resto del parque y un techo tejido con las ramas verdes de las glicinias. Han recorrido media galería cuando él se decide a dejar a un lado los sentimientos ficticios de las películas para hablar de otros reales. Los suyos. —Tengo que decirte algo. No es lo que dice, sino el modo susurrado y dulce en que lo dice, lo que despierta la alerta en _____. Él va a declararse, piensa, y ella no puede aceptarle por más que desee hacerlo. —¿Sobre Casablanca? —bromea fingiendo tranquilidad. Joe sonríe. Camina hacia la columna en la que ella se ha detenido. —Sabes que no. Creo que hasta intuyes de qué quiero hablarte. —Se para y la mira a los ojos—. Bromeas o cambias de conversación cada vez que trato de desnudar mis sentimientos. Por eso te he traído aquí —reconoce alzando los hombros y escondiendo las manos en los bolsillos de su cazadora—. Porque yo no puedo seguir así. —Así, ¿cómo? —pregunta aun cuando ha entendido lo que dice y cuando lo único que desea hacer es acercarse a él y besar la sonrisa torpe que dibuja su boca. —Así, como hasta ahora —indica sin dejar de mirarla—. Viéndote unas horas cada sábado y muriendo el resto de la semana por no saber dónde estás o si volverás a nuestra siguiente cita. —¿Desconfías de mí? —pregunta apoyando la espalda sobre las rugosas ramas de la glicinia que ascienden rodeando la columna. —Confío en ti —susurra avanzando de nuevo hasta rozarla con su aliento—. Pero me vuelvo un maldito paranoico cuando no puedo verte. Y son demasiados los días que me privas de tu presencia. También ella se priva de la suya, piensa _____, que le cuesta la vida vigilarle cada día a distancia sin ceder a la tentación de acercarse. Verse con él de vez en cuando ya es un alto riesgo que no debería estar corriendo. —Tal vez podamos quedar también a mitad de semana... —comienza a proponer con inconsciencia. —No me has entendido. O tal vez sí. —Ladea el rostro con un gesto de complicidad—. Quiero verte los lunes, los martes, los miércoles... Quiero verte todos los días del resto de mi vida. Ella sonríe y se retira el pelo sujetándolo tras la oreja. Tiembla de arriba abajo. Se aplasta contra la columna a pesar de que hace rato siente que se le clavan en la espalda las ásperas ramas de la enredadera. —¿No estás...? —Se le escapa una risa temblorosa—. ¿No estás corriendo demasiado? —Sí. Puede que tengas razón —reconoce—. Pero es que tú vas tan despacio que me atormentas. —Yo creo que... estamos bien así —musita con el corazón palpitándole en la garganta. —No —susurra traspasándola con los ojos—. No. No estamos bien. Yo no estoy bien —precisa—. Necesito verte más, pero sobre todo necesito saber si sientes algo por mí. —Me gusta estar contigo —dice bajando y ocultándole la mirada. —¿Solo eso? —Coloca las yemas de dos dedos bajo su barbilla y la alza con suavidad. Le parece que sus ojos grises titilan como estrellas—. Entonces son mis ganas las que me hacen ver ese brillo en tus ojos cuando me miras. —Sus palabras suenan como un susurro tenue—. Son mis ganas las que me hacen verte temblar cuando te rozo, como veo que tiemblas ahora. Son mis ganas las que me dicen que a veces te quedas sin voz, que te vibra la risa, que se te encienden las mejillas. Son mis ganas de descubrir cualquier detalle que me indique que sientes algo por mí. Son mis ganas de ver lo que no existe las que me están volviendo loco. _____ se queda inmóvil, imaginando que extiende los brazos y se cuelga de su cuello diciéndole que le ama, que es el hombre más maravilloso que ha conocido y que le amará por toda la eternidad. En cambio, con voz apagada dice lo que a ella misma le parece una estupidez. —Tenemos... una bonita amistad. No la mezclemos con cosas que puedan estropearla. Joe apoya la mano en el borde de ladrillos rojos, sobre la cabeza de _____. Sigue con la mirada la cenefa azul que surca por el centro de la columna, desde la base hasta el techo de ramas y hojas, tratando de recuperarse de la herida que le ha abierto lo de «bonita amistad». —No necesito más amigas —musita volviendo su atención a _____—. Y desde luego no necesito tener como amiga a la mujer que me roba el sueño. —Pues, no... —traga saliva y clava los dedos en la correa de su bolso—, no se me ocurre otra solución. —¿De verdad no hay sitio para mí en tu vida? —susurra tan cerca de ella que puede escucharla respirar. —No lo sé —dice sin atreverse a mirarle—. De verdad que no lo sé. —Coge aire y lo expele despacio por la boca entreabierta. —¿Qué pasa? —pregunta intranquilo—. Dime qué temes. —Ella le escucha en silencio—. A veces presiento que hay algo en mí que te provoca desconfianza. Dímelo. Déjame saber qué te preocupa y yo aclararé tus dudas. «Ahora o nunca», piensa _____. Pero no se atreve. Por más que quiere negárselo, él sigue siendo un trabajo. No puede confesarle que es policía ni hablarle de la operación en la que está participando. Ya son suficientes las normas que ha incumplido para estar cerca de él. —No estaría aquí, contigo, si no creyera en ti —reconoce con timidez—. Pero... tengo miedo de que esto no salga bien. —¡¿De que no salga bien?! —exclama con alivio—. ¿Y cómo lo sabrás si no te arriesgas? Te amo. Te amo como jamás pensé que llegaría a amar a nadie. Tuviste que aparecer en mi vida para enseñarme que el amor no era lo que yo creía, sino esto que estoy sintiendo por ti. —¿Qué sientes por mí? —pregunta tan esperanzada como temerosa. —No es fácil de explicar con palabras. —Peina con dedos torpes su melena clara—. Me falta el aire cuando te veo llegar y siento que muero cuando te despides. Estás en mi pensamiento cada segundo del día y en mis sueños durante todas las noches. Daría... —suspira mirándola a los ojos—, daría la mitad de mi vida si con ello pudiera asegurarme de que pasaría la otra media contigo. Una felicidad enorme e inquieta se instala en el pecho de _____, que siente que le abandonan las fuerzas. Despide el aire de un único golpe, como si hasta su aliento hubiera escapado de su control. Que Joe la ame de esa forma la llena de dicha, pero también de un racional y justificado miedo. —Me asustas —confiesa aun cuando no puede revelarle todos sus motivos—. Quien es capaz de amar con esa intensidad, puede odiar de la misma manera. —Yo no odio. No he odiado ni odiaré jamás a nadie. Además —dice riendo—, necesito todas mis fuerzas para amarte. Te aseguro que no soy un tipo peligroso. —No —manifiesta ella, tan bajo que parece que se lo dice a sí misma—. No creo que lo seas. —Entonces, ¿cuál es el problema? —musita al tiempo que le roza los mechones que le descansan en la sien—. Si me lo dices tal vez pueda solucionarlo. —Puede que ninguno —reconoce con una sonrisa tímida. Joe percibe su flaqueza igual que a veces nota sus dudas. Contiene el aliento mientras desliza los dedos por la finura del cabello hasta alcanzarle el hombro. —Me muero por besarte —susurra acercándose hasta que ni el aire puede circular entre su cuerpo y el de ella—. ¿Me das tu permiso? —_____ duda con sus últimas fuerzas—. ¿Puedo? —vuelve a preguntar con un suave hilo de voz. Se inclina despacio al verla suspirar. Le roza los labios con los suyos. No puede discernir quién de los dos tiembla con más intensidad. Tal vez él mismo, se dice cuando no puede mantener las manos firmes al rozar la suave piel de su cuello, al internar los dedos por el nacimiento de su pelo castaño, al acariciarle con los pulgares las mejillas, al sujetarle el rostro para besarla con toda la ternura que puede reunir para que ella no quiera separarse nunca de él. No la suelta hasta que se queda sin aire, hasta que el deseo le encoge el estómago y el corazón le golpea el pecho como si le faltara espacio. —Te quiero —musita _____, vencida, cuando se mira en sus ojos castaños que brillan tan emocionados como los suyos. Esta vez es ella quien busca sus labios. Le coge de las solapas de la cazadora y lo atrae hacia sí. En ese momento todos sus temores desaparecen. Solo están él, ella y la verdad que le confesará en cuanto encuentre el momento apropiado. De nuevo la falta de aliento les obliga a separarse. Joe toma la mano de _____ y la posa sobre su corazón, que sigue acometiendo con fuerza en busca de una morada más amplia. —Esto es por ti —susurra adorándola con los ojos—. Late solo por ti y se detendrá si algún día dejas de amarme. Joe golpeó con el puño cerrado sobre la madera de la barra del bar mientras recordaba aquella maldita frase: «Se detendrá si algún día dejas de amarme.» ¡Como si ella le hubiera amado alguna vez! se dijo al tiempo que bajaba los ojos y se encontraba con que le habían rellenado su vaso de whisky. Lo observó unos instantes preguntándose cuántos de ellos serían necesarios para adormecer por completo el cerebro de un hombre. «Se detendrá si algún día dejas de amarme», musitó en aquel mismo instante _____ mientras rozaba las hojas de glicinia dibujadas en una de las piezas de tela. Se había quedado sola en la trastienda, ordenando tejidos, y había vuelto a recordar el momento en el que Joe se le declaró. Lo hacía a menudo. Pensaba en sus dulces palabras de amor y se preguntaba si un corazón podría dejar de latir al sentirse traicionado. Ahora, tras su encuentro, sabía que el corazón de Joe se había revestido de una infranqueable capa fría y dura, y le dolía asumir que lo hubiera hecho en el momento en el que dejó de quererla y comenzó a odiarla.
Oculta por la penumbra de su habitación, _____ respiraba con dificultad junto a la ventana. Vigilaba los movimientos de una figura oscura sentada en un banco del parque. Lo había descubierto al regresar del trabajo acompañada por Carlos. Se le había congelado la sangre cuando lo reconoció a pesar de que solo pudo apreciar su espalda. Le costó continuar la conversación y reír las bromas, pero la necesidad de que él no advirtiera la presencia de Joe la ayudó. Comprendía que el comisario no miraba hacia los lados por no alterarla, y temía que volviera a hacerlo en cuanto se quedara solo. Mientras forzaba la sonrisa calibró el peligro de que le viera. Se encontraba al otro lado del parque, frente a la barandilla que separa el paseo de la ría. Además, nevaba de forma copiosa, lo que dificultaba la visión de la sombra inmóvil. Demoró cuanto pudo el momento de despedirse y al final lo hizo con prisa. Fue al advertir que Joe se reclinaba hacia un lado, despacio, dejándose caer en la superficie del banco. Lo vio desaparecer tras el respaldo y pensó que en aquel momento nadie, ni siquiera Carlos, podría verlo. Subió a casa con un escalofrío apremiándola por la espalda. En el ascensor pulsó sin cesar el botón de la segunda planta, como si no supiera que no por eso iba a ascender a mayor velocidad. Entró en el piso a la carrera y se precipitó hacia la ventana para asegurarse de que Carlos se alejaba y comprobar si Joe continuaba en el mismo lugar. Después de una hora también ella seguía allí, quieta y con el abrigo aún puesto. Los pocos movimientos que había advertido en Joe la tenían confundida. Se había enderezado y asegurado contra el respaldo. Un rato después había oscilado hacia los lados de forma extraña, y se había inclinado hacia delante hasta apoyar el cuerpo sobre sus piernas. Y desde entonces, nada. Ni un signo que indicara que seguía estando vivo. Una fina capa de nieve cubría su gorro de lana y la espalda de su cazadora negra, como si formaran parte del paisaje. Sobresaltada, se hizo a un lado cuando le vio erguirse. Se sujetó el corazón con la mano y trató de tranquilizarse. Él no podía verla desde esa distancia, sobre todo estando la casa a oscuras. Volvió a pegarse al cristal. Joe se había levantado y caminaba con paso vacilante hacia la barandilla. Al parecer no dominaba bien los movimientos de su cuerpo. El corazón de _____ se comprimió hasta dolerle al advertir que tenía toda la apariencia de estar herido. En apenas tres metros dio bandazos hacia uno y otro lado sin demasiado control. No pudo respirar con alivio cuando le vio alcanzar uno de los balaustres de hierro y agarrarse a él. Estaba junto a las oscuras y frías aguas de la ría y sus gestos seguían mostrando una alarmante inestabilidad. Salió de casa con la presteza con la que el aire escapa de un suspiro, pulsó el botón de llamada del ascensor pero corrió escaleras abajo. En el exterior seguía nevando con derroche. Miles de copos danzaban bajo la luz de las farolas y cambiaban de pronto de dirección como orquestados por el ritmo de ese vals vienés. Pero ella avanzó deprisa, con los ojos clavados en la silueta amada que se dibujaba contra la baranda pintada en blanco. Detuvo la carrera al alcanzar el paseo. Contempló la espalda vencida y desgarbada de Joe, y su preocupación se convirtió en dolorosa pena. Dominó el deseo de llamarlo por su nombre. Con la emoción humedeciéndole los ojos, introdujo las manos en los bolsillos de su abrigo y avanzó unos pasos en silencio. Los pies de Joe tropezaron entre sí y su mano se escurrió del apoyo. _____ extendió los brazos y se precipitó en su ayuda. No llegó a tocarlo. Se detuvo al ver que con un nuevo traspié él recuperaba su frágil estabilidad y se giraba para sujetarse, esta vez, con su mano diestra. En ese momento la asaltó un fuerte olor a alcohol. Estaba borracho, borracho hasta casi perder el sentido. Joe la miró sorprendido. Pensó en que había pasado horas bebiendo por su causa, para sacársela del pensamiento, para olvidar el día en que se enamoró de ella. Había metido en su cuerpo, de un golpe, más alcohol del que había tomado desde que estaba en libertad y ahora ella estaba allí, ante él. Sonrió resignado al reconocer que se le daba mal beber, se le daba mal olvidar, se le daba mal alejarse de quien le hacía mal. —Tú... —Intentó señalarla con el dedo—. ¿Vienes a contemplar tu obra? _____ bajó los brazos y se encogió dentro de su abrigo. Verlo de ese modo le partió el alma. No era solo la profunda embriaguez y el aturdimiento que asomaba tras su desganada sonrisa. Era la tristeza y la desesperanza de sus ojos castaños que ya había visto en otra ocasión, en la cárcel, tras el grueso cristal que les separaba cuando él la echó de su lado. —Aléjate de ahí, por favor —le rogó con suavidad—. Es peligroso. Joe entrecerró los ojos para tratar de enfocarla, pero ella se movía y, sin cesar, se le convertía en dos. Trató de descifrar lo que le había dicho. Lo había escuchado con claridad, pero su cerebro no le dio sentido a ninguna de esas palabras. Entonces cayó en la cuenta de que estaba demasiado ebrio. Dio un paso en busca de la seguridad del banco que acababa de abandonar. Todo volvió a darle vueltas. Retrocedió, bajó los párpados y se sujetó de nuevo al balaustre. —Vete —pidió consciente por un segundo de su terrible estado—. Este espectáculo no... no es para ti. —Por favor —insistió temerosa de que su inestabilidad acabara arrojándole a la ría—. Aquí no estás bien. Vete a casa. —¿A qué casa?... Yo no... tengo casa. —La miró, pero sus enrojecidos ojos no consiguieron centrar la imagen—. Yo no tengo... nada. Sus palabras la hirieron más que todas las ofensas que le había dedicado en los últimos días. Ella sabía muy bien todo cuanto había perdido, siempre se sentiría culpable por eso. —Sé que estás viviendo fuera de Bilbao —pronunció despacio—. Por favor, trata de recordar dónde. Yo puedo llevarte hasta allí. Joe no la escuchó. Todo giraba a su alrededor: los árboles, las farolas, los edificios del fondo, el banco que pretendía alcanzar para sentirse seguro. Soltó el soporte de hierro y arrastró los pies sobre el suelo, que se movía como la cubierta de un barco en aguas violentas. Con el corazón encogido, _____ le siguió dispuesta a sujetarle si llegaba a perder por completo el equilibrio. Pero no hizo falta. Tras algunos tropiezos él consiguió sentarse y abandonarse contra el respaldo. —¿Todavía e... estás aquí? —preguntó cuándo volvió a mirarla con los ojos entrecerrados. —No voy a dejarte solo —declaró con firmeza, parada ante él—. Cogeré el coche y te llevaré a tu casa. —¿Quién de los dos ha... ha bebido más? —dijo en medio de una risa torpe y descontrolada—. Te he dicho que no te... tengo casa, que no tengo a... a nadie. —Su rostro cambió y volvieron a humedecerse sus ojos—. Tengo a Bego... —rectificó como si la hubiera recordado de pronto—. Ella me quiere de verdad... pero yo... yo sigo... «Bego», repitió _____ para sí. La recordaba bien. Una bella mujer que nunca pudo disimular los celos que la devoraban cada vez que la veía con Joe. Después de tanto tiempo, ahora era ella quien sentía una punzada de celos atravesándole el alma. Derrotado por un profundo mareo, Joe hundió los hombros, apoyó los codos en sus piernas y dejó caer la cabeza. _____ se agachó frente a él. Deseó acariciarle su corto pelo café, deseó rozarle la barbilla y alzarle el rostro, deseó decirle lo importante que él era para ella. Pero trató de mirarle a los ojos sin rozarle siquiera. —¿Dónde vive Bego? —dijo con lentitud para hacerse entender. Él no la escuchó. Volvió a estar perdido en algún punto impreciso de su memoria. Tenía momentos de absoluto aturdimiento en los que olvidaba quién era y dónde estaba. En otros le volvía una conciencia amarga, torpe y dolorosa. —¿Sabes lo que... es perderlo todo y acabar encerrado en una... una...? ¿Cómo se llama...? —preguntó de pronto con voz insegura y pastosa—. Es como si algo... hubiera ocupado mi sitio. Yo necesito... —Apretó los párpados al sentir que el suelo se movía bajo sus pies—. Necesito que mi... mi mundo vuelva a ser como era antes. Un viento helado revolvió la melena de _____ y un grueso mechón le cayó hacia el rostro. No lo apartó. Tenía toda su atención puesta en Joe y sus labios, amoratados por el frío. Se emocionó al posar con cuidado los dedos sobre una de sus rodillas. Presionó con suavidad intentando que le prestara atención. —Por favor, trata de centrarte y piensa en Bego —le pidió con ternura—. ¿Recuerdas dónde está su casa? Es posible que estés viviendo con ella. Él la miró igual que si la acabara de descubrir; recorrió cada uno de sus rasgos como si la estuviera dibujando en su pensamiento. —No —respondió con una conmovedora sonrisa—. Con Bego no. Con Bego no... Cómo podría... —Sus dedos temblaron al rozarle el mechón y apartarlo con torpeza de su frente—. Llevo años intentando odiarte... Y te... te odio... —farfulló al tiempo que su mirada se enternecía—. Te odio y te amo, _____. Te odio y te amo... y eso... —Gimió como un niño asustado y se dejó caer de nuevo, apoyando el peso del cuerpo sobre sus piernas. _____ se quedó sin oxígeno en los pulmones. Todo desapareció a su alrededor. El mundo entero dejó de existir. Solo quedaban Joe, sentado en ese banco, y ella, que le miraba a través de los mullidos copos que se habían quedado suspendidos en el aire, como el rodar del tiempo. La felicidad por lo que había escuchado le expandía el corazón hasta no caberle en el pecho. Él la amaba. La amaba a pesar de su absoluto sufrimiento, a pesar de haberlo perdido todo por su causa. «Te amo más que a mi vida», le había dicho incontables veces, y había sido cierto. Tan cierto que ni aun odiándola como la odiaba había dejado de quererla. Se llevó la mano al pecho y se obligó a contenerse. No podía abrazarle como deseaba, ni pedirle perdón como deseaba, ni hablarle de su amor como deseaba. No era Joe quien se había confesado sino su alma, a la que volvería a amordazar en el instante en que se sintiera sobrio. Joe murmuró algo del todo ininteligible y se dejó caer de lado, sobre la superficie fría del banco. _____ se puso en pie con rapidez. Le preocupaba que de un instante a otro pudiera quedarse dormido y ella fuera incapaz de despertarle. —No hagas eso —rogó con voz trémula—. Estás borracho. Tu cuerpo no regula bien la temperatura. —Le agarró por las solapas y pugnó hasta volver a erguirle contra el respaldo—. Si te quedas aquí te cubrirá la nieve y mañana te encontrarán muerto. —¿Y qué te importa? —protestó apartándola torpemente—. No eres mi madre —añadió con la rebeldía propia de un niño. —Soy alguien que se preocupa por ti —dijo con ternura, resistiéndose a hacerse a un lado. Joe intentó señalarla de nuevo con su vacilante dedo índice. Lo dejó caer de golpe. Su mirada distraída indicó que había vuelto a perderse. —Corto árboles... —balbuceó como si lo hiciera sin ningún sentido—. Asesino árboles... Iré al infierno por... por eso. —Expulsó el aire con un gesto de agotamiento, cerró los ojos y trató de tumbarse de nuevo en el banco. _____ le cogió del hombro haciendo acopio de fuerzas para tratar de enderezarlo. —Intenta ponerte en pie y ven conmigo —le rogó con suavidad y paciencia—. Te llevaré a casa. —No me... toques —murmuró—. Aquí estoy bien... estoy bien —repitió con voz vaga mientras se acomodaba sobre los listones cubiertos de nieve. _____ se tapó el rostro con las manos. Iba a resultar imposible sacarlo de allí si él no accedía a acompañarla. Suspiró con vigor antes de volver a mirarlo. Era un hombre derrotado al que amaba con toda su alma. Le tocó el hombro de nuevo y le zarandeó con suavidad. Él abrió los ojos enrojecidos y extenuados. —Bego está ahí —mintió para que cooperara—. Solo tenemos que cruzar los jardines y la carretera, y la verás. Te espera para llevarte a casa. —¿Bego...? —repitió sin saber de quién hablaban. —Sí, Bego. Ella te quiere, ¿recuerdas? —preguntó con cariño. Una hermosa sonrisa se formó en el rostro de Joe mientras asentía con la cabeza. Trató de levantarse, pero no encontró fuerzas. —Estoy un... un poco mareado... solo un poco... Algo... algo me ha sentado mal. —Lo sé —susurró mientras aguantaba las lágrimas que en su interior se deslizaban hirientes—. Yo te ayudaré a llegar donde te espera. —Volvió a mentir, y se sintió miserable por engañarle cuando estaba tan indefenso—. Pero tienes que ayudarme porque yo sola no podré contigo. Tenemos que caminar un poco. Joe la miró agradecido. —Te amo. —Su rostro se dulcificó al decirlo—. Te odio y te amo... mujer sin corazón.
Ahí está girls. =) Sorry si hay un error, perdonenme esque no revisé el cap. Tenía prisa, peor no podía dejarlas sin cap tanto tiempo.
Gracias por leer.
IrennIsDreaMy Casada Con
Cantidad de envíos : 1250 Edad : 30 Localización : On the Other Side of the Door with Taylor Swift and Joe Jonas <3 Fecha de inscripción : 21/01/2012
Tema: Re: Antes Y Después de Odiarte (Joe &__) I [Terminada] Julio 4th 2012, 11:00
OMG me has hecho llorar y parezco un panda con todo el rimel corrido...no quiero ni mirarme al espejo jopee es demasiado tiernaaa Siguelaa por fa
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Tema: Re: Antes Y Después de Odiarte (Joe &__) I [Terminada] Julio 6th 2012, 15:05
IrennIsDreaMy escribió:
OMG me has hecho llorar y parezco un panda con todo el rimel corrido...no quiero ni mirarme al espejo jopee es demasiado tiernaaa Siguelaa por fa
Oh! Ire, te entiendo, ese cap fue lo más. Y tan asdfgyuhjik, simplemente te deja sin aliento. Jajajá y seguro que no pareces un panda, hermosa. =) Ahora la sigo Y sorry por la tardanza.
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Tema: Re: Antes Y Después de Odiarte (Joe &__) I [Terminada] Julio 6th 2012, 15:30
Continuación
«Mujer sin corazón», se repitió _____ mientras le pedía que le pasara el brazo por el hombro y le ayudaba a levantarse. Ojalá tuviera razón, pensó, y le desapareciera ese corazón en el que guardaba y guardaría siempre más amor y sufrimiento del que se sentía capaz de soportar. No habían dado tres pasos cuando Joe ya había olvidado a Bego. Pero siguió andando. Se dejó llevar como un niño grande y confiado, sin ninguna conciencia de lo que hacía. No les resultó fácil atravesar los jardines y alcanzar el paso de peatones para cruzar la calle. Joe hacía lo posible por mantenerse en pie, pero era ella quien soportaba su peso y equilibraba, cada vez que se iban hacia los lados, para no acabar en el suelo. Además, los momentos en los que él parecía estar más consciente hacía cosas infantiles como pararse y mirar al cielo para que la nieve le cayera sobre el rostro. Reía y la invitaba a que no fuera tan estirada e hiciera lo mismo. A pesar de la carga y de lo ridículo de la situación, _____ se relajó. Le resultaba agradable tenerlo cerca sin que la tratara con odio; era agradable escucharlo reír, aunque fuera de modo torpe y pastoso; era agradable sentir su aliento, por mucho que este apestara a alcohol. —Me gusta cómo hueles —dijo él, con la nariz pegada a su cuello, justo cuando terminaron de cruzar la carretera. —Tú también hueles muy bien —le respondió ella con una sonrisa de felicidad. Ese era su Joe en estado puro, sin dolor, sin corazas, sin odios, aunque con una borrachera indecente. Después de la hazaña de acceder al portal y entrar al ascensor sin que él se desplomara, la cosa cambió. Joe dejó de balbucear palabras con sentido en medio de otras ininteligibles. Se sumió en el sopor y sus esfuerzos por mantenerse en pie fueron menos eficaces. _____ tuvo que emplearse a fondo para que no se le escapara de los brazos mientras abría la puerta del piso y le conducía hasta la cocina. Le ayudó como pudo a sentarse en una silla. Quería hacer un café bien cargado que le despejara, pero pronto se dio cuenta de que no podía dejarlo solo. Ya no tenía ninguna estabilidad y en cuanto trataba de soltarlo se escurría hacia alguno de los lados con riesgo de acabar estrellado contra el suelo. Sin pérdida de tiempo, por si se le desvanecía por completo, abrió la cremallera de su cazadora y la echó hacia atrás desrizándosela por los brazos y dejándola caer en el respaldo de la silla. Le quitó el gorro empapado y lo dejó sobre la mesa. No pudo evitar pasar la mano sobre el corto cabello café ahora que él estaba indefenso y ausente. Se le encogió el alma y se le desataron las lágrimas al acariciarle por primera vez en años; por primera y última vez en años. Él dejó caer la cabeza hacia ella hasta apoyarla contra su vientre sin decir ni una palabra; ya no le quedaban fuerzas. _____ lo estrechó contra sí mientras una emocionada pena le destrozaba el corazón que Joe aseguraba que no tenía. Cargó con él por el pasillo hasta su habitación y lo acostó con cuidado sobre la cama sin deshacer. Le quitó las botas y le cubrió hasta el cuello con una colcha tejida con lanas de colores. —Mujer sin corazón —volvió a balbucir él desde la inconsciencia, y _____ soltó el cobertor sintiéndose morir por dentro. Inclinada sobre la cama aguardó un poco por si continuaba hablando, pero el movimiento acompasado de su pecho le indicó que se había sumergido en el mundo de los sueños. Los copos se estrellaban con suavidad contra el cristal de la ventana, como pidiendo permiso para entrar. Con una dolorosa sensación entretejiéndose en el pecho, ella se acercó y observó a lo lejos el banco en el que había descubierto a Joe. Una delicada capa de nieve revestía los listones de madera mientras él descansaba ahora en la cama. Corrió las cortinas para que no le despertara la luz cuando llegara el amanecer, y lo contempló desde allí. Tenía el rostro relajado y tierno que ella recordaba. El del hombre adorable que le leía los posos del café; el que la dibujaba en sus cuadernos; el que movía las letras imantadas que ella tenía en su frigorífico; el que reía llevándola de la mano por las calles; el que le juraba que la amaba más que al aire, más que al sol, más que a la vida misma. Suspiró acongojada y se acercó a la cómoda. Abrió con cuidado uno de los cajones y sacó dos de los muchos informes que había atesorado durante los últimos años. Quería repasar aquellos documentos, volver a leer sobre las secuelas que un encarcelamiento de más de dos o tres años deja en una persona. Tal y como había presentido, había identificado muchas de ellas en Joe durante las tres veces que le había visto, pero sobre todo en esta última en la que lo encontró desprovisto de corazas. Y ella se sentía tan culpable como impotente. Allí mismo, de pie, abrió el primero de los informes. Estaba realizado por un profesor titular de la Facultad de Psicología de Madrid. Algunas palabras parecieron despegarse del papel para llamar su atención: «Todo lo vive con una gran ansiedad. No encaja en su propio mundo; siente que ha perdido su sitio. El silencio le abruma. Alteraciones del sueño. Dificultad para elaborar un proyecto de futuro. Dificultad para establecer relaciones. Dificultad para asumir el protagonismo de su vida. Necesidad de proteger sus sentimientos. Necesidad de amar.» Dificultad, dificultad... Necesidad, necesidad... Sintió que se ahogaba. Lo cerró y trató de serenarse mirando a Joe. Verlo acostado en su cama la inundaba de ternura, pero también de temor al pensar en el momento en el que abriera los ojos y se encontrara allí. ¿Recordaría algo de lo que había dicho? ¿Recordaría haberle confesado que la amaba? «Los borrachos y los niños dicen siempre la verdad.» Se preguntó qué había de cierto en aquella manida frase. Sabía que el alcohol desnuda el alma y hace aflorar los sentimientos. Inhibe la parte del cerebro que es capaz de crear, de inventar, de mentir. Por lo tanto, no era descabellado pensar que cuando alguien ebrio abre la boca, de ella solo pueden salir verdades. ... y él había asegurado amarla. Le había confesado el secreto que escondía bajo sus capas de hostilidad, de cinismo, de dolor. Le había abierto su corazón sin ser consciente de que lo hacía. Dejó los informes sobre la cómoda. Se acercó de nuevo a la cama y se sentó en el borde. Lo hizo con cuidado aun sabiendo que ni un terremoto podría despertarlo. Apartó un poco la colcha de lana. La mano izquierda destacaba, inerte, sobre la blancura del edredón. Contuvo el aliento y se atrevió a rozarle los largos y delgados dedos con las yemas de los suyos. Una oleada de sensaciones le recorrió el cuerpo para ir a clavársele en el alma. ¡Había acariciado tantas veces esas manos y tantas veces esas manos la habían acariciado a ella! La habían peinado, la habían vestido, la habían desvestido. Las había visto trazar hermosos dibujos. No pudo contener las lágrimas. Cuando las sintió correr por sus mejillas reparó en que tampoco necesitaba ocultarlas. Él estaba allí, pero no la vería. Podía llorar cuanto quisiera. Podía mirarle cuanto quisiera. Y también podía tumbarse junto a él y escucharle respirar durante toda la noche. Se tendió en un lado de la cama, con tiento, y se volvió de costado. Contempló su hermoso perfil mientras volvía a rozar su mano. Nunca pensó que volvería a tenerlo así, tan cerca. Sentía que estaba ante un increíble e inesperado regalo y lo iba a aceptar. Solo tenía que asegurarse de no quedarse dormida.
9
Despertó con un terrible dolor de cabeza que no le permitía abrir los ojos. Se sentía como si una manada de elefantes circulara por su cerebro después de que le hubiera pateado todo el cuerpo. Trató de recordar qué había hecho el día anterior, dónde se había llevado aquella monumental paliza que le tenía molido. Le llegó la imagen de un vaso de whisky, la de un camarero negándose a servirle una copa más y la de él mismo respondiendo que si lo que temía era que no le pagara una vez que estuviera borracho, se quedara con su billetera mientras él bebía. El dolor le traspasó hasta alcanzarle el alma cuando le llegó el olor a azahar. Lo percibió con más intensidad que ninguna de las mañanas en que había pensado en ella. Esta vez resultó tan real que sintió que la tenía al lado, entre las sábanas. Abrió los ojos con cautela, como si temiera que el más leve movimiento pudiera romperle. Volvió a cerrarlos, convencido de que el alcohol que aún circulaba por sus venas le estaba jugando una mala pasada. Recordó aquella habitación, las paredes blancas con pequeñas flores azules, el mullido edredón blanco... y a ella, con el cabello revuelto sobre la almohada, dándole los buenos días con ojos somnolientos, emanando el dulce aroma que ahora le envolvía como entonces. Suspiró con fuerza y se juró que no volvería a emborracharse. La resaca hacía que los recuerdos resultaran tan vivos que dolían con la intensidad de lo físico. Volvió a abrir los ojos. Inmóvil, observó el cuarto. No; esa visión no se la provocaba ni la resaca ni la intensidad de un recuerdo. Lo que veía era real, lo que detectaba su olfato era real. Lo irreal era que él estuviera en la cama de _____. Le recorrió un estremecimiento. ¿Qué había hecho esa noche? ¿De qué tendría que arrepentirse esa mañana? Abandonó el lecho de un salto y sintió que el dolor le resquebrajaba el cerebro. Se sentó en el borde del colchón, apoyó los codos en las rodillas y presionó los dedos sobre sus sienes. Nunca imaginó que los restos de una borrachera pudieran martirizar de ese modo tan preciso. Lo merecía, pensó avergonzándose de sí mismo. Merecía esa enorme pesadez por estúpido, por haber caído en lo que siempre aborreció de su padre. De nuevo generó fuerzas para levantarse. Descubrió sus botas junto a la puerta. Se las puso y ató los cordones con lentitud, tratando de tranquilizarse antes de enfrentarse a ella. Si hubiera podido elegir se habría esfumado por la ventana, como un ladrón, para no descubrir qué motivo le había llevado hasta esa casa y esa habitación. La encontró en la cocina manipulando la cafetera. Parado en el quicio de la puerta, observó el cabello que le caía desordenado sobre la espalda, su camiseta azul celeste, sus vaqueros gastados y los gruesos calcetines blancos que llevaba en lugar de zapatillas. Seguía teniendo el mismo aspecto adorable que un día le robó el corazón. Recordó las mañanas en las que era él quien se levantaba, dejándola dormida, y preparaba el desayuno para dos; para los dos. Miró hacia el frigorífico. Después de más de cuatro años la palabra «Tsamoha» continuaba allí, formada por letras imantadas de colores brillantes. En el pasado le había gustado moverlas para que ella encontrara su mensaje al despertar. Apartaba a un lado la s y la h, giraba boca abajo una a para convertirla en una e, y escribía «Te amo». Era una de las muchas formas que tenía de decirle que ella era toda su vida cuando en verdad era su vida. Ahora esa mujer representaba su mayor tormento. Contrajo los dedos hasta convertirlos en dos puños crispados mientras todos los músculos de su cuerpo se tensaban. —¿Dónde has dormido? Ella se sobresaltó. La cafetera se desprendió de sus manos y golpeó la encimera de granito. Se había estado preparando para ese momento. Había pensado en la sorpresa de Joe al despertar allí, había imaginado las explicaciones que le pediría. Incluso, inocentemente, había ensayado algunas respuestas. Pero esa pregunta la desconcertó; el tono exigente y brusco con el que la hizo la dejó sin ánimo para responder. —¿El tiempo te ha convertido en una maleducada? —preguntó ante su quietud—. Tal vez siempre lo fuiste, pero conmigo te tocó hacer el papel de mujer amable y dulce. ¿Quieres contestarme? —insistió sin moverse—. ¿En qué cama has dormido? _____ se volvió despacio. Antes de que él apareciera se había repetido que no debía temerle, que nunca le haría daño. Se había dicho que el odio que le demostraba no era real; al menos no todo lo real que aparentaba. Pero ahora Joe estaba allí, haciendo alarde de toda su rudeza, y aunque ella no sintió miedo volvió a notarse vulnerable. —En la que era de mis padres —respondió con timidez. Le aturdía verle allí, en su casa, saliendo de su habitación con la camiseta arrugada y el rostro fatigado, como muchas dulces mañanas que nunca olvidaría. Joe tomó aire con suavidad, tratando de no mostrar su inmenso alivio. Solo entonces entró, despacio, y se detuvo junto a la silla de la que pendía su cazadora. Quería salir de allí cuanto antes. No se sentía tan seguro de sí mismo como otras veces. Estar en esa casa le aceleraba el corazón, debilitaba su fortaleza y su odio. No podía enfrentarse a esa mujer donde sabía que tenía asegurada la derrota. La miró de nuevo. Le pareció que el tiempo no había pasado por ella. Estaba igual de hermosa. Tal vez más. Sí, decidió con rabia, estaba más mujer, más hermosa, más deseable. —¿Qué hago aquí? —dijo con arranque, apretando los dientes hasta que el suplicio de la jaqueca se le hizo insoportable. —Estabas borracho, en los jardines de ahí enfrente. —Sus ojos se dirigieron un instante hacia la ventana. Entender que Joe no terminaba de recordar lo ocurrido la noche anterior la había dejado más tranquila. Pensaba que sería más sencillo para los dos si él creía que su secreto seguía estando a salvo. —No es eso lo que te he preguntado —razonó con frialdad—. ¿Cómo he llegado aquí? _____ no recordó ninguno de los razonamientos que había ensayado. Alzó los hombros aceptando su culpa y su voz vibró al responder con la semilla verdad. —Yo te traje. —¿Te pedí ayuda? —la interrumpió apoyando las manos en el respaldo de la silla y sin dejar de atravesarla con la frialdad de sus cansados ojos castaños. Ella suspiró nerviosa. —En la situación en la que tú estabas no se suele solicitar... —Así que no te pedí ayuda —dijo con sarcasmo—. Y, por supuesto, tampoco pedí que me dejaras dormir en tu casa, ¿verdad? —Ella negó silenciosa—. Entonces, ¿qué cojones hago aquí? La maleducada forma de hacer la pregunta hizo mella en el alma de _____. Comenzaba a sospechar que cuanto más herido e inseguro se sentía, más déspota se mostraba con ella. —Había una temperatura muy baja, estaba nevando. —Se abrazó a sí misma, como si el frío le naciera a ella de dentro—. Ibas a pasar la noche tumbado en el banco. Habrías muerto. Joe sacudió la cabeza despacio. Hasta el más leve movimiento aumentaba el terrible dolor que llevaba encajado entre las sienes y la nuca. —¿Haces estas cosas con cualquiera al que encuentras tirado en la calle o lo mío ha sido un acto especial? —aguardó, pero ella siguió mirándole sin responder—. ¡Contesta, maldita sea! ¡Si tanto te gusta jugar a la buena samaritana deberías unirte a una ONG en lugar de dedicarte a la decoración! Sonrió con insolencia al ver el desconcierto en el rostro de _____. En aquel instante toda la lluvia y todo el frío que había soportado siguiéndola, merecieron la pena. Tras el primer impacto, ella trató de razonar. Era evidente que la había acechado, que la había esperado ante su casa y la había seguido por las calles de Bilbao. Ahora que sabía que aún la amaba, quería creer que lo hubiera hecho tan solo por verla, negándose a pensar que sus intenciones pudieran ser otras. Le observó coger su cazadora y su gorro de lana, pero continuó en silencio. —No quiero nada que provenga de alguien tan miserable como tú —espetó él ante su mudez—. Si por casualidad me ves necesitando ayuda, y aunque creas que está a punto de aplastarme un Airbus, hazte a un lado y deja que ocurra. —Tensó la mandíbula y afiló el odio en sus ojos—. No vuelvas a hacer buenas obras conmigo. _____ necesitó ver su lado dulce. Lo recordó en el banco, rodeado de suaves copos de nieve, reconociendo que no había dejado de amarla y reprochándole su falta de corazón. —No esperaba... —Me alegro por ti —la interrumpió con insolencia a la vez que le daba la espalda para marcharse—. Quien no espera nada no se decepciona nunca. _____ apretó con fuerza los dedos sobre sus brazos. Cuando escuchó el golpe con el que él cerró la puerta del piso, dejó que las lágrimas se deslizaran silenciosas. Acababa de comprobar que le resultaba más difícil soportar el desprecio de Joe ahora que comprendía que nacía de su amor y no de su odio. «Quien no espera nada...», se repitió él, un momento después, mientras descendía en el ascensor, con los ojos cerrados y la atormentada frente apoyada en el metal frío que rodeaba la hilera de pulsadores. ¡Había esperado tanto de ella! Lo había esperado todo; ella se lo prometió todo. Por eso la decepción fue tan amarga, tan mortal. Por eso no terminaba de olvidarla. Por eso el odio que sentía por ella acababa volviéndose una y otra vez contra sí mismo.
El comisario se decepcionó con la respuesta del joven policía. Se levantó y rodeó su escritorio con gesto impaciente. —No puedo creer que no esconda nada sucio. No sería lógico que le hubiéramos pillado en lo único ilegal que ha hecho en su vida. —Se detuvo ante la ventana y repitió con aire ausente—: No sería lógico. —No he encontrado nada, señor, pero... —se aflojó con agobio el cuello de la camisa— es que tampoco sé qué debo buscar. No se me permite acercarme a él ni a la gente que le rodea y su ficha policial ya la conoce usted. Aparte de su detención por tráfico de drogas, no tiene ni una miserable multa de tráfico. —Demasiado limpio para ser cierto —opinó el comisario—. Es listo el cabrón —añadió frotando con suavidad su áspera y cuidada barba—. Estoy seguro de que aquella vez le pillamos porque tenía al enemigo en casa y se confió. —Hay cosas que no se ven si uno no está cerca —opinó cauteloso—. Permita que le siga con mucha discreción... —No —respondió con rotundidad—. Eso está totalmente descartado. Siguió inmóvil junto a la ventana mientras el agente se mantenía firme y a la espera, en el centro del despacho. Los minutos transcurrieron en silencio mientras pensaba qué podía hacer para proteger a _____. Necesitaba algo eficaz, pero que no le obligara a romper la promesa de no vigilarla ni a ella ni al tipo que ya una vez le complicó la vida. —Está bien —dijo al fin, volviéndose hacia el policía—. Investiga a sus amigos, pero asegurándote de que nadie te descubre haciéndolo. —Cuente con eso, señor —aseguró con aire solemne. —Y a sus mujeres —añadió como si se le hubiera ocurrido de pronto—. Al parecer ha tenido muchas. Intima con ellas. Alguna se confiará y te contará cualquier cosa que sepa. Busca alguna despechada. —Miró de arriba abajo a su agente, valorando el atractivo que pudiera tener para el sexo contrario—. Se te dan bien las chicas, ¿no? El policía sonrió con timidez, pero sacó pecho con evidente orgullo. —Sí, señor. Se me dan tan bien con uniforme como sin él —declaró sonriendo con presunción. —Quiero resultados —exigió Carlos demasiado pensativo como para prestar atención a su jactancia—. Y los quiero lo antes posible. Al quedarse solo volvió a sentarse ante su escritorio. Soltó los puños de su camisa y los dobló sobre las mangas, dos veces. Estaba realmente preocupado. Él, que acostumbraba tenerlo todo bajo control, lo había perdido en lo más importante: la seguridad de la mujer que amaba. Llevaba años temiendo la vuelta de aquel malnacido, presintiendo que _____ ni podría ni querría luchar contra él. Y al fin sus peores temores se estaban cumpliendo. Maldijo en silencio. ¿Cómo podía ayudarla si ella le ataba de pies y manos? ¿Cómo podía deshacerse de aquel tipo si, a pesar de todo, ella le seguía queriendo? Desalentado, descolgó el teléfono para llamar a la tienda. Quería hablar con _____. Necesitaba escuchar su voz, saber que estaba bien, decirle que pasaría a buscarla para acompañarla a casa, para llevarla a cenar, para invitarla al teatro, para tomar un simple café mientras la miraba a los ojos y le contaba cosas que la hicieran reír.
—Ha llamado el señor Ayala, nuestro cliente más pomposo. Fue lo primero que _____ escuchó, de labios de Lourdes, al llegar a la tienda el lunes. Días atrás, las dos le habían presentado el proyecto para su casa de la playa y él no había reaccionado como esperaron. Había examinado en silencio los planos, las había escuchado a ellas con atención, pero al finalizar les pidió unos días para pensarlo despacio y descubrir qué era lo que no le gustaba. —¿Qué ha dicho? —preguntó ansiosa, petrificada ante el mostrador. —No le gusta nada de lo que le hemos preparado —respondió con gesto de derrota. —Hemos... —_____ toqueteó con dedos nerviosos un botón de su abrigo—. ¿Hemos perdido a nuestro mejor cliente? Lourdes alzó los hombros y frunció los labios en señal de impotencia. —Ha averiguado qué es lo que no le gusta. Dice que no quiere papeles y telas pintadas en serie. Quiere algo hecho exclusivamente para él. —Pero... pero nosotras podríamos conseguir eso —dijo con desconcierto. —¡Exacto! —gritó Lourdes, echándose a reír—. Perdóname, pero no he podido evitar hacerte sufrir un poquito. Le he dicho que algunas de las casas con las que trabajamos podrían hacer algo exclusivamente para él. _____ suspiró aliviada, y su rostro recuperó su suave tonalidad. Sacó la correa de su bolso por el brazo y la cabeza, y lo dejó en el mostrador. —Me has dado un susto de muerte. —Su sonrisa indicó que ya lo había olvidado—. ¿Le has hablado de que eso engrosará el presupuesto? —Al parecer, el dinero no es problema. Me ha dicho que la casita es de su esposa. La ha heredado de sus padres. Está haciendo todo esto sin que ella lo sepa. Asegura que este será el dinero mejor gastado de toda su vida. —¡Vaya! Además de millonario y caballero, es romántico y detallista. —... y guapo. No olvides lo de guapo —exclamó Lourdes con buen humor. —Y guapo —concedió _____ mientras se quitaba la bufanda y los guantes, y recogía su bolso—. Tenemos que decidir qué proveedor sería el apropiado para hacer esto —dijo pasando a la trastienda—. No podemos meter la pata esta vez. —Hay algo más —indicó Lourdes yendo tras ella—. Quiere que la persona encargada de diseñar sus piezas visite la casa y hable con él. Según sus propias y genuinas palabras: «Para que se impregne de la esencia del lugar y consiga que casa y espacio se integren con armonía.» —Alzó las cejas y sonrió mirando a _____—. ¿Cómo te has quedado? Ella permaneció pensativa unos segundos y sonrió. —Suena bien. Espero que sepa realmente lo que quiere y no nos vuelva locos a todos. —Me dio la sensación de que lo sabe con exactitud. —Las campanillas de la puerta señalaron la llegada de un comprador—. Ve pensando en qué fabricante puede hacer esto. Sobre todo lo de enviarnos a uno de sus diseñadores. Lourdes salió. _____ terminó de quitarse el abrigo y lo colgó en el perchero. Puso sobre él el bolso, la bufanda y los guantes. Lo hizo despacio, al tiempo que visionaba en su mente los estilos de las firmas que les suministraban las más distinguidas piezas.
Después de dos días de lluvia, los restos de nieve ni siquiera se mantenían en las cimas de los montes más altos. Esa mañana había amanecido con un cielo despejado y un tímido sol de invierno despertando por el horizonte. En la trasera de la camioneta Joe viajaba con aire ausente, sujetando un cigarrillo entre los dedos a la espera de llegar al destino y poder encenderlo. —¿Pensando en la chica de la otra noche? —bromeó Rodrigo empujándole el hombro con el suyo. —No empieces otra vez —advirtió riendo—. Te dije que dormí en casa de un amigo porque estaba demasiado borracho como para ir a ninguna otra parte. —No, si lo de demasiado borracho lo entendí —aseguró en voz baja—. Lo que me cuesta creer es que no fuera una chica quien se apiadara de ti. —Ni siquiera había chicas. —Se colocó el cigarro entre los labios y friccionó la palma de una mano contra la otra para calentarlas—. Y, si me estás machacando con esto por todo lo que te preocupaste por mí, ya te he pedido perdón. Ni siquiera sabía lo que hacía cuando apagué el móvil. Seguramente me molestaba el sonido de llamada. —¡Y yo esperando a que encendieras el dichoso teléfono! —Lo siento, amigo —dijo dándole una palmada sobre la rodilla—. Ni siquiera puedo decirte en qué tenía la cabeza, porque no recuerdo nada de lo que hice. —No te preocupes por eso. Una vez, cogí una cogorza tan grande que me fui a la cama con una chica y me desperté con un hombre. Joe se echó a reír. Recuperó el pitillo y comenzó a girarlo de nuevo entre los dedos. —¡No me fastidies! No se puede confundir algo así. —Te aseguro que se puede —afirmó sin dejar de sonreír—. Sobre todo si el cabrón va vestido de mujer, se mueve como una mujer y te susurra como una mujer. Gracias a Dios los dos estábamos lo bastante cocidos como para no poder hacer nada. Lo recuerdo y aún siento escalofríos. —¡Vaya situación embarazosa! Por fortuna, yo dormí solo —alzó una ceja para mirar a Rodrigo—, ¿de acuerdo? —De acuerdo; dormiste solo —repitió fingiendo no creerle—. Por cierto, di a tu «amigo» que la próxima vez te despeje antes de meterte en la cama. Si te acuestas en plena borrachera la resaca es mucho peor. Que te dé un café bien cargado o te meta bajo la ducha o... La repentina risa de Joe sobresalió del tono bajo de la conversación. Algunos hombres se volvieron a mirarle. —No habrá próxima vez —le aseguró—. Una y no más. —¿Lo sabe Bego? —preguntó Rodrigo de improviso. —Ni lo sabe ni lo sabrá. La dejé en el portal de su casa diciéndole que me encontraba cansado. Después me metí en el primer bar con el que me topé y bebí hasta reventar. —La sonrisa desapareció del rostro de Rodrigo—. ¡Eso mismo sentiría ella! —expresó Joe—. Si se lo cuento comenzará a darle vueltas y llegará a la conclusión de que bebí porque no estoy bien a su lado o porque quiero dejarla, y no sé cómo hacerlo. Cualquiera de esas cosas absurdas que la harían daño. Y yo la quiero —dijo en voz baja—. Ella es lo único que tengo. —Tal vez si comienzas contándole por qué bebiste. —Eso no mejoraría las cosas. Es preferible olvidar esa noche. —Le asaltó la imagen de _____ esperándole en la cocina, y se frotó con fuerza los párpados cerrados—. Nunca ocurrió. Necesitaba fumar. El corto trayecto hasta la zona que iban a limpiar esa jornada se le estaba haciendo eterno. El cigarro comenzaba a abrasarle los dedos. Sacó el mechero y se inclinó para protegerlo del viento. Tras dos intentos fallidos, Rodrigo se colocó ante él y ahuecó las manos alrededor de la llama. Cuando el pitillo humeó regresó a su sitio. —Dices que quieres a Bego —dijo volviendo a apoyar la espalda en la pared del camión—. ¿Cuánto la quieres? Joe echó el humo, despacio, con los ojos cerrados, sin ninguna prisa por responder. —Más de lo que imaginas —musitó al fin—. A veces pienso que podríamos formar una familia y ser felices juntos. Pero nunca se lo digo. Me parece egoísta por mi parte quedarme con su amor y entregarle tan solo mi cariño. Rodrigo calló un momento. Se sentía culpable cada vez que le abordaban los celos, pero no podía evitarlos. A pesar de lo mal que veía la mayor parte del tiempo a su amigo, a pesar de los años de prisión, envidiaba su lugar. Y eso, pensaba él, solo podía significar que estaba enamorado sin remedio o que se estaba volviendo loco. —Ella... ¿ella cree que la amas? —No —murmuró Joe—. Ella sabe exactamente lo que hay. Y dice que no le importa. Rodrigo le observó, como siempre que hablaban de Bego, y otra vez creyó ver la inquietud que provoca el cargo de conciencia. —Pero a ti sí te importa. Joe no respondió. Aplastó el cigarro contra el suelo de la camioneta y miró el cielo azul. Recordó los momentos que pasaba con ella, la paz, el sosiego, las risas, la casi felicidad que sentía cuando estaban juntos. Después pensó en la angustiosa soledad que le golpeaba el resto del tiempo, cuando era _____ quien se adueñaba de su mente.
La mayor parte de la habitación estaba sumida en una tenue penumbra. Una leve y macilenta claridad llegaba hasta la cómoda, que tenía el cajón inferior abierto. Algunas camisetas, cuidadosamente dobladas, habían sido apartadas a un lado para dejar al descubierto una serie de folios con dibujos. Sobre la alfombra, los pies desnudos de _____ se frotaban entre sí para darse calor mientras ella apoyaba la espalda en el edredón blanco, que colgaba a un costado de la cama. La luz procedente de la lamparita que estaba sobre la mesilla, junto al reloj que marcaba las cuatro de la mañana, la iluminaba con suavidad. Contemplaba un dibujo. El que más significado tenía para ella de todos cuantos conservaba. Era su propio rostro sobre una mullida almohada blanca, con los ojos cerrados. Era una imagen que transmitía paz, la misma paz que descubrió en Joe mientras la pintaba. Lo recordaba igual que si estuviera ocurriendo en ese instante. Es por la mañana y la luz del alba aún busca un camino por el que asomarse. Ella abre los ojos, despacio, con una dulce y maravillosa desgana. Descubre encendida la luz del escritorio, junto a la cómoda, y a Joe dibujando en uno de sus cuadernos. Se queda quieta, contemplando la estampa que ofrece su perfecto cuerpo desnudo: sus musculosas piernas, su vientre plano, sus fuertes brazos, su atractivo perfil absorto en las líneas que traza sobre el papel. Finge dormir cuando advierte que se vuelve. Ve, entre las sombras y la luz que proyectan sus pestañas, que él la contempla con dulzura y que después vuelve a enfrascarse en su obra. Sonríe por dentro al comprender que ella es su inspiración de esa mañana. Y espera, paciente, dichosa, sintiendo en su piel la caricia cálida de la mirada de su hombre. —Tramposa —le escucha decir de pronto. —¿Yo?... ¿Yo, tramposa? —pregunta con teatralidad. Joe sigue trazando rápidas líneas curvas que ella intuye que son sus cabellos enredados entre los blancos pliegues del edredón. —No sonreías cuando he comenzado a dibujarte —musita en voz baja, como si no quisiera despejarla por completo. —¡Y ahora tampoco! —protesta sin levantar la cabeza de la almohada—. No he movido ni una pestaña. —Oh, sí que las has movido. Y además me llamabas. —Deja el lapicero sobre el escritorio. Una seductora sonrisa le ilumina el rostro—. Me pedías que abandonara lo que estaba haciendo y que fuera a abrazarte y a llenarte de besos. —Ladea el rostro para mirarla desde su misma posición—. Dime que no lo he imaginado. Ella se echa a reír mientras él se levanta despacio y conduce su espléndida desnudez hacia la cama. —He estado quietecita —reitera entre risas—, no he sonreído y tampoco he dicho ni media palabra. —Pero las has pensado —insiste rozando las mantas con los dedos— y yo sé escuchar tus pensamientos. —¿Y puedes decirme qué estoy pensando ahora? —pregunta a la vez que un agradable cosquilleo comienza a templarle la piel. —Que por qué estoy hablando tanto aquí fuera, cuando tú me esperas ahí dentro. —Se introduce entre las sábanas, se tiende junto a ella y le pasa el brazo por la cintura. Ella le ciñe las caderas con sus piernas. —¿Esto de leer la mente es otra magia que te enseñó tu abuela? —susurra melosa. —No. Esto es un poco de la magia que me has enseñado tú —musita al tiempo que sus labios buscan su boca. La besa con la pasión dulce de las veces en las que se aman despacio, descubriendo y saboreando cada milímetro de piel con todos los sentidos y toda el alma. —A veces creo que no podrías vivir sin dibujar —dice cuando él se aparta para dejarla respirar. Joe le desliza la yema de su dedo índice por el contorno del rostro, como si lo trazara sobre un lienzo. —No podría vivir sin dibujarte a ti —puntualiza con dulzura—. Sin ver tus ojos, sin oír tu voz, sin rozar tu piel. No podría vivir sin respirar de tu aliento. Ella le peina con los dedos los mechones cafés que le rozan la frente. Los aparta y se queda mirándole a los ojos. —La intensidad con la que lo vives todo me sigue asustando. —¿Quieres que te ame un poco menos? —bromea besándole con suavidad la nariz. —¡No! —Se encoge hasta casi desaparecer en el hueco que él le ofrece entre sus brazos y su cuerpo—. Me gusta que me quieras así, que me necesites así. Me gusta saber que tu mundo comienza y termina en mí, como el mío comienza y termina en ti. Él la abraza con fuerza. Ella, con la mejilla pegada a su pecho, puede oír cómo se le acelera el corazón. Ahora, sentada sobre la alfombra y con la cabeza apoyada en esa misma cama, volvía a escuchar aquel apasionado latido, a sentir sus caricias, a escuchar sus «te amo». Pero ahora estaba sola, evocando con un dibujo la paz y la dicha que sintió aquella mañana. Miró hacia el cajón de la cómoda. Allí guardaba más diseños hechos por Joe. Cada vez que los contemplaba se repetía que sería la última vez; que los metería en una caja y los guardaría en lo alto de un armario para dejar de hacerse daño con recuerdos. Pero todo seguía en el mismo lugar, oculto bajo sus prendas, apartado de la vista, pero cerca, dispuesto para ser descubierto cada vez que sintiera la necesidad de regresar a los días felices del pasado. Guardaba algo más en aquel cajón. Una novela de misterio para la que Joe había diseñado la cubierta, dos revistas de las que también eran suyas las portadas y la carátula del tercer disco de un grupo de rock: los diseños que con más orgullo le había mostrado al hablarle de su trabajo, que le apasionaba. Dejó el dibujo en el suelo, frente a sus pies. Apoyó el mentón en las rodillas y se abrazó a sus helados tobillos. Mientras miraba los delicados trazos que formaban las cejas y los párpados cerrados, pensó en el brillante futuro que Joe había tenido por delante cuando todo ocurrió. Estaba segura de que si la vida no se le hubiera roto aquella tarde, ahora no estaría talando árboles, sino diseñando cosas importantes. Cerró los ojos con fuerza. Las manos de Joe no estaban hechas para trabajos duros. Había nacido para crear cosas hermosas. No podía desperdiciar su talento de aquel modo, no le parecía justo que un error del pasado le cambiara de aquel modo todo su futuro. Se secó las lágrimas con los dedos. De modo inconsciente su mirada terminó vagando por el papel pintado de la habitación, por las pequeñas flores azules que alguien había trazado con mano firme. Volvió a pensar en el señor Ayala y su casa en la playa, en su disconformidad con los dibujos en serie, en su interés por que el artista visitara el lugar para que pudiera trasladar esa magia al interior de cada estancia. Joe podía hacer algo así, razonó una vez más. Podía hacer cualquier cosa que quisiera con sus manos, sobre todo si esta requería de sensibilidad. Podía crear las imágenes más hermosas del mundo. Pero estaba desbrozando montes. Se encogió contra la cama y apoyó la frente en sus piernas. El destino, la casualidad o quien fuera, había puesto ante ella un trabajo perfecto para Joe. Algo que le ayudaría en la adaptación a este mundo en el que era evidente que andaba perdido. Le resultaba revelador que en plena borrachera hubiera acabado justo frente a su casa. Pensó que, inconscientemente, había buscado su ayuda. Pero la cosa no era tan sencilla como hablar con él, proponerle que hiciera unos diseños y esperar que aceptara. Sabía que mientras no volviera a perder la conciencia en litros de alcohol, rechazaría cualquier cosa, buena o no, que procediera de ella.
—Mira bien esta cara y dime si te suena —preguntó el comisario tendiéndole dos fotografías de una ficha policial. El joven las cogió y se movió unos pasos hacia la luz. Estaban en un parking subterráneo, en la planta más baja, en la zona ciega para las cámaras de vigilancia. Nadie debía verlos juntos; nadie podía sospechar que uno de los chicos malos de Carmona trabajaba en realidad para él. Por eso nunca lo llamaba por su nombre, por eso sus encuentros se reducían a los inevitables para pasarse información; excepto ese, en el que los motivos fueron más personales. —No lo he visto nunca. Debe de ser importante para que se haya tomado la molestia de llamarme —dijo mientras se demoraba en la imagen frontal del desconocido. —Se le conoce como Trazos —informó el comisario—. Cumple condena por tráfico de drogas y acaba de salir con el tercer grado. Si mantiene contacto con Carmona o con cualquier otro cabrón de su calaña, quiero saberlo. —Cuente con eso, jefe —prometió devolviéndole las fotos—. Aunque de momento todo sigue tranquilo. Nadie ve a Carmona y sus hombres no violan ni las normas de circulación. —¡Y todo por esa maldita y desastrosa redada que hicimos! —Su furia contenida durante días explotó—. ¿Cómo cojones se enteraron? El sonido de un motor le hizo callar. Un coche entró en la planta y se dirigió al extremo más iluminado. —Eso debería preguntarlo yo —dijo el chico cubriéndose con la capucha de la sudadera—. ¿Alguno de sus polis se fue de la lengua? ¿Alguno es asalariado de ese hombre? —No desconfío de mis hombres. —Abrió la portezuela de su coche—. De todos modos ese malnacido tiene amigos hasta en el infierno. —Vigile a su gente, «gran jefe» —se mofó volviéndose en dirección a la salida de peatones—. Si tiene alguna fuga de nada va a servirle la información que yo le consiga.
Ahí estan sus cap bellas. Espero les guste y me comenten.
=)
Invitado Invitado
Tema: Re: Antes Y Después de Odiarte (Joe &__) I [Terminada] Julio 6th 2012, 15:54
Mensaje Importante para los lectoras.
Bueno, he decidido pasar esta novela a la categoría a la que pertenece. Sinceramente, me equivoqué al poner esta novela aquí, ya que no es HOT sino dramática. Por ello he decidido enmendar mi error y pasarla. La novela no se cancela, solo que sigue en la categoria Dramática, es aquíAntes Y Después de Odiarte Vayan allí, pronto pondré cap. Las espero, no me fallen. Besos. Atte: Demi.
Invitado Invitado
Tema: Re: Antes Y Después de Odiarte (Joe &__) I [Terminada] Agosto 7th 2012, 17:29
¡Chicas!
Bueno, soy Demi. Y venía a avisarles -por si les interesa- que la novela está oficialmente acabada. A las que a lo mejor leían esta novela pero la dejaron de leer... Si quieren saber como acababa. Aquí les dejo el link Antes y Después de Odiarte II
En fin, solo era eso. Gracias (:
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Tema: Re: Antes Y Después de Odiarte (Joe &__) I [Terminada]
Antes Y Después de Odiarte (Joe &__) I [Terminada]