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| ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] | |
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Autor | Mensaje |
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Lady_Sara_JB Casada Con
Cantidad de envíos : 1582 Edad : 28 Localización : México Fecha de inscripción : 24/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Julio 31st 2013, 17:43 | |
| siguela no solo es mala si no q es dificil siguela | |
| | | BETTY DE JONAS Novia De..
Cantidad de envíos : 613 Edad : 30 Localización : Con los jonas :) (en un cuarto AMANDONOS) Fecha de inscripción : 01/08/2011
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Julio 31st 2013, 20:42 | |
| OH POR DIOS!!!! Mas aventuras de Joe en las que _______ finge ser la protagonista... Por favor tienes que seguirla!!!!! Muero por saber qué más pasará con _______ y Joe:twisted: por que me queda claro que su matrimonio con Nick es caso perdido... | |
| | | eschio Amiga De Los Jobros!
Cantidad de envíos : 405 Localización : Chile Fecha de inscripción : 03/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 1st 2013, 21:57 | |
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| | | eschio Amiga De Los Jobros!
Cantidad de envíos : 405 Localización : Chile Fecha de inscripción : 03/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 3rd 2013, 20:27 | |
| Capítulo 9 Junio Este mes, me llamo Sassy. Bueno, mi nombre de verdad es Sarah, pero casi nadie me llama así. Tengo el pelo teñido de verde y de azul, y me encanta liarlo con los dedos para que parezca que tengo cuernos de diablilla. Suelo llevar medias a rayas con unas zapatillas Converse y minifaldas sujetas con imperdibles, y tengo un montón de piercings. Conozco a Joe desde hace seis meses, porque soy la técnica informática que se ocupa del mantenimiento de los ordenadores de su bufete. Siempre bromeo diciéndole que se nota que ve un montón de páginas porno por Internet, y él me contesta que tiene que ponerse gafas de sol para soportar mi horrible sentido estético. Me cae muy bien, y estoy bastante segura de que el sentimiento es mutuo. Es un tipo muy guapo, y aunque es bastante finolis, tiene un gran sentido del humor, al contrario que muchos de sus compañeros de trabajo. De vez en cuando, me guarda un donut de la caja que suelen tener en la sala de descanso, y yo le llevo bocatas de queso fundido y salmón ahumado de un restaurante indio del centro. Nuestra relación es sólo laboral, hasta el día en que me lo encuentro sentado en su despacho y mirando su ordenador con expresión de cabreo. —Sólo es un virus, lo ha pillado medio bufete —le digo, mientras empiezo a limpiarle el disco duro. Él se queja porque dice que va a retrasarlo y que tiene mucho trabajo, pero le aseguro que va a tenerlo listo enseguida. —Si lo consigues, te invito a cenar esta noche. Hemos flirteado otras veces, porque la verdad es que lo hago con todo el mundo y no tiene ninguna importancia, pero esta vez... en fin, esta vez tengo ganas de lanzarme a por él. Hace tiempo que me di cuenta de que Joe necesita que alguien se ocupe de él, y no lo digo desde un punto de vista sexual, porque está claro que deben de lloverle las ofertas. No, me refiero a que Joe necesita a alguien que le pregunte cómo le ha ido el día al llegar a casa, que le prepare un baño de vez en cuando, que le cocine un plato de sopa... necesita que lo mimen, y aunque eso es algo que se me da bien, no puedo ofrecérselo así, sin más. Intento convencerme de que me preocupo tanto por él porque parece muy fastidiado por lo del ordenador y porque últimamente lo veo bastante desanimado, pero la verdad es que es tan guapo y tiene unos rasgos tan perfectos, que me dan ganas de hacerle un retrato. Se sorprende cuando se lo digo mientras estamos cenando. Sólo tardé un cuarto de hora en arreglarle el ordenador, y ha cumplido con su palabra. —No sabía que fueras una artista. —No lo soy. No me dedico al arte, lo hago por diversión. —Que no te ganes la vida pintando no implica que no seas una artista. Al sentir el peso de su mirada por todo el cuerpo, cubriéndome como una manta, me doy cuenta de que a lo mejor me estoy complicando demasiado la vida. Durante seis meses hemos flirteado en broma, pero hasta ahora ninguno de los dos se había molestado en tomarse la cosa en serio. —Dime, ¿qué te gusta hacer aparte de bajarte porno de Internet en horas de trabajo? Estamos ya en los postres, compartiendo un trozo de pastel de queso; no soy de las que no dejan de gimotear por los kilos de más, pero los dos hemos comido tanto que ya estamos casi llenos. Joe ha pedido café, y yo té. Al ver que se echa leche y azúcar y que empieza a remover el líquido con la cuchara en silencio, creo que no va a responderme, pero finalmente me dice: —Me gusta leer. —¿Por qué te cuesta tanto admitirlo? Te refieres a otras cosas aparte de las páginas porno de Internet, ¿no? —le digo, en tono de broma. Joe se ríe. Tiene una risa preciosa, a juego con su sonrisa... la sonrisa de verdad, la que no usa tanto como la artificial. —Sí, leo otras cosas aparte de porno. Empezamos a hablar de literatura, tanto de la de «prestigio» como de la más denostada. Admito que me encantan las novelas de ciencia ficción, pero Joe dice que prefiere las de misterio y las de suspense porque le gusta intentar descubrir quién es el culpable antes del final. Ya hemos acabado de cenar hace rato, y como los camareros nos están lanzando miradas elocuentes para que nos larguemos de una vez, apuramos las bebidas y nos vamos. Es más tarde de lo que creía, pero es tan fácil hablar con él, que se me ha pasado el tiempo volando. De camino a casa, el coche está lleno de una tensión palpable que Joe no se molesta en intentar aliviar. Intento analizar la situación, y me pregunto si realmente quiero acostarme con él. Mi respuesta instintiva es una rotunda afirmación; al fin y al cabo, me gusta el sexo, me gusta Joe, y no tengo novio. No sé si él tiene algún compromiso, pero nunca ha mencionado a nadie y no tiene ninguna foto en el despacho; en cualquier caso, eso no es problema mío. De modo que sí, claro que quiero acostarme con el. No me preocupa que nos sintamos un poco incómodos en el trabajo, porque los dos sabemos de qué va esto. En este momento no me interesa tener novio, ni siquiera uno tan guapo como él; además, es demasiado fino para mí, porque yo tengo un estilo de vida más desenfadado y una forma de vestir ecléctica. Parece sorprendido cuando aparca delante de mi casa. Mi barrio era bastante indeseable, pero se puso de moda y los precios se han disparado. Al ver su expresión, suelto una carcajada y salgo del coche. Gavin, un chico que vive dos casas más abajo, me saluda con la mano sin soltar a su novia, y yo le devuelvo el gesto. —El anterior propietario se fue a vivir con su hijo, y he ido remodelándola poco a poco porque estaba en bastante mal estado. Dentro de uno o dos años, la venderé y sacaré un buen margen de beneficio. Cuando entramos, siento una cálida satisfacción al ver que sabe apreciar el esfuerzo que he puesto en arreglar la casa. Le muestro los suelos que yo misma lijé y barnicé, las paredes que enyesé y pinté, la cocina que voy completando poco a poco con un estilo retro... no tengo demasiados muebles, y seguro que se esperaba una decoración más recargada. —Casi todo el mundo lleva vidas grises, pero me gustaría venderle la casa a una pareja de yuppies emprendedores y entusiastas, si es que aún existen. Joe se echa a reír. Su risa tiene un matiz melancólico y autocrítico que hace que me guste aún más. —Sí, aún existen. Se ha aflojado la corbata, está un poco despeinado, tiene las mejillas sonrosadas y le brillan los ojos, a lo mejor es por el vino que le he dado en la cocina. —Hay habitaciones que apenas utilizo, pero mi dormitorio... Nuestras miradas se encuentran. Voy a llevarlo al piso de arriba y a dejar que me desnude, voy a darle todo el placer que pueda y a dar por sentado que él hará lo mismo. Ambos lo sabemos, pero nos quedamos como petrificados por un segundo mientras nos miramos a los ojos. —Me gustaría verlo —me dice, antes de tomar un trago de vino. Cuando me mira con la sonrisa a la que estoy acostumbrada, la que usa cuando flirtea en broma, me parece extraño que sea igual a la que utiliza al hacerlo con verdadera intención. Mis gestos son muy diferentes cuando voy en serio... o a lo mejor son imaginaciones mías. Decido comprobarlo, así que le recorro el cuerpo con la mirada de arriba abajo, sin perder detalle, y cuando vuelvo a mirarlo a los ojos, me humedezco el labio inferior con la lengua e inclino ligeramente la cabeza. Sí, ha quedado claro que voy muy en serio. —Entonces, vamos arriba —le digo, con voz un poco desafiante. El calor del deseo se palpa en el ambiente. Cuando doblo el dedo para indicarle que se acerque, da unos pasos hacia mí y deja el vaso sobre la mesa. Entrelazamos los dedos cuando lo tomo de la mano, y lo llevo escaleras arriba. Cuando llegamos a la puerta de mi dormitorio, me detengo antes de abrirla. Me vuelvo hacia él, nos quedamos mirando e intercambiamos una sonrisa. —Sassy... —me dice con suavidad, mientras juguetea con los mechones azules, verdes y violetas de mi pelo. —Joe —le contesto, meneando un poco las cejas. —A lo mejor sería mejor que me fuera. Ya estoy abriendo la puerta con una mano, y me niego a soltarlo. Entro de espaldas al dormitorio, y tiro de él para que me siga. —¿Quieres irte? —No. —Pues no lo hagas. Parece a punto de decir algo, pero se limita a recorrer el dormitorio con la mirada. La decoración es una pasada. Las paredes y el techo tienen un tono azul oscuro, y están salpicados de constelaciones de estrellas que dibujé con pintura fluorescente. Hay una alfombra azul a juego, mi cama se limita a unos colchones apilados en el suelo y cubiertos con sábanas de color azul oscuro, y el tocador está pintado del mismo color. Es como estar en medio del universo. —Es impresionante —Joe gira en un círculo sin soltarme la mano, y finalmente me mira y añade—: Eres una verdadera artista. —Gracias —le digo, realmente emocionada por su cumplido. Tengo que inclinar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a la cara cuando me acerca un poco más, porque soy más bajita de lo que parece. Me coloca las manos en las caderas, de las que no me avergüenzo a pesar de que son bastante voluminosas, y le quito la corbata antes de empezar a desabrocharle la camisa. De repente, me cubre la mano con la suya. —Sassy, espera... Coloco la otra mano sobre la suya, y lo miro a los ojos. —Shhh... no pasa nada, ya verás como pasamos un buen rato. Siempre he tenido la impresión de que Joe es un mujeriego. En fin, está buenísimo y no parece que tenga novia, así que debe de estar libre por alguna razón: normalmente, los tipos en su situación tienen problemas para comprometerse, siempre están esperando algo mejor y son incapaces de asentarse. Sí, conozco a muchos tipos así, pero al verlo dudar empiezo a pensar que a lo mejor lo he juzgado mal, y de repente se me ocurre algo en lo que no había pensado. —¿Eres gay? —¡No! ¿Por qué?, ¿es que lo parezco? —No, pero tendrías que serlo para poder rechazarme. —No lo soy —me dice él, con una carcajada. Ya le he desabrochado media camisa, y tiene un pecho de infarto. Acabo rápidamente, y se la abro para echar un buen vistazo. —Joe, cielo, no sé a qué tipo de chicas estás acostumbrado, pero deja que lo adivine, ¿vale? —Vale —por la forma en que lo dice, está claro que cree que voy a equivocarme. —Te gustan las mujeres. No eres demasiado selectivo, y me parece bien; de hecho, es una buena cualidad en un hombre —bajo un dedo por su esternón antes de recorrerle un pezón, que se tensa de inmediato—. Pero estás buscando algo en concreto, y por eso sigues buscando. ¿Tengo razón? Hasta ahora tenía la mirada fija en mi dedo, pero la levanta y me contesta: —Sí. Después de sacarle la camisa de la cintura de los pantalones poco a poco, deslizo las palmas de las manos hacia arriba hasta llegar a sus hombros, y se la quito por completo. Al ver que se le pone la carne de gallina a pesar de que la habitación está más que caldeada, esbozo una sonrisa. Me gusta que se estremezca con mis caricias. —Estaba equivocada, no eres un mujeriego —me inclino hacia delante para acariciarle el pecho con la nariz. Me encanta su olor a limpio, muchos tipos parecen bañarse en la loción para después del afeitado. —¿No? Me estremezco cuando me recoge el pelo en la nuca. Le chupo con suavidad el pecho, y esbozo una sonrisa al oír que suelta un pequeño gemido de placer. —No. Un mujeriego se acuesta con todas las mujeres que puede sin importarle sus sentimientos, disfruta largándose en cuanto consigue lo que quiere, se vanagloria de haber podido escapar. Pero tú, Joe... tú... —bajo las manos hacia su cinturón. Al notar que ya tiene la **** medio dura, deslizo una mano hacia abajo para cubrírsela a través de los pantalones—. Tú quieres que te atrapen, ¿verdad? Me tira del pelo para que levante la cara, y suelto un pequeño gemido porque se muestra un poco más brusco de lo que esperaba. Parece enfadado, pero no tengo miedo porque sé que tengo razón. Sigo acariciándole la entrepierna sin apartar la mirada de sus ojos, y finalmente relaja un poco los dedos. —No es tan fácil, Sarah. —Sí, sí que lo es. Después de desabrocharle el cinturón, meto la mano y le saco el pene de los calzoncillos. Me encanta sentir su calidez y su dureza, la ligera palpitación que lo sacude. Es lo bastante grueso para doblarme los dedos, y me recuerda al acero. Cuando muevo un poco la mano con un agarre firme, siento cómo su piel se mueve también. Ha cerrado los ojos, y tiene la cabeza un poco echada hacia atrás. Sus fantásticas pestañas me dan envidia, hasta proyectan una ligera sombra sobre sus mejillas. Tiene los labios un poco entreabiertos. Deslizo la mano a lo largo de su erección, y cuando doblo la muñeca mientras mi palma pasa por encima de la punta, Joe suelta un gemido ahogado y muy sexy. Mi cuerpo reacciona de inmediato. Hace bastante que no me acuesto con nadie... y no por falta de oportunidades, porque la verdad es que cualquier chica puede encontrar a alguien para un revolcón si no pone el listón demasiado alto. El problema es que he estado ocupada, y que tiendo a ser bastante selectiva. Joe es el primer hombre al que invito a mi casa desde hace meses, y aún hace más desde la última vez que subí con alguien a mi dormitorio. Por eso, y por lo que he podido vislumbrar del hombre que hay debajo de los trajes de diseño, siento una ternura especial hacia él. Quiero que sonría, pero que sonría de verdad, no con esa expresión artificial que sabe utilizar tan bien. Quiero conseguir que sea feliz, aunque sólo sea por esta noche. Quiero darle un poquito de lo que tanto ansía. Al oír que murmura mi nombre, bajo la mano y sigo acariciándolo. Tiene las mejillas y el cuello cubiertos de un rubor que me parece muy sexy, y al ver el leve brillo de duda en sus ojos cuando me mira, hago que me coloque una mano sobre el pecho y que me frote el pezón con el pulgar, para que note cómo se tensa y se convenza de que yo también deseo hacer esto, de que está excitándome. Retrocedemos juntos hasta la cama. Joe se detiene al llegar al borde, se quita los pantalones y los calzoncillos, y empieza a sacarse los calcetines mientras yo me quito la camiseta y el sujetador. A pesar de que la habitación está caldeada, me estremezco cuando me cubre los pechos con las manos. Tengo los pezones tensos y erguidos, y estoy deseando que me los chupe... y que me chupe la entrepierna. Algo me dice que Joe no es de los que le hacen ascos a ese tipo de cosas, y la mera idea me excita tanto, que se me contraen los muslos. Estamos desnudos en cuestión de segundos, y él esboza una sonrisa. —Vaya, apreciación petulante. Me gusta. Me llevo una mano a la cadera mientras echo los pechos hacia fuera, en una parodia de una pose seductora. —¿Qué quieres decir? —me pregunta, con una carcajada. —Me refiero a tu sonrisa, es de apreciación petulante. Tienes muchas diferentes... he visto la artificial, la de humor sincero, la de melancolía reacia, y ahora la de apreciación petulante. Me llevo una mano a la cadera mientras echo los pechos hacia fuera, en una parodia de una pose seductora. —¿Qué quieres decir? —me pregunta, con una carcajada. —Me refiero a tu sonrisa, es de apreciación petulante. Tienes muchas diferentes... he visto la artificial, la de humor sincero, la de melancolía reacia, y ahora la de apreciación petulante. Me roza los pezones con los pulgares mientras reflexiona sobre mis palabras. Creo que le molesta un poco lo que le he dicho, pero no lo niega. De repente, se aparta un poco para mirarme de la cabeza a los pies, y esta vez su expresión carece de petulancia por completo. —¿Qué te ha parecido ésta? Nos echamos a reír, y al cabo de unos segundos le contesto: —No está mal. —Tú sí que no estás nada mal —desliza las manos por mi cuerpo, las sube y las baja hasta agarrarme el trasero. —No hace falta que te sorprendas tanto —le digo, mientras le pellizco ligeramente el pezón—. Puede que no sea como las chicas a las que estás acostumbrado, pero... Él me interrumpe al apretarme contra su cuerpo, piel contra piel. —¿Yo soy como los chicos a los que estás acostrumbrada tú? Al sentir una cercanía tan íntima, la presión de su erección contra el vientre, le digo con voz ronca: —No, la verdad es que no. —¿Soy demasiado pulcro?, ¿no llevo bastante tinta encima? —me dice, mientras traza con un dedo el tatuaje de una Estrella de David rodeada de un nudo celta que tengo en el vientre. —Exacto. No es exactamente cierto, pero no pienso ponerme a hablar de las verdaderas razones por las que Joe no es mi tipo mientras me lame el cuello. Lo que los dos queremos es practicar sexo sin enredarnos emocionalmente, lo demás no importa. Me tumba con cuidado en la cama, y se cierne sobre mí a cuatro patas mientras su boca va descendiendo y... ¡Dios, me está chupando el pezón que tiene el piercing! —Qué curioso, yo pensaba que era capaz de gustarle a cualquier mujer —murmura, sin dejar de chuparme y succionarme los pezones, mientras yo jadeo de placer. —¿Ése es tu problema? —le pregunto, cuando les da un pequeño respiro a mis pechos y se concentra en mi cuello—. ¿Les gustas a todas? Su cuerpo me cubre, pero tiene cuidado de no aplastarme. Su boca deja de explorarme el cuello, y la mano que estaba acariciándome la cadera se detiene. —Sí —admite. No puedo verle los ojos porque tiene el rostro enterrado contra mi cuello, pero no me hace falta. Su respuesta parece muy sincera, probablemente porque no ha tenido que mirarme a la cara al dármela. Le acaricio el pelo, que está muy suave a pesar de que lo lleva bastante corto. —Pobre Joe. Todas te desean, pero ninguna te conoce. Levanta la cabeza y se queda mirándome en silencio. Tiene la boca entreabierta, y un poco húmeda con la saliva con la que ha estado pintándome la piel. Parpadea varias veces. Tenemos los vientres pegados, y siento el contacto de su miembro contra el vientre. Le pongo las manos en las mejillas, y lo sujeto para mirarlo directamente a los ojos. —¿Por qué no te conoce ninguna de ellas? Él sacude la cabeza y se aparta un poco, pero no lo suficiente para sacar el rostro de entre mis manos. Espero hasta que vuelve a mirarme, y entonces le digo algo que a mí me parece obvio, pero que a él parece sorprenderle. —Cielo, es lo que todo el mundo busca, alguien que lo conozca. Se tensa como si quisiera salir corriendo, y le suelto la cara creyendo que va a levantarse; sin embargo, al cabo de un momento vuelve a tumbarse encima de mí y posa la boca contra el pulso de mi cuello. Permanecemos así durante unos segundos, hasta que me doy cuenta de que nuestra respiración se ha sincronizado. Mientras le acaricio la espalda, siento que se le pone la piel de gallina. Me rodea con los brazos lo mejor que puede, teniendo en cuenta nuestra posición. Le rodeo la cintura con las piernas, y cruzo los tobillos para abrazarlo todo lo posible. Él permanece mudo, pero su miembro sigue duro y siento el latido de su corazón contra el pecho. —¿Con cuántas mujeres has estado? —le susurro al oído. —Con un montón. Con demasiadas. No con el número suficiente. Lo siento por él, porque lo entiendo. Aunque no tengo pareja, nunca me siento sola. Quiero que alguien llegue a conocerme algún día, pero aún no estoy desesperada por que me encuentre. Joe parece pensar que ese alguien nunca llegará a su lado. —¿Cuándo fue la última vez que alguien te cuidó? Él se limita a sacudir la cabeza contra mí sin decir palabra. Sus dedos se abren como un abanico contra mi piel, y nos aferramos con más fuerza el uno al otro. —Gírate —le susurro. Cuando se tumba de espaldas en la cama, apago la lámpara para hacérselo más fácil y espero un momento a que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. La tenue luz que entra por la ventana me permite ver la forma de su silueta, y las estrellas fluorescentes empiezan a brillar en el techo. Coloco las rodillas a ambos lados de sus caderas, y las manos junto a sus orejas. Siento el calor de su cuerpo aunque no estoy tocándolo, y dejo que mi pelo lo acaricie. Cuando suelta un suspiro y se arquea ligeramente, bajo la boca hasta la línea de su mandíbula para orientarme un poco. Su piel tiene un sabor delicioso, y los pelitos diminutos de su barba incipiente me rozan los labios. Lo mordisqueo suavemente, y sigo con la punta de la lengua el recorrido que han trazado mis dientes. Él está acariciándome las caderas, el trasero y los muslos, y no me importa que aún no me haya tocado la entrepierna porque tenemos tiempo de sobra. Bajo por el cuello, y al llegar a la clavícula, chupo y succiono hasta que suelta un grito de placer. Lo calmo con pequeños besos, y al sentir que su pene palpita con más fuerza contra mi vientre, tomo nota mental de qué es lo que más le gusta. Mi pelo le recorre el rostro y los brazos cuando desciendo hacia su pecho, y disfruto al acariciarle con la nariz el vello que lo cubre. Cuando tomo uno de sus pezones entre los dientes, su cuerpo entero se sacude. —Perdona —le digo, con una carcajada. —Dios, Sassy... —¿Quieres que vaya con más cuidado? No hace falta que me conteste, porque su erección ha ido endureciéndose más y más con cada uno de mis mordiscos, su respiración se ha acelerado, y sus caderas se levantan cada vez que lo rozo con los dientes. Vuelvo a hacerlo, y su respuesta se pierde en un suspiro. Creo que Joe se ha acostado con un montón de mujeres, y hasta puede que haya hecho el amor con unas cuantas, pero por su reacción, está claro que muy pocas lo han acariciado como estoy haciéndolo yo. Es una lástima, porque tiene un cuerpo fantástico, musculoso y armonioso, que pide a gritos que le hagan el amor. Está claro que algunas mujeres no saben qué hacer cuando tienen a un tipo impresionante entre las manos. No me importa la oscuridad, aunque me hace ser un poco torpe y en la primera intentona estoy a punto de acabar con su **** en el ojo en vez de en la boca. Me disculpo besándole la punta, cuando tengo claro dónde está cada cosa. Al sentir que se bambolea contra mi boca, la agarro por la base y deslizo la mano hacia arriba con mucha suavidad. Salpico de pequeños besos la parte más sensible, la acaricio un par de veces más mientras dejo que la bañe mi aliento, y cuando Joe me pone una mano en la parte posterior de la cabeza y alza las caderas, abro la boca y dejo que me penetre un poco. Los dos soltamos un gemido, aunque el mío queda ahogado. La mantengo agarrada justo debajo del glande, y me concentro en succionar suavemente hasta que él deja de mover las caderas. Admirada por su control, abro más la boca y relajo la garganta para metérmela hasta el fondo. Hacer una felación es un arte que, igual que tocar el piano o pintar, requiere práctica, entusiasmo y habilidad. Me gusta cuando un hombre sabe apreciar mi técnica y me deja que haga lo que quiera sin intentar controlarme. Sigo haciéndole el amor así hasta que empieza a dolerme la mandíbula. Joe no para de gemir, y estoy tan húmeda, que lo noto sin tener que tocarme. Me hormiguea el clitoris, así que empiezo a apretar y a relajar los muslos de forma rítmica, consciente de que puedo llegar al orgasmo si lo hago bien. Lo acaricio con la mano mientras bajo un poco para chuparle los testículos. Le presiono con la lengua y con los dedos en ese punto especial que hay en la base, hasta que sus muslos se tensan y sus gemidos cobran más fuerza. Me incorporo ligeramente, y después de succionarle un poco más el glande, voy subiendo y besándole el pecho y los hombros hasta que nuestros sexos quedan alineados. Me estremezco al sentir la caricia de su erección, y me froto contra él varias veces antes de sacar un condón del cajón de la mesilla de noche y ponérselo. Joe se ha quedado callado, y al apoyar una mano en su bíceps para sujetarme, me doy cuenta de que le tiemblan los músculos. Poco a poco, lentamente, voy descendiendo sobre su erección, ondulando las caderas y retorciéndome para conseguir un ajuste perfecto. Hace tanto que no tengo un hombre en mi interior, que quiero saborear cada segundo; además, aunque estoy húmeda y el condón está lubricado Joe es bastante grande y me cuesta acomodarlo. Cuando siento que alcanza el cuello uterino, respiro hondo, pero entonces me doy cuenta de que ya está, está metido hasta el fondo. Me aferró a sus caderas con los muslos, y cuando le pellizco ligeramente los pezones, su cuerpo se arquea. Cuando se queda quieto, me inclino hacia delante y cambio el ángulo para que pueda penetrarme un milímetro más, y entonces empiezo a moverme lentamente porque creo que es lo que necesita. Nos arqueamos al unísono, como un barco meciéndose en las aguas de un lago. Nos movemos en un oleaje pausado que avanza y retrocede, y de vez en cuando viene una ola más grande que nos recuerda lo profunda que está el agua, y que no sabemos nadar. Seguimos haciéndolo así durante bastante tiempo. Joe me deja que controle la situación, y cada vez que intenta acelerar el ritmo, me detengo en seco. Le muerdo el cuello, el hombro, un pezón, y después lamo la marca de mis dientes. Froto el clitoris contra su vientre con cada embestida, hasta que el placer estalla en mi interior. Mi orgasmo parece inacabable, fantástico, y Joe espera a que termine antes de empezar de nuevo con embestidas más fuertes hasta que se derrama también. Cuando me desplomo hacia delante, me rodea con los brazos mientras acurruco la cara contra la curva de su hombro. Mi pelo está por todas partes y me hace cosquillas, pero estoy demasiado saciada para intentar apartarlo. El momento en que se queda fláccido y empieza a salir de mi interior podría ser un poco incómodo, pero los dos nos comportamos con naturalidad. Saco de un cajón una toalla que siempre tengo allí para estos casos, y nos limpio a los dos y me deshago del condón con tanta facilidad como si estuviera desfragmentando un disco duro. Me tumbo a su lado con una pierna sobre la suya, y nos tapo con la sábana porque empieza a hacer un poco de frío. Los dos permanecemos en silencio, y Joe no parece estar a punto de marcharse. Como no quiero que piense que tiene que hacerlo, pero tampoco que se sienta obligado a quedarse, espero durante un par de minutos más hasta que finalmente le beso el hombro y me incorporo sobre un codo para mirarlo. Sólo alcanzo a distinguir la silueta de su cara cuando se vuelve hacia mí... las mejillas, la nariz, la barbilla, los ojos... no sé si está sonriendo o frunciendo el ceño, pero tengo la impresión de que sólo se limita a mirarme sin expresión alguna. —¿Qué pasa? —¿Por qué no tienes novio? —Ésa es la pregunta del millón —le acaricio la barbilla con la punta de un dedo, y al fin admito—: Supongo que en este momento no quiero tenerlo, no es algo que busque. A ver, me imagino que no lo echaría a patadas si la vida me lo pusiera en bandeja, pero no es algo que me preocupe. —Entonces, no te pareces a la mayoría de las mujeres a las que conozco. —Cielo, si me dieran una moneda de cinco centavos cada vez que me dicen eso, a estas alturas ya podría dejar de trabajar. Nos reímos con suavidad, y me acurruco contra su cuerpo. Bajo la mano por su pecho una y otra vez, lo acaricio porque creo que es lo que necesita. Si fuera un gato, seguro que estaría ronroneando, porque está muy relajado y su voz suena somnolienta. —Me refiero a que casi todas las mujeres a las que conozco quieren tener novio, aunque digan lo contrario. —Pues claro. La mayoría de la gente quiere tener a alguien a su lado, a nadie le gusta estar solo. —Sólo ven un traje, un coche y un trabajo. Me pregunto si se arrepentirá de haberme dicho todo esto cuando sea de día, si me lo habría dicho mientras cenábamos, pero lo que importa es que lo ha hecho y agradezco su sinceridad. —Y tú ves pechos, trasero y pelo. Siento que su cuerpo se tensa, pero vuelve a relajarse casi de inmediato. —Sí, supongo que sí. —Podrías conocer a una buena chica... en la iglesia... —le digo, sonriente. Joe suelta una carcajada. —No voy a la iglesia. —¿Por qué?, ¿es que eres judío? ¡Joe! —me alzo sobre un codo de nuevo, y le digo con teatralidad—: ¡Si eres un buen chico judío, mis sueños se han hecho realidad! ¡Cásate conmigo y deja que sea la madre de tus hijos! Él se echa a reír, y empieza a acariciarme el pelo. —No, no soy judío. —Vaya, qué pena, pensaba que se habían solucionado todos tus problemas. Es demasiado considerado para decirme que jamás se casaría con alguien como yo, pero lo mismo puede decirse de mí; en todo caso, me gusta que tengamos un sentido del humor parecido. Al ver que bosteza, le echo un vistazo al reloj y me doy cuenta de que ya es bastante tarde. No tengo que levantarme temprano, pero lo más seguro es que él sí. —Quédate esta noche para poder descansar, y por la mañana me aseguraré de que te despiertes con tiempo de sobra para que vayas a tu casa y te arregles para ir a trabajar. Hasta te prepararé el desayuno. —¿En serio? —cuando se vuelve a mirarme, la tenue luz de la luna que entra por la ventana se refleja en sus ojos. —Claro. Venga, gírate. Tras un segundo de vacilación, se pone de lado de espaldas a mí, y me aprieto contra su cuerpo de modo que mi vientre encaja contra la curva de su trasero. Lo rodeo con el brazo, y le agarro la mano; al principio, su cuerpo entero parece vibrar de tensión, pero al cabo de unos minutos, siento que sus músculos van relajándose uno a uno hasta que su respiración profunda me indica que se ha dormido. | |
| | | eschio Amiga De Los Jobros!
Cantidad de envíos : 405 Localización : Chile Fecha de inscripción : 03/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 3rd 2013, 20:29 | |
| Odié a Sassy y tuve ganas de arrancarle sus pelos azules uno a uno, pero disimulé mi reacción fingiendo un gran interés en mi bocadillo. —¿Te preparó el desayuno? —tomé un bocado de serrín, y me lo tragué con bilis. —No, me desperté antes que ella y me fui —Joe aún no había empezado a comer. Se reclinó contra el respaldo del banco, y estiró las piernas. Intenté ocultar la satisfacción que sentí al oír su respuesta, y le pregunté con calma: —¿Vas a volver a verla? —La veo casi cada semana. Me hubiera gustado poder fingir que aquellas palabras no hicieron que se me retorcieran las entrañas. —Ah. Entonces, las cosas os van bien, ¿verdad? —La veo cuando viene a trabajar al despacho, _________. Nada más. No he vuelto a salir con ella. —¿Por qué no? —dejé a un lado el bocadillo y me concentré en mi refresco, pero sorbí con tanta fuerza, que la pajita golpeó contra el hielo. —Porque no es mi tipo. Además, no le interesa tener novio. Eso ya me lo había dicho al contarme la historia, pero él nunca pasaba la noche con ninguna de sus conquistas, y no podía dejar de imaginármela abrazándolo. —Me cae bien —dijo, tras un breve silencio. —Eso no tiene nada de malo, parece una chica bastante agradable —comenté con un tono ligeramente cortante. Por el rabillo del ojo, vi que me miraba con atención. —¿Qué es lo que ves cuando me miras, ___________? ¿Soy sólo un traje, un coche y un trabajo para ti? El segundero de mi reloj dio dos vueltas enteras antes de que le contestara. —No. —___________, mírame. Yo obedecí sin decir palabra. —¿Qué es lo que ves? Sacudí la cabeza, aparté la mirada y le dije: —Será mejor que me vaya, tengo una cita dentro de media hora. Joe tiene una risa muy agradable, es un sonido profundo y franco, fluido como el océano; sin embargo, el ruido que hizo en aquel momento aspiraba a ser una carcajada sin conseguirlo. —Hasta el mes que viene. Me limité a asentir sin mirarlo. Él no se levantó del banco, pero sentí su mirada como una carga tangible. Siempre era yo la que lo veía marcharse, pero aquel día fui la primera en levantarse y volver la espalda. Lo dejé sentado en el banco, y no me volví a mirarlo a pesar de lo mucho que deseaba hacerlo.
______________ fin capítulo nueve:) | |
| | | Lady_Sara_JB Casada Con
Cantidad de envíos : 1582 Edad : 28 Localización : México Fecha de inscripción : 24/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 3rd 2013, 21:38 | |
| wooo esa sarah es increible ella de inmediato identifico lo q qria joe y luego ____ q no le dice lo q siente siguela | |
| | | BETTY DE JONAS Novia De..
Cantidad de envíos : 613 Edad : 30 Localización : Con los jonas :) (en un cuarto AMANDONOS) Fecha de inscripción : 01/08/2011
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 4th 2013, 22:34 | |
| OH POR DIOS!!!! Por qué la dejas así??? Quiero saber cuando estarán juntos _______ y Joe... Por que si van a estar juntos verdad???? Por favor siguela para saberlo!!!!! | |
| | | eschio Amiga De Los Jobros!
Cantidad de envíos : 405 Localización : Chile Fecha de inscripción : 03/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 5th 2013, 20:12 | |
| Capítulo 10
Estaba pertrechada con un albornoz, la llave de una taquilla y un par de sandalias de goma. Al parecer, todas las mujeres habían ido en parejas, tríos e incluso cuartetos, y parloteaban y graznaban como un montón de pájaros alrededor de un puñado de trigo. La zona abierta reverberaba con el sonido de las voces femeninas, y yo permanecía de pie y sola en medio del bullicio. Katie me había regalado el vale de regalo para el balneario en Navidad, pero no había encontrado el momento de ir. Como no me quedaba tiempo libre ni por las tardes ni durante los fines de semana, había acabado claudicando y había pedido una cita entre semana; sin embargo, no podía evitar sentirme culpable por haber dejado desatendidos a mis pacientes, y por haberme dejado seducir por la idea tentadora de dejar que me mimaran. La sonriente recepcionista me había animado a que usara la sauna y el jacuzzi mientras esperaba a que llegara la hora de mi masaje. En el jacuzzi debían de caber unas diez personas, y el agua burbujeante era el complemento perfecto para las charlas llenas de risitas y de confidencias, para quejarse de los maridos y de los hijos. Nadie me miró con extrañeza cuando llegué sola, pero me sentí fuera de lugar al colgar el albornoz en una percha y meterme junto a una mujer de rostro rubicundo que llevaba un bañador con un estampado de leopardo. —Oye, ¿podrías echarte un poco más para allá? Estoy guardándole este sitio a mi hermana, está a punto de volver de la sauna. Obedecí de inmediato, claro, aunque había espacio de sobra en el Jacuzzi y la hermana en cuestión no estaba por allí. La mujer se volvió de nuevo hacia su amiga, y siguió hablando con voz estridente sobre las escandalosas exigencias sexuales de su marido. —No deja de ver esas películas que dan por la noche en la televisión por cable, y se le meten todas esas... esas ideas en la cabeza —dijo, como si estuviera en su casa tomando café en vez de en un sitio público y rodeada por media docena de desconocidas. Su amiga, una rubia artificial con las uñas pintadas de color rojo fuerte, soltó un suspiro teatral y contestó: —¡Mi marido quiere tocarme a todas horas! Quiere agarrarme de la mano y dormir a mi lado, ¡no puedo quitármelo de encima! Me sentí incapaz de oír todo aquello. No era que se portaran con malicia... al contrario, se notaba que querían a sus maridos, y parecían satisfechas porque aún las deseaban. Sus voces carecían del tono amargo de las mujeres que profesaban su amor mientras el odio las corroía por dentro. Aun así, ya me sentía bastante incómoda y fuera de lugar estando sola, y permanecer allí sentada mientras no paraban de quejarse era como ir dándome sartenazos en la cabeza: absurdo y doloroso. Siguieron charlando sin inmutarse cuando me levanté y me fui a una sauna vacía, donde al menos podía estar sola sin sentirme como una paria. Las baldosas estaban templadas, y el vapor me rodeaba como en un abrazo fantasmagórico. Al sentarme en el banco, respiré hondo mientras dejaba que el calor y la humedad me envolvieran, mientras me hundía en aquel silencio que parecía sepulcral y letárgico en comparación con el bullicio del exterior. Era un sitio lúgubre, luctuoso, estigio... Empecé a pensar en las palabras más floridas y rebuscadas que pudieran definir aquel pequeño cuarto para intentar ponerle algo de humor a la situación, y cuando me llamaron para que fuera al masaje había conseguido animarme un poco. Aunque mi masajista, que se llamaba Marta, salió de la habitación para que me pusiera cómoda debajo de la sábana, no pude evitar ponerme un poco nerviosa. Me había recomendado que me desnudara del todo, pero ni siquiera me acordaba de la última vez que había estado desnuda delante de alguien desconocido. Dio unos golpecitos en la puerta, y entró cuando murmuré que estaba lista; después de hacerme unas cuantas preguntas, atenuó la luz y se colocó detrás de mi cabeza. Se oía una música suave que procedía de algún altavoz escondido. —Si quieres más o menos presión, dímelo. Después de asegurarle que lo haría, me tensé mientras esperaba el contacto de sus manos. Al sentir que sus dedos fuertes y ágiles me acunaban la nuca y empezaban a trabajar en los nudos de tensión que tenía en la base del cráneo, tuve ganas de preguntarle cómo sabía lo que necesitaba, cómo sabía dónde y cómo tocarme para aliviar puntos de dolor que hasta ese momento ni siquiera había notado; por suerte para mi dignidad, me resultó imposible formularle aquellas preguntas tan absurdas, porque era incapaz de articular palabra. Sentí que flotaba, que la música y el aroma a lavanda y a romero me acunaban mientras Marta me masajeaba. Al cabo de un rato se colocó a mi lado y me dejó un brazo al descubierto, pero respetó mi pudor y se aseguró de colocarme bien la sábana alrededor del cuerpo. Sus manos me recorrieron el bíceps y el antebrazo, fueron masajeándome músculos que castigaba a diario al teclear y tomar notas y que apenas recibían atención. Solté un pequeño gemido cuando alcanzó un punto especialmente sensible en la parte inferior de mi muñeca, y fue presionando y amasando hacia mi mano hasta estirarme los dedos uno a uno. Los cerré y los abrí de forma involuntaria mientras me masajeaba la palma y el dorso de la mano, y después de cerrar ambas manos sobre la mía y mantenerla cautiva durante unos segundos, empezó a masajearme entre los dedos. Una corriente de emoción descarnada me inundó la garganta con la fuerza y la amargura del ácido. ¿Cuándo había sido la última vez que alguien me había tomado la mano con tanta ternura y tanto cariño? De hecho, ¿cuándo había sido la última vez que alguien me había tomado la mano? Me obligué a tragar para intentar deshacer el nudo que me obstruía la garganta, pero me sentí impotente ante el escozor de las lágrimas tras mis párpados cerrados. Marta se centró en el otro brazo, y lo trató con la misma fuerza tierna. Cuando llegó a los dedos y sentí su palma contra la mía, ni siquiera pude disimular el hecho de que estaba llorando, y las lágrimas empezaron a trazar un recorrido silencioso y ardiente por mis mejillas antes de llegar a mis orejas y caer por mi cuello. —Ponte boca abajo. Me sentí agradecida por poder esconder el rostro y recuperar el control, así que obedecí de inmediato y coloqué la cara en la almohada con forma de donut. El terso papel que la cubría me tapaba los ojos, así que ni siquiera tuve que cerrarlos para cegarme y aislarme de todo en un oscuro capullo protector. Nunca me tocaba nadie, y no me bastaba con un apretón de manos o con un abrazo flojo en el que los torsos ni se rozaban. Echaba de menos los cálidos abrazos de Nick, sentir sus piernas, su pelvis y sus muslos apretados contra los míos, la forma en que parecía engullirme con su cuerpo. Consciente de que lidiar con las lágrimas de otra persona no era nada agradable, intenté llorar en silencio y no tensar los hombros con los sollozos que no podía liberar. Marta tenía que haberse dado cuenta de lo que pasaba, pero siguió masajeándome sin decir palabra. Lloré en silencio, sin sollozos y sin esfuerzo. Oí que se abría un bote y que Marta se echaba aceite en las manos, y al volver a sentirlas sobre mi piel, tanto mis músculos como yo misma nos deshicimos. Finalmente, me puso la palma de la mano entre los omóplatos y me dijo: —Ya está. Voy a buscarte un vaso de agua, ahora vuelvo. Antes de salir de la habitación, dejó un paquete de pañuelos de papel junto a mí sin decir palabra. Cuando oí que la puerta se cerraba, me senté y apreté la sábana contra los pechos, y al cabo de unos segundos, me sequé la cara y me puse el albornoz. Cuando Marta volvió con un vaso de agua que en realidad no me apetecía, ya había podido recuperarme un poco. —Lo siento —le dije, sintiéndome como un cachorrillo que acabara de orinarse en la alfombra. —No te preocupes, el masaje libera endorfinas y puede ser una experiencia muy intensa desde un punto de vista emocional —me dio un ligero apretón en el hombro, y añadió—: Disfruta del resto del día, ¿de acuerdo? Asentí agradecida, sintiéndome menos ridícula de lo que había esperado. La casa estaba en silencio, y entré sin hacer ruido. Aún tenía los músculos relajados y distendidos, y me sentía como una bailarina al apoyar el pie de talón a punta con cada paso, al mover los brazos con gestos fluidos mientras colgaba el abrigo en la percha y colocaba el maletín en su sitio. Me quedé inmóvil, y escuché los sonidos de una casa que no esperaba mi presencia. El suave tictac del reloj de pie de la sala de estar se fundía con el suave murmullo de la televisión de la cocina, y con el sonido rítmico de un chuchillo contra la tabla de cortar. Después de apoyar una mano en la baranda de la escalera y un pie en el primer escalón, cerré los ojos y me empapé de la calma de mi hogar mientras respiraba con inhalaciones profundas y pausadas. —¿Doctora Danning? Abrí los ojos de inmediato. —Hola, señora Lapp. —Ha vuelto muy pronto, ¿se encuentra mal? —me dijo, mientras me miraba con preocupación. —No, es que tenía un compromiso fuera de la consulta y después he decidido venir directamente a casa. Supuse que el colapso emocional que había sufrido aquella tarde se me reflejaba en la cara, porque mis palabras no parecieron tranquilizarla. Se secó las manos en el delantal mientras asentía sin demasiada convicción, aunque quizás ni siquiera entendía qué era lo que no acababa de convencerla. —Entonces, ¿puedo irme ya? —Claro, cuando quiera. —Voy a llamar a Samuel, Emma y su marido se han ido de viaje y tenemos a nuestros nietos en casa. —Entonces, vaya a pasar un buen rato con ellos, yo me ocupo de todo aquí. —Gracias. Hasta mañana —a pesar de su sonrisa, me recorrió de arriba abajo con la mirada como para asegurarse de que estaba bien. Cuando se fue, subí al piso de arriba, donde el silencio era más profundo. Lo más seguro era que Dennis estuviera durmiendo, porque no solía levantarse hasta las cinco de la tarde, y Nick debía de estar trabajando. Me acerqué con pasos quedos a su habitación, entreabrí ligeramente la puerta y dije con voz suave: —¿Nick? No estaba trabajando. Aunque estaba en la cama con el ordenador delante, el archivo que tenía abierto permanecía en blanco. Había vuelto la cabeza hacia la ventana, donde la luz del sol se movía entre las sombras que proyectaba un árbol. Lo había visto así miles de veces, cubierto con sábanas y mantas porque ya no podía regular su propia temperatura corporal. —Hola —le dije con poco más que un susurro. Se volvió hacia mí. En el pasado, sus ojos o la curva de su boca me habrían revelado sus pensamientos, habría alargado la mano hacia mí antes de murmurar mi nombre, y me habría llevado a la cama. Entonces me habría desnudado lentamente o se habría limitado a arrancarme lo justo, y habríamos hecho el amor durante horas. —¿Qué haces en casa? —se limitó a decirme, con un toque de frialdad en la voz. —He usado el vale de regalo que me dio Katie —me acerqué a la cama para sentarme junto a él, y le aparté el pelo de la frente—. Necesitas un corte de pelo, colega. —¿Cómo te ha ido? Al ver que me recorría con la mirada, me pregunté qué era lo que veía. —Bien, ha sido muy relajante —le pasé los dedos por el pelo, que ya no era como antes. Siempre lo había llevado largo y tenía un tacto sedoso, pero después de que tuvieran que rapárselo en el hospital para practicarle una tracción, le había crecido más grueso y áspero—. Será mejor que te lo corte ahora mismo. —No hace falta, __________. Volví a pasar los dedos, y sentí la caricia de los mechones en el dorso de la mano. —Lo tienes demasiado largo, se te empieza a meter en los ojos. —Vale —me dijo él, con un suspiro. Cuando me incliné a besarlo, me detuve a inhalar por un segundo su aroma, el aroma de mi marido. —Voy a por las tijeras. Al entrar en el cuarto de baño, me enfrenté a mi reflejo en el espejo. El pelo se me había soltado y las ondas alborotadas me enmarcaban las sonrojadas mejillas, tenía los ojos enrojecidos, y la ropa arrugada. Incapaz de permanecer en el balneario más tiempo del necesario, había hecho caso omiso de las duchas y de las lociones de regalo y me había limitado a vestirme y a agarrar la chaqueta antes de irme a toda prisa. Parecía como si acabara de salir de la cama, así que no era de extrañar que la señora Lapp me hubiera mirado con tanta consternación. Al darme cuenta de lo que Nick había visto al contemplarme, me pregunté qué estaría pensando, y si se creía lo que le había dicho. Volví a la habitación con un peine y unas tijeras, ajusté la cama hasta que quedó sentado, y le coloqué una toalla alrededor del cuello antes de peinarle el pelo con los dedos para que le cayera sobre los ojos. En el pasado solía llevarlo así, y le daba un aire de granuja. —Córtamelo corto, muy corto —me dijo de repente. —¿Cómo de corto? —le pregunté, tras un segundo de vacilación. Él sonrió, y contestó: —Casi rapado. —¿Estás seguro?, pensaba que te gustaba tu pelo. —__________, todos matamos lo que amamos. Volví a pasarle los dedos por el pelo, sin saber si estaba bromeando o hablando en serio. Aunque capté la referencia a uno de los poemas de Oscar Wilde, no alcancé a entender por qué había hecho aquel comentario. —¿Estás seguro? Siempre había envidiado su elocuencia, su capacidad para expresar como nadie las emociones a través del lenguaje, y esperé su respuesta decidida a intentar que por una vez no se me escapara ningún pequeño matiz que pudiera haber oculto en sus palabras. —Córtamelo. —___________... Interrumpí mi protesta al ver que hacía un pequeño gesto de negación con la cabeza y que su boca se tensaba. Agarré el peine y las tijeras, pero fui incapaz de empezar. Nick no tenía una belleza clásica. Sus rasgos eran demasiado marcados y asimétricos, sus ojos demasiado hundidos, y una vieja fractura le había desviado un poco el tabique nasal; sin embargo, tenía un pelo precioso del color del otoño, con profundos tonos marrones y rojizos ribeteados con algunos reflejos dorados. —Córtamelo. No tuve más remedio que hacerlo. No tenía sentido ir cortando poco a poco, había que hacerlo de un tirón, como al quitar un esparadrapo. El primer mechón cayó sobre la toalla, seguido de otro y de otro más, mientras su pelo iba acortándose tal y como él quería. Como tenía la cabeza apoyada contra la almohada, la parte posterior me costó un poco más, pero me las arreglé. Corte tras corte, las tijeras fueron dejando al descubierto la forma de su cráneo y el dulce contorno de sus orejas, el irregular borde que marcaba el nacimiento del pelo, la vulnerabilidad de su nuca. Tardé demasiado poco en completar la tarea, y sentí el tacto rasposo de los pelitos cortos al pasarle la mano por la cabeza. Parecía más joven, desnudo. Después de apartar con un cepillo algunos pelos que le habían caído por la cara y el cuello, dejé a un lado la toalla. —¿Parezco un recluso? Le tomé el rostro entre las manos, y le dije: —Estás guapísimo. Cuando cerró los ojos y volvió a tensar la boca, me incliné y le rocé los labios con los míos. —Para mí estás maravilloso, Nick. Como siempre. Sus labios se abrieron, y el beso se profundizó. Cuando espiró, inhalé su aliento para introducirlo en mi interior, porque necesitaba fundirme con él, sentir que formaba parte de mí. Cuando abrió los ojos, le acaricié las mejillas con los pulgares sin soltarle la cara. —Te quiero, Nick. —Aunque mil poetas escribieran durante mil años, ninguno de ellos podría llegar a describir lo que siento por ti —me susurró él. Me quité los zapatos y aparté las sábanas antes de tumbarme a su lado. En aquella cama no quedaba demasiado espacio para mí, pero me las arreglé. Después de acurrucarme contra su cuerpo, volví a colocar las sábanas hasta que los dos quedamos bien tapados; cuando posé una mano sobre su pecho, sentí el rítmico latido de su corazón y el movimiento de su respiración. —No soporto defraudarte. Su susurro me rompió el corazón. —Nunca lo has hecho —me apreté aún más contra su cuerpo, a pesar de que sabía que él no podía sentir el consuelo de mi abrazo—. Nunca, Nick. Esperé a que contestara, pero al ver que permanecía en silencio, le rogué: —Háblame. —¿Qué quieres que te diga? —Lo que tengas que decirme, lo que quieras. Sólo quiero que hables conmigo como solías hacerlo, Nick. —Estoy cansado, _________ —me dijo, con los ojos cerrados. Me aferré a él con fuerza, y tras un largo momento me obligué a soltarlo, a pesar de que no estaba preparada para hacerlo. Después de salir de la cama, volví a taparlo con movimientos firmes, le quité varios pelos más del cuello y de la cara, ajusté la cama, le puse el ordenador a su alcance, y agarré la toalla que contenía su pelo. —Me voy para que duermas un rato —no tenía su talento para usar las palabras ni la capacidad de mantener la voz inexpresiva y ocultar mis sentimientos, al menos con él—. ¿Necesitas algo? —Lo necesito todo. Tuve que inclinarme para poder oír su susurro, y aun así, no estuve segura de haberlo oído bien. —¿__________...? Seguía con los ojos cerrados, como si estuviera escondiéndose de mí. Cuando hizo un ligero gesto de negación con la cabeza, aguardé esperanzada, pero permaneció en silencio sin abrir los ojos. Alargué la mano hacia él, pero al final me limité a alisar la sábana que le cubría una pierna en una caricia que ni siquiera pudo sentir. Cuando llegué a la puerta, su voz me detuvo. —Gracias por cortarme el pelo. —De nada —esperé algo más durante unos segundos, pero no recibí nada. Tardé una hora en recoger hasta el último pelo de la toalla; después de meterlos en una cajita de cartón, la guardé en el fondo de un cajón de mi tocador, para poder saber que estaba allí sin tener que verla.
Desde la ventana de mi consulta se veía el río Susquehanna. A pesar de que hacía meses que el hielo se había derretido, el agua aún tenía el tono verde grisáceo del invierno. La isla que descansaba en medio de sus aguas, la City Island, también estaba pintada con colores apagados, pero el movimiento del campo de béisbol y del tren que la recorría ya presagiaban el bullicio veraniego. Sin embargo, no era la impresionante vista lo que me tenía tan ensimismada que ni siquiera me di cuenta de que llamaban a la puerta, sino las listas mentales que iba haciendo de todo lo que tenía que preparar antes de que mis invitadas llegaran a casa, de lo que tenía que comprar en el supermercado, de las facturas que tenía que pagar... tendría que estar poniéndolo todo por escrito, pero de momento me contentaba con tomar nota mental mientras contemplaba las calles bulliciosas de Harrisburg desde la ventana. Era la hora de la comida, y sentí envidia al ver a la gente paseando y aprovechando el buen tiempo. —¿Doctora Danning? Giré de inmediato la silla, y me sentí avergonzada al ver a Elle en la puerta. —¡Elle! Perdona, no me había dado cuenta de que ya era la hora. Entra, por favor. —He llamado, pero no debe de haberme oído —me dijo ella, con tono vacilante. —Estaba con la cabeza en las nubes, supongo que son cosas de la primavera. Elle nunca utilizaba el diván que tenía para los pacientes que se sentían más cómodos al hablar tumbados, pero en aquella ocasión se sentó en el borde con cautela, como si pensara que se trataba de un alfiletero o de una de esas almohadillas de broma que sueltan pedorretas, como si estuviera a punto de levantarse y salir corriendo. —¿Quieres un té frío?, también tengo limonada. Hace demasiado calor para algo caliente. Hizo un gesto de negación brusco, mientras sus manos se movían sobre su regazo como gatitos inquietos. Me limité a esperar en silencio, hasta que finalmente me miró con una expresión que no había visto nunca en su rostro. —Elle, ¿te pasa algo? —le pregunté con suavidad. —No. Porque al decir que te pasa algo se da a entender que es algo malo, ¿verdad? —Sí. Se movió con nerviosismo, y apartó la mirada con las mejillas sonrojadas. Después de cruzar y descruzar las piernas, volvió a cruzarlas y me miró finalmente con una sonrisa que revelaba una alegría vacilante. Le devolví la sonrisa, y le pregunté: —¿Quieres decirme algo? —Sí. Cuando levantó la mano lentamente hacia mí, vi el diamante que resplandecía en su dedo. La belleza del anillo no residía en su elegante simplicidad ni en su brillo, sino en lo que significaba para ella el hecho de llevarlo. —Me pidió que me casara con él, y... y yo le dije que... que sí —sus palabras fueron apenas un susurro, como si le diera miedo pronunciarlas en voz alta. Era un momento en el que no tenía cabida la objetividad profesional. Solté una pequeña exclamación de entusiasmo, y rodeé la mesa para tomarla de la mano. — ¡Felicidades!, ¡es fantástico! Se aferró a mi mano con una sonrisa radiante, y se echó a llorar. Le di uno de los pañuelos de papel que siempre tenía a mano en la consulta, me senté a su lado y le di palmaditas en el hombro mientras ella tenía un pequeño ataque de nervios. Su reacción me resultó tranquilizadora, porque era espontánea y sincera. —Lo siento —me dijo, cuando recuperó un poco el control—. Lo siento, es que debería estar feliz... y lo estoy, pero no puedo dejar de llorar. Después de sonarse la nariz con fuerza, respiró hondo varias veces y volvió a echarse a llorar otra vez. Le fui dando un pañuelo tras otro sin soltarle la mano ni decir palabra, porque no me quedaba nada por decir que no le hubiera dicho ya montones de veces. Mi infancia no había sido brutal ni triste. Había disfrutado de una buena relación con mis padres y con mi hermana, había tenido amigas en el colegio, me había casado con el hombre de mis sueños, y me había sentido satisfecha con mi vida. Había sido una persona afortunada, con una sólida autoestima, y había decidido dedicarme a la psicología para ayudar a otros que no habían tenido tanta suerte. En aquel entonces, me resultaba inconcebible pensar que los seres humanos fueran capaces de destruirse los unos a los otros sin miramientos, había creído que podía generar cambios positivos con mis consejos, que podía ofrecer consuelo y borrar el dolor ajeno sin dejar huella. Pero me sentía inútil e impotente al ver sufrir a alguien por quien había llegado a sentir un gran respeto. Elle había trabajado duro conmigo y nunca se había resistido a mis sugerencias, ni siquiera cuando le habría resultado más fácil rendirse que afrontar sus problemas. Había hecho muchos cambios en su vida con mi ayuda, pero a pesar de que la había visto llorando y lamentándose, gritando de rabia y sentada en un silencio estoico, era la primera vez que se desmoronaba hasta aquel punto y que perdía el control del que se sentía tan orgullosa. Mientras sollozaba como si se le estuviera rompiendo el corazón, no pude hacer otra cosa que permanecer sentada a su lado, acariciarle tranquilizadoramente la espalda, y darle pañuelos de papel. Se aferraba con tanta fuerza a mi mano, que se me entumecieron los dedos. Sus lágrimas los salpicaban como pequeñas gotitas de ácido, y los sollozos sacudían su cuerpo con la fuerza de un cristal al romperse en mil pedazos. —Es normal tener miedo —le dije al cabo de un rato. Ella asintió y se limpió la cara, mientras las lágrimas iban remitiendo y los sollozos perdían fuerza hasta fundirse en un suave suspiro. Me soltó la mano para secarse la cara con otro puñado de pañuelos, se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja, y fijó la mirada en su regazo. —He empezado a contar otra vez. Después de darle una ligera palmadita en el hombro, fui a buscar la jarra de limonada que tenía en la pequeña nevera y llené dos vasos. Como Elle se bebió el suyo de golpe, volví a llenárselo antes de sentarme de nuevo a su lado. —Eso te preocupa, ¿no? —Sí, pero también me ayuda. —Lo importante es que seas consciente de por qué lo haces, de que sólo es un mecanismo que utilizas para calmarte. No has vuelto a beber, ¿verdad? —No, pero estoy dejando al pobre Dan sin fuerzas —soltó una carcajada, y añadió—: Él dice que no le importa, pero tres veces al día es demasiado para cualquiera, ¿no? En el pasado habría podido solidarizarme con su novio, pero hacía mucho tiempo que no tenía que preocuparme por aquel tipo de cosas. —Apuesto a que le parece más que bien —le dije. Elle se echó a reír, y tras apurar de nuevo el vaso, lo dejó sobre la mesa y presionó los dedos contra sus ojos hinchados. —Dice que no le importa lo que tenga que hacer para conseguir que me case con él, que puedo chuparle las fuerzas hasta dejarlo seco si quiero. Al ver que ya había recuperado un poco la compostura, volví a sentarme tras mi mesa. —Pero aún tienes miedo. ¿De qué? Elle era una paciente especial. Siempre estaba dispuesta a profundizar en nuestras charlas, y sus problemas emocionales eran especialmente conmovedores porque tenía plena consciencia de lo que los había causado, y de lo que tenía que hacer para superarlos. Sabía cuál era la dirección adecuada, pero le costaba creer que sería capaz de seguirla sin desviarse. —De que si nos casamos se eche a perder lo que hay entre nosotros, de ser incapaz de adaptarme a una vida doméstica. —Ya vivís juntos. —Sí, aunque mi madre está horrorizada —dijo, con una carcajada. —Pero Dan le cae bien a tu madre, ¿no? —Ella quiere que me case, así que lo acepta porque es mi pareja y prefiere que me case con él a que me quede soltera. Habíamos pasado un montón de horas hablando de su madre, y podríamos haber pasado muchas más sin llegar a agotar el tema. En la universidad nos inculcaban que no había que proyectar la vida de los pacientes sobre la propia, pero cuando Elle me hablaba de su madre, no podía evitar sentirme agradecida por la relación que yo tenía con la mía. —Tengo miedo de haberle dicho que sí a Dan por complacer a mi madre, y no porque realmente quiera casarme con él. —Mmm... llevas tiempo trabajando en tu deseo de conseguir que tu madre se sienta orgullosa de ti, ¿crees que no has avanzado en ese aspecto? —¿Usted cree que lo he hecho? A pesar de la rapidez con la que me devolvió la pregunta, supe por su sonrisa que el momento de histeria ya había pasado por completo. —Sí —dudé por un instante antes de añadir—: Elle, estoy muy contenta con lo mucho que has progresado. —No creía que llegaría tan lejos, ¿verdad? —Me parece que has avanzado más de lo que tú misma creías posible. —Sí, eso es verdad. —También me parece que casarte con Dan es algo positivo. Estrujó los pañuelos de papel entre las manos, y asintió con gesto vacilante. —Mi corazón me dice que es lo correcto, pero mi cabeza... —me miró con una sonrisa llorosa, y añadió—: Mi cabeza está llena de un montón de razones en contra, y soy incapaz de encontrar la respuesta correcta aunque no dejo de contar una y otra vez. —La vida no puede reducirse a una serie de cálculos exactos, aunque sería genial porque todo resultaría más fácil, ¿verdad? —Mucho más fácil —contestó ella, con otra carcajada. Nos miramos en silencio durante unos segundos. Todas las relaciones entre paciente y terapeuta tienen que acabar tarde o temprano, ya sea porque se ha alcanzado la recuperación o porque es imposible obtenerla. —Me gustaría que viniera a la boda, que estuviera allí. —Gracias, iré encantada. Aunque su sonrisa parecía fragmentada, como la luz del sol a través de un prisma, rebosaba sinceridad, así que le devolví el gesto. Mientras se secaba de nuevo los ojos, nos dimos cuenta de que ya había pasado una hora. Había llegado el momento de que se fuera, y ambas sabíamos que de forma definitiva. —Gracias, doctora Danning —me dijo, después de levantarse. Cuando alargó una mano hacia mí, se la estreché y le dije: —Buena suerte, Elle. Asintió con una sonrisa, y alzó la barbilla con determinación. —Cuídate —parecía un comentario muy trillado, pero en aquel caso estaba cargado de significado. —Usted también —me contestó. Volvía a separarnos el mismo distanciamiento que había existido desde el primer día que había venido a verme, pero era algo necesario. Al ver cómo se marchaba, deseé poder estar segura de que las cosas le iban a ir bien. El problema era que nunca había forma de saberlo.
____________ desde el capítulo once las cosas se ponen mucho mejoooooor | |
| | | BETTY DE JONAS Novia De..
Cantidad de envíos : 613 Edad : 30 Localización : Con los jonas :) (en un cuarto AMANDONOS) Fecha de inscripción : 01/08/2011
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 5th 2013, 21:15 | |
| Tienes que seguirla!!! No puedo creer la relación de Nick y _______ De ser hermosa pasó a ser triste y vacía... Entiendo a la pobre de ________... Siguela por favor!!!!! Ya quiero el capítulo 11 !!! | |
| | | Lady_Sara_JB Casada Con
Cantidad de envíos : 1582 Edad : 28 Localización : México Fecha de inscripción : 24/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 6th 2013, 08:59 | |
| siguela esa vida de ____ es muy triste y ya quiero q ste con joe
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| | | eschio Amiga De Los Jobros!
Cantidad de envíos : 405 Localización : Chile Fecha de inscripción : 03/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 7th 2013, 13:48 | |
| Capítulo 11 Julio Este mes, me llamo Priscilla, y soy agente financiero. Llevo el pelo rubio recogido en un moño, y pendientes de perlas en mis pequeños y perfectos lóbulos; de hecho, soy la perfección personificada, destilo pulcritud y seguridad en mí misma. Aunque no soy especialmente guapa, nadie se da cuenta. La fiesta de mi amiga Tandy es tranquila y sosegada. Las conversaciones se centran en acciones, bonos, libros y obras de teatro, y de fondo se oye una pieza clásica instrumental que no me molesto en intentar reconocer. Tengo una copa de vino en la mano, pero no le he prestado la más mínima atención a los platos rebosantes de exquisiteces que llenan la mesa. —Pero si comparamos el futuro utópico que describe Huxley en Un mundo feliz con el distópico que presenta Orwell en su 1984, estarás conmigo en que ninguna de las dos perspectivas genera un escenario viable desde el punto de vista del actual clima moral y financiero —me dice el tipo que tengo al lado. «Sálvame», le suplico sin palabras al hombre que está pasando junto a mí para acercarse al bufé. Es un poco más alto que yo a pesar de que llevo zapatos de tacón, tiene el pelo rubio, y no alcanzo a distinguir el color exacto de sus ojos claros. Su aspecto es tan cuidado como el mío, y es obvio que haríamos buena pareja. —El problema es que estás hablando de dos obras de ficción, Benson. ¿Sabes lo que es la ficción? Y como ambas reflejan la sociedad de la época en la que vivían sus autores, es natural que sus ideas del futuro no coincidan con las actuales. Vaya, tiene una rapidez de reflejos impresionante. Cuando alarga el brazo para tomar un canapé, me coloca con naturalidad una mano en el antebrazo para no chocar contra mí. Al ver el ligero contacto, Benson pasa de inmediato al ataque. Me sorprende que algunos hombres aún piensen en términos de persecución y de conquista, pero está claro que Benson es uno de ellos, porque se inclina hacia delante hasta que quedo aprisionada entre los dos. —Ya sé que son obras de ficción, Wilder. No soy ****a. El tal Wilder, que no se ha apartado de mí, suelta una carcajada y contesta: —No, claro que no. Benson parece creer que está burlándose de él, porque lo mira con expresión ceñuda. —Oye, sólo digo que en la sociedad actual no hay sitio para un futuro utópico, aunque tampoco hace falta plantearse una realidad tipo Gran Hermano. Cuando Wilder le da un mordisco al canapé, nuestros hombros se rozan. —La verdad, si tengo que leer una novela futurista, prefiero que trate de sexo galáctico y sin limitaciones. Benson se queda boquiabierto, y me mira de inmediato como para juzgar mi reacción. La verdad es que el comentario me ha sorprendido, pero me resulta bastante excitante oír algo tan directo; además, Benson me aburre, y Wilder... me entretiene. —¿Qué te gusta leer a ti? —me dice el hombre en cuestión, al volverse a mirarme con una sonrisa. No suelo leer ficción, y me alegro al ver que Benson se escandaliza ante mi admisión, porque al parecer su interés en mí se basaba en que me creía una apasionada lectora de novelas. Retrocede un paso, y le lanza una mirada desdeñosa a Wilder que parece decirle que no lo ha derrotado, sino que él mismo ha renunciado voluntariamente a la persecución. Me alegro de que se marche, porque estaba poniéndose muy pesado; sin embargo, Wilder es harina de otro costal. —Hola, soy Priscilla Eddings —le digo, mientras le ofrezco mi mano. Por supuesto, tengo unos dedos perfectos y unas uñas impecables. —Joe Wilder. Me sostiene la mano un segundo más de lo estrictamente necesario, pero no me importa. Y tampoco me importa estar lo bastante cerca para poder oler su aroma, aunque soy incapaz de precisar qué colonia lleva. Pensaba que sus ojos eran grises, pero me doy cuenta de que en realidad tienen un tono azul verdoso. Es igual, seguimos haciendo muy buena pareja. Los dos somos altos, delgados, elegantes y perfectos. Hasta el color de nuestra ropa combina bien, porque su traje tiene un tono gris marengo y el mío un gris perla más claro. —Dime, Joe Jonas, ¿a qué te dedicas cuando no estás rescatando a mujeres de tediosas conversaciones sobre literatura? —A rescatar a la gente de tediosas conversaciones sobre las custodias de los hijos y las pensiones alimenticias. —¿Eres abogado? —al volver a recorrerlo con la mirada, me doy cuenta de que su traje es más caro de lo que pensaba. Me gusta que no sea un hombre ostentoso. —Soy mediador en divorcios y asuntos familiares. La cosa se pone cada vez más interesante. Los abogados pueden llegar a ser unos egocéntricos insoportables, pero los mediadores tienden a centrarse más en los demás y ganan un sueldo igual de bueno. No es que necesite a un hombre con dinero, claro, porque me gano muy bien la vida, pero los hombres con recursos limitados acaban siendo un fastidio. Es mejor juntarse con los de tu misma clase. Tengo la sensación de que Joe tiene muchos recursos; de hecho, cada vez estoy más convencida de que es justo el tipo de hombre que estaba buscando, así que sonrío abiertamente y me inclino un poco hacia él. —Voy a por una copa... —Ya te la traigo yo, ¿qué te apetece? Mi sonrisa se ensancha al ver que me ha dado la respuesta perfecta. —Un vino blanco, por favor. Lo sigo con la mirada mientras se acerca hacia la barra donde Bill, el marido de Tandy, está sirviendo bebidas. Me gusta su forma de andar. —Ah, ya veo que has conocido a nuestro Joe —me dice Tandy, al llegar junto a mí. La aprecio mucho como amiga, pero la verdad es que se esfuerza demasiado en aparentar elegancia y eso es algo que se tiene o no se tiene, que no se limita a la ropa que una pueda comprarse. —No sabía que fuera vuestro. —Es una forma de hablar. Joe es nuestro amigo soltero más codiciado, un verdadero triunfador. La última es la palabra clave, porque ya había supuesto que estaba soltero. —Lo tendré en cuenta. —Muy bien, cielo —me dice, antes de alejarse para retomar su papel de anfitriona. Aunque Tandy carece de estilo y de elegancia, la verdad es que tiene buen gusto. Cuando Joe vuelve con las bebidas, ya he decidido que voy a pasarme el resto de la velada hablando con él, así que eso es lo que hago. Estoy acostumbrada a conseguir lo que quiero, tanto en los negocios como en el placer, y en ese aspecto también nos compenetramos a la perfección. Mantenemos una conversación cuidadosamente orquestada, ambos conocemos este juego muy bien; cuando yo hablo, él me escucha, y me gusta que lo que dice sea casi igual a lo que quiere decir. Estoy acostumbrada a que los hombres se sientan demasiado intimidados para decirme abiertamente que me desean, o a que en su arrogancia crean que pueden engatusarme sin más. A mí nadie me engatusa. Sé lo que me gusta y lo que quiero, y no pierdo el tiempo fingiendo. Sólo me acuesto con hombres capaces de mantener mi interés a largo plazo, y que cumplen con mis requisitos mínimos. El sexo no se centra sólo en el placer, también es un acuerdo de negocios. No me interesa la pasión, carece de control y conlleva demasiadas complicaciones. Me gusta que mis relaciones sexuales sean tan netas y pulcras como mi apariencia, aunque por supuesto eso no quiere decir que tengan que carecer de algún vínculo o de emoción; al fin y al cabo, no soy una frígida reprimida. —Benson está fulminándonos con la mirada —me susurra Joe al oído. Me vuelvo para mirar hacia el otro extremo de la habitación, pero no me inmuto al comprobar que Benson tiene la mirada fija en nosotros y le doy de nuevo la espalda con desdén. Joe me sonríe, y toma un trago del excelente whisky que ha pedido. —Que mire lo que quiera —digo con calma. —Por supuesto. Las negociaciones continúan con miradas veladas y roces aparentemente fortuitos. No protesto cuando penetra en mi espacio personal, y el resto de la habitación se desvanece mientras centro toda mi atención en él. El hecho de que no esté mirando por encima de mi hombro en busca de otras posibilidades es un punto a su favor, y responde a mis comentarios con pertinencia e interés. Tiene buenas historias en la manga, pero también sabe escuchar y no me abruma con un soliloquio incesante. Conforme avanza la velada, el bullicio aumenta, porque el alcohol aligera las inhibiciones y hace que la gente se vuelva más amigable o más combativa. Mañana, muchos de los presentes se levantarán con una buena resaca, y se arrepentirán de las alianzas que han hecho y deshecho por culpa del exceso de vino. Benson parece haberse olvidado de nosotros, porque está soltándole un discurso que se oye desde aquí a una morena exuberante que trabaja en mi banco. La pareja que hay junto a nosotros tiene pinta de estar a punto de empezar a besarse de un momento a otro, porque están achispados y acalorados, y tienen las copas vacías. Me acerco un poco a Joe para apartarme de ellos, ya que obviamente han perdido el sentido del decoro. —¿Quieres otra copa? —me pregunta él. —No, gracias. Creo que es hora de que me vaya. Va a preguntarme si puede acompañarme a casa, y yo voy a aceptar. —De acuerdo, voy a buscar tu abrigo. Esta vez, sonrío mientras se aleja. Puede que la cosa acabe agriándose, que él estropee nuestras cuidadosas negociaciones con una boca y unas manos demasiado codiciosas, y la verdad es que me apenaría que fuera así porque además de atractivo y encantador es inteligente. Cuando me trae mi gabardina de Burberry, me ayuda a ponérmela con un cumplido, y siento cierta satisfacción al ver que él lleva una prenda muy similar. Sólo vivo a tres calles de la casa de Tandy, así que he venido andando. Cuando salimos al porche delantero, inhalo el aire fresco de la noche y espero, consciente de que él no va a despedirse sin más. —¿Puedo acompañarte a tu casa, Priscilla? Ninguno de los dos fingimos que su ofrecimiento es una simple cortesía. Las negociaciones acaban de avanzar un poco, y siento el mismo revoloteo que me recorre el estómago cuando aparece una buena oportunidad de inversión, o cuando firmo un acuerdo que nadie más ha podido conseguir. Sonrío mientras disfruto de esta dulce anticipación. —Me encantaría. La acera de adoquines es bastante irregular, y a pesar de que puedo andar sin problemas con los tacones, no me importa aceptar el brazo que él me ofrece. Durante el corto trayecto, me entretiene con historias de sus mascotas de la infancia, y le cuento mis últimas vacaciones. No se trata de historias íntimas, pero nos hacen avanzar un paso más por el camino que los dos parecemos interesados en seguir. Cuando llegamos a la puerta de mi casa y saco las llaves, no finjo que tengo problemas para abrir, porque entonces le daría una excusa para ayudarme y sería como el paso previo a invitarlo a pasar. Intercambiamos una sonrisa amable. Ha llegado el momento en que va a hundirse o a nadar, y aunque tengo la esperanza de que haga lo segundo, he presenciado gran cantidad de hundimientos ante esta misma puerta. —Buenas noches, Joe. Estamos tan cerca, que los dobladillos de nuestras gabardinas se rozan cada vez que movemos las piernas. Tengo las llaves en la mano izquierda, y bajo la mirada hacia la cerradura antes de volver a levantarla. Tengo que alzar la barbilla ligeramente para que nuestros ojos se encuentren. —Buenas noches, Priscilla. Su voz es cálida y amistosa. Nos quedamos muy quietos, y el aire parece cargarse de anticipación otra vez. Mientras espero, empiezo a preguntarme si lo he juzgado mal después de todo, si va a resultar ser como los demás. —Me lo he pasado muy bien. —Yo también —admito, con una sonrisa. Espero un poco más, y él sonríe. Los dobladillos de nuestras gabardinas se besan, pero nosotros no. Joe me ofrece la mano, y cuando se la estrecho sé sin lugar a dudas que volveré a verlo.
* Permanecí sentada en silencio, atónita. A pesar de que llevaba toda la mañana con hambre, ni siquiera había tocado mi ensalada. De repente, se me había revuelto el estómago. Joe estaba sentado con la espalda muy recta, mirando hacia delante. Una mujer pasó de largo haciendo footing, y se volvió a mirarlo por encima del hombro con un gesto que pareció tan automático como inconsciente; sin embargo, él no mostró señal alguna de haberse dado cuenta. Durante un par de minutos, los únicos sonidos que rompieron nuestro silencio fueron el del tráfico y el del esporádico ladrido de algún perro; finalmente, Joe volvió la cabeza hacia mí con un movimiento tan rígido y preciso como el de un autómata. —Pregúntamelo, __________. Yo me limité a sacudir la cabeza, y me negué a contestar. —Pregúntame por qué no me acosté con ella. Fui incapaz de apartar la mirada de su rostro, mientras me prometía que me levantaría y no volvería jamás si se atrevía a sonreír. —¿No quieres saberlo? No, no quería. Joe había roto las reglas tácitas que regían nuestros encuentros, y si no había historia que contar, no había razón alguna para que nos viéramos. —Hemos tenido tres citas desde entonces —su voz no era desafiante ni petulante, sus palabras se limitaban a revelar una realidad—. Esta noche voy a volver a verla. Me tragué mi respuesta como si fuera una araña amarga y vomitiva, y Joe enderezó de nuevo la espalda ante mi silencio. Una brisa suave le alzó la punta de la corbata, y cuando cruzó las piernas y sus calcetines oscuros asomaron bajo los pantalones, tuve que apartar la mirada porque ver el bulto del hueso del tobillo me resultó algo insoportablemente íntimo. —¿Por qué no la probaste Joe? Él se volvió de nuevo hacia mí, y me dijo con voz inexpresiva: —Porque es diferente. Por la forma en que había descrito su apariencia, su aroma y la conversación que habían mantenido, me había dado cuenta de que era diferente a la docena de mujeres que había compartido conmigo. De las otras había hablado con más admiración, con más deseo, incluso con más entusiasmo, pero era la primera con la que salía más de una vez. —¿No quieres saber por qué es diferente? —No, Joe, no quiero saberlo. Cuando apartó la mirada del camino vacío que teníamos delante, me encogí de hombros, enarqué ligeramente una ceja y alcé un poco las comisuras de los labios. Él se pasó la mano por el pelo, se frotó los ojos mientras soltaba un gemido de disgusto, y se levantó del banco. Una joven madre cruzó el camino con su hijo. El pequeño andaba torpemente pero con determinación, y su madre evitó que se cayera en más de una ocasión. Joe y yo los observamos hasta que desaparecieron al doblar un recodo. —Espero que te lo pases bien esta noche. Mis palabras sonaron tan sinceras, que yo misma estuve a punto de creérmelas. No supe si lo convencieron, pero se limitó a asentir y a marcharse sin contestar.
* —Se parece a ti —le dije a Katie, mientras contemplaba la carita arrugada del bebé que tenía en sus brazos. —Vaya, muchas gracias. ¿Estás diciéndome que me parezco a un viejo calvo y arrugado? —me contestó ella. Parecía exhausta, pero estaba radiante. —Claro que no, pero tiene tu nariz. ¿Cuándo van a volver papá y mamá? —le pregunté, mientras acariciaba la cabeza de mi nuevo sobrino. —Como Evan ha tenido que ir a trabajar un par de horas, tienen que ir a buscar a Lily a la guardería, así que supongo que estarán aquí en una hora. —Entonces, debería irme para dejarte descansar un poco. —___________... Aparté la mirada del bebé dormido, y le dije con voz distraída: —¿Qué? —¿Puedes quedártelo un momento?, tengo que ir al cuarto de baño. —Claro. Después de dármelo, Katie se levantó con cuidado de la cama y fue al cuarto de baño, mientras yo me quedaba mirando al pequeño que tenía en los brazos. James Trevor Harris tenía cinco deditos perfectos en cada mano y el mismo número en cada pie, una boquita de piñón, unas pestañas doradas, unas mejillas tersas y dulces, y unas cejas pequeñitas y perfectas. Estaba un poco ceñudo, como si estuviera costándole un poco adaptarse a la vida fuera del vientre materno. Dio un pequeño respingo cuando mi lágrima le cayó sobre el rostro, pero no se despertó y me apresuré a secársela antes de que pudiera resbalarle por la frente hasta la mejilla. Su piel era suave como los pétalos de una rosa. Al ver que respiraba hondo, contuve el aliento a la espera de un berrido que no llegó. —No hace falta que te vayas antes de que lleguen papá y mamá —me dijo Katie con voz suave. Tras meterse en la cama con una mueca y un gemido, añadió—: Tendrán ganas de verte. —Sí, ya lo sé. El problema era que no quería ver cómo colmaban a Katie de atención y de mimos. Era una actitud pueril y egoísta, pero no por ello menos real. —Genial, déjame sola ante el peligro. Me agobian cuando me tratan como a una niña pequeña. —Sobrevivirás. Además, a lo mejor se centran en James, es precioso —le dije, mientras se lo ponía de nuevo en los brazos. —Sí, es verdad —contempló arrobada a su hijo, y tardó varios segundos en volver a mirarme—. ¿De verdad tienes que irte? —Sí, tengo que... —Volver con Nick. Sí, ya lo sé. Vale. Después de abrazar a madre e hijo, me apresuré a marcharme de allí.
* —Todo está en orden, pero habrá que ir echándole un vistazo a la llaga de presión que tiene en la nalga izquierda —dijo la enfermera que había ido a casa a ver a Nick. Era la primera vez que venía y parecía una verdadera maníaca, porque su sonrisa era tan desmesurada, que parecía que estaba enseñando los dientes. Por su actitud, supuse que debía de ser nueva y que aún no tenía demasiada práctica en aquel tipo de situaciones. —Estoy aquí —le dijo Nick, sin molestarse en fingir una cordialidad que no sentía. Cuando la enfermera se volvió a mirarlo, él le lanzó una versión más tensa de la sonrisa de la que me había enamorado, y fue como ver un muñeco con el rostro de mi marido. Las expresiones eran las mismas, pero algo no acababa de encajar. —¿Disculpe? Si su actitud no se debía a la inexperiencia, entonces era una de esas enfermeras insoportables que deberían saber que una lesión de médula no comportaba un daño cerebral. —Estoy aquí, puede dirigirse a mí directamente — le dijo Nick. Prefería estar en la silla durante aquellas visitas de asistencia a domicilio, porque sentía que controlaba más la situación. —Perdone, señor Danning. Como le decía a su mujer, todo está en orden, pero habrá que ir... —Ya la he oído la primera vez —la cortó él con impaciencia. Permanecí en silencio, porque estaba allí para observar y tomar nota de aquella visita que era un pequeño componente más de la inmensa totalidad de cuidados que Nick necesitaba a diario; estaba allí porque era mi obligación como esposa saber todos los detalles relacionados con su salud, a pesar de que el comentario despreocupado de la enfermera sólo había servido para inquietarme. —Perdón —dijo ella. Nick estaba cada vez más malhumorado, pero la mujer no lo conocía lo suficiente para saber que era mejor dejarlo tranquilo y empezó a hablar sin parar sobre cosas muy básicas. Como era de esperar, a él no le sentó nada bien que se creyera con derecho a darle lecciones. —Hace más de cuatro años que tuve el accidente, así que sé cómo orinar por un tubo —le dijo con sarcasmo, cuando ella le explicó por segunda vez que era muy importante que le drenaran la vejiga cada cuatro o seis horas. —Bueno, pues ya está. Muchas gracias, señora Carter, pero creo que yo puedo ocuparme del resto —me apresuré a decir, para romper el súbito silencio que se había creado. Me di cuenta de que Nick se irritó aún más al oír mi forzado tono de voz desenfadado. Sin embargo, la mujer no captó la indirecta, y siguió parloteando como un periquito sobre cuidados intestinales y catéteres intermitentes mientras bajábamos las escaleras. Cuando por fin salimos al porche, le dije adiós y cerré la puerta con alivio antes de que terminara de hablar. No pretendía ser grosera, pero había puesto a Nick de muy mal humor. Una mente brillante atrapada en un cuerpo que no funciona conduce a un tipo de crueldad creativa; como mi marido no podía atacar con los puños, tenía que hacerlo con las palabras. Lo oí mascullando imprecaciones al llegar a la puerta del dormitorio. Estuve a punto de no entrar por cobardía, pero aún faltaban unas horas para que Dennis empezara su turno y no tenía opción. Nick me necesitaba, y eso era algo que provocaba su rabia impotente y mi desesperación. Dejó de refunfuñar como si se hubiera dado cuenta de que yo estaba al otro lado de la puerta, y me obligué a entrar. Tenía la cabeza ladeada hacia la ventana, y la luz del atardecer le bañaba las mejillas. —Asegúrate de que no vuelva —me dijo. —Vale. —No soy un maldito ****a. —Ya lo sé. Nunca sabía qué hacer cuando estaba así. En el pasado, lo habría dejado tranquilo para que pudiera tranquilizarse a solas, pero en ese momento tenía que estar a su lado; además, sabía que si me iba acabaría llamándome al cabo de unos minutos para que lo ayudara con algo, quizás por pura malicia. —¿Quieres comer algo? —tomé su gruñido de respuesta como una afirmación, así que añadí—: ¿Algo en concreto? Como se limitó a gruñir de nuevo, decidí no insistir. Después de asegurarme de que el interfono estaba encendido, me sujeté el monitor al bolsillo y bajé a la cocina. Montones de matrimonios se rompían a diario por razones mucho menos poderosas que la súbita incapacidad de uno de los cónyuges. Incluso un matrimonio sin fisuras requería gran cantidad de trabajo y de compromiso para mantenerse sólido, y el nuestro había recibido golpes muy duros. Cuando Nick había tenido el accidente, yo trabajaba a tiempo parcial como asesora adjunta en un instituto, y aunque el sueldo no era ninguna maravilla, el horario reducido me había permitido pasarme casi todo el día en el hospital. Al despertar del coma, Nick había aceptado la lesión sin pestañear, pero había encarado la recuperación como un hombre bala disparado desde un cañón en llamas porque estaba decidido a curarse, a volver a funcionar; de hecho, estaba convencida de que estaba decidido a andar, a pesar de que los médicos le decían que no podía ser. Cuando había empezado con la terapia física, pude salir más del hospital, y las horas que pasaba en casa se convirtieron en un refugio, en un paraíso lejos del olor a antiséptico y a miseria humana, en un lugar donde podía gritar y llorar tan fuerte como quisiera, donde no tenía que ser fuerte y valiente. En casa me desmoronaba, me pasaba horas mirando álbumes de fotos o me preparaba alguna comida sencilla que no me llevaba de vuelta al hospital. Aquellas pocas horas eran un tesoro que guardaba con celo, la clave que me ayudaba a mantener la cordura. Teníamos un seguro y cumplíamos los requisitos para recibir un subsidio, pero aún faltaban dos años para que recibiéramos la indemnización de la empresa que había fabricado los esquís defectuosos de Nick. Teníamos lo justo para pagar asistencia a domicilio durante un par de horas, mientras yo estaba trabajando o estudiando, pero el peso de la mayor parte de sus cuidados recaía sobre mí. En el hospital, había sido su voz cuando él no tenía fuerzas para hablar, la manta que le había protegido del frío; había sido su enfermera, su criada, su defensora, su puerta y su ventana, pero me había convertido en el muro contra el que lanzaba su furia y su frustración, y las manos con las que lo demolía. Había creído que estaba preparada para que viniera a casa; desde que él había recuperado el habla, sólo hablábamos de cómo serían las cosas cuando regresara, de cómo funcionaría todo, de lo que haríamos, de lo fantástico que sería todo cuando estuviera de nuevo en su propio ambiente, cuando recuperáramos la feliz burbuja de exclusividad que habíamos disfrutado durante tantos años, cuando pudiéramos recuperar nuestra privacidad. Los doctores nos habían dicho que el hecho de que nuestras vidas hubieran cambiado para siempre no significaba que hubieran quedado destrozadas. Nick tenía un pronóstico excelente, así que cuando se recuperara podría trabajar, hacer el amor, volver a ser una persona en vez de un paciente. Había llorado al irme del dormitorio que adoraba y que yo misma había remodelado, cuando las paletas empezaron las obras en el cuarto de baño, cuando me tumbaba sola en nuestra cama y contemplaba un techo que no era el de siempre. Sin embargo, no lloré cuando Nick llegó a casa, porque tenía que ser la esposa perfecta. Él necesitaba que se lo hicieran todo, y yo acepté sin protestar aquel trabajo, aquel deber, aquel papel. | |
| | | eschio Amiga De Los Jobros!
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| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 7th 2013, 13:51 | |
| Capítulo 12 Agosto Este mes, me llamo Priscilla otra vez. Joe y yo hemos salido dos o tres veces por semana, hemos ido al cine, a cenar e incluso a un concierto, y hoy me ha propuesto ir a la Feria Renacentista de Pensilvania. He aceptado porque a veces hay que amoldarse a lo que quiere la otra persona, a pesar de que no sea algo que te apetezca. En la puerta principal, nos da la bienvenida un hombre que lleva falda escocesa y una enorme espada a la espalda, y que después de preguntarme mi nombre, me llama «lady Priscilla» y me besa la mano. Miro a Joe de reojo para ver cómo reacciona ante un flirteo tan descarado, pero está sonriente y no parece importarle que otro hombre acabe de chuparme la mano. De repente, una mujer vestida con una blusa escotada y con un corsé que empuja hacia arriba sus voluminosos pechos le mete una flor en el bolsillo de la camisa, y empieza a flirtear con él y a ofrecerle sus servicios. Una pelirroja con un cesto de colada se le acerca también y se presenta como «la moza más limpia de la comarca», y una morena se une a las otras dos y empiezan a bromear y a insinuarse. Joe se echa a reír y no intenta apartarse, y aunque supongo que es comprensible que se comporte así con tres descaradas pechugonas, me molesta que les preste más atención que a mí. De repente, se anuncia la llegada de la reina Elizabeth con un toque de trompetas, y todo el mundo parece entrar en un paroxismo extasiado. Las tres mujeres se alejan, y se postran ante el séquito de Su Majestad. Joe lo observa todo con una sonrisa. Está cruzado de brazos y entorna un poco los ojos para protegerlos de la luz, porque a diferencia de mí, no lleva gafas de sol. Como no tenga cuidado, van a salirle patas de gallo, pero supongo que en un hombre no tienen tanta importancia. La reina está echándoles caramelos a los niños que se agolpan para verla, y los actores la siguen entre aclamaciones. Me alegro al ver que las «mozas» que se nos han acercado antes circulan entre el gentío a cierta distancia, porque no quiero que vuelvan a molestarnos. Como Joe no está prestándome atención, le tiro ligeramente del brazo hasta que lo descruce, y entonces le tomo de la mano y entrelazo mis dedos con los suyos. Parece dudar por un instante, y no puedo evitar una sonrisa triunfal al ver que no intenta apartar la mano. Es nuestra décima cita, y estoy decidida a que tengamos muchas más; de hecho, antes de que acabe el día voy a convencerlo de que lo mejor es que seamos una pareja estable. —¿Quieres entrar para comer algo? —me dice, mientras señala hacia la puerta por donde está pasando casi todo el mundo. Asiento sin dudarlo, porque sé que tengo que ceder un poco para que después me dé lo que quiero... y lo quiero a él. Aunque aprecio el hecho de que se haya comportado como un caballero hasta ahora, ha llegado el momento de dar un paso más. Todos los hombres quieren sexo, y aunque él no me ha presionado, ha llegado el momento de dárselo. Cuando cruzamos la puerta, nos encontramos con las tiendas, las calles y las casetas que emulan el ambiente de una aldea renacentista. Muchos de los visitantes se han disfrazado, así que cuesta distinguirlos a primera vista de los actores; algunos de ellos llevan trajes muy elaborados, pero otros parecen salidos de una casa de empeños. Yo he optado por unos vaqueros y una camiseta blanca, menos mal que a Joe no se le ha ocurrido disfrazarse. —¿Qué te apetece comer? —me dice, sin soltarme la mano. La calle principal está llena de vendedores que anuncian a voz en grito pinchos de carne y otras comidas similares, pero no hay nada bajo en calorías. —No tengo hambre —contesto, incapaz de disimular una pequeña mueca de disgusto. —Vale. Joe está mirándolo todo como un niño en el circo; a pesar de que nuestras palmas unidas están sudorosas porque hace bastante calor, no le suelto la mano. Al llegar junto a un puesto donde venden unas patas de pavo ahumado que me dan náuseas, Joe se compra una; finalmente, consiento en comerme un sándwich de pollo, pero me niego a oler siquiera un plato de una cosa llamada haggis que ha insistido en probar. Su nariz y sus mejillas están empezando a salpicarse de pecas bajo la luz del sol. —Tendrías que ponerte crema protectora, o un sombrero. Después de pasarse una mano por la cara, fija la mirada en uno de los puestos y me lleva hacia allí. Es un sitio donde venden sombreros enormes adornados con plumas, encaje y lazos, y unos capuchones cónicos de princesa con largos pañuelos cayendo desde la punta. Joe agarra una monstruosidad amorfa de color verde que tiene una larga pluma de avestruz, y se la pone en la cabeza. —¿Cómo estoy? —No pega con tu atuendo. Joe suelta una carcajada, se prueba otro, y se mira con satisfacción en el espejo que hay en una de las paredes del puesto; de repente, tira de mí y me coloca uno de los sombreros de princesa antes de que pueda detenerlo. —¿Qué te parece? —dice, mientras adopta una pose teatral y mira nuestro reflejo en el espejo. —Estoy ridícula. Intento quitarme el sombrero, pero él me detiene y me acerca un poco más. —Estás preciosa. Al ver que se queda mirándome con una sonrisa, creo que va a besarme, pero no me inclino hacia él porque la goma elástica que sujeta mi sombrero se me hinca bajo la barbilla, y la pluma del suyo está flotando peligrosamente cerca de mis ojos. Él se vuelve de nuevo hacia el espejo, y al cabo de unos segundos se quita el sombrero y vuelve a colgarlo donde estaba. —No me convence. Me quito el sombrero de princesa con alivio. Qué asco, espero que no se lo haya probado antes una niña infestada de piojos. Cuando Joe vuelve a colgarlo, me miro en el espejo para arreglarme el pelo, y al volverme de nuevo me doy cuenta de que él está observándome con atención. —¿Qué pasa? —Nada. Esta vez, dejo que me rodee con los brazos y que me bese. Es una caricia breve que no cruza los límites de la corrección, y me permito disfrutar de ella. Cuando nos apartamos, sus dedos permanecen en mi cintura. Hoy me toca más que de costumbre. Me toma de la mano, me rodea los hombros o la cintura con el brazo, y hasta posa la mano en mi rodilla cuando nos sentamos a presenciar alguno de los diversos espectáculos. La verdad es que no estoy pasándolo tan mal como esperaba, aunque empiezo a aburrirme y Joe no parece perder interés. Cuando le digo que quiero descansar un poco, nos sentamos con unas bebidas en un banco que hay justo enfrente de un enorme lavadero de cemento lleno de agua, pero al cabo de unos minutos, una de las mujeres de antes se acerca y empieza a lavar la ropa que lleva en el cesto. Las otras dos se unen a ella casi de inmediato, y empiezan a anunciar un espectáculo; como estamos allí, nos quedamos a mirar. Se trata de una especie de narración interactiva y abreviada de la historia de Marco Antonio y Cleopatra, sazonada con un montón de chistes malos. Empiezo a reír un poco, pero entonces la pelirroja se acerca para sacar a alguien del público y elige a Joe. Me cruzo de brazos con enfado al ver que él se va con ella y me deja allí sola, a pesar de que sólo se trata de un espectáculo. La pelirroja se sienta en el borde del lavadero, y tras rodear a Joe con los brazos y las piernas, le pide que se invente una frase original para ligar. Él la mira, y le dice sin apenas pensárselo: —¿Me darás un azote en el trasero si te digo que tienes un cuerpo precioso? El comentario es penoso, pero la mujer choca la mano con él y el espectáculo continúa. Me parece que la que lo ha sacado a escena está disfrutando demasiado de su compañía, porque lo toca demasiado. No me hace ninguna gracia. Decido que es hora de regresar a casa en cuanto acaba la representación, pero Joe se queda hablando con las tres mujeres. La pelirroja toma un sorbo de agua de su vaso y la impulsa hacia arriba con la boca como si fuera una fuente, mientras las otras dos ríen y bromean tanto con él como con el resto de espectadores que aún no se han ido. Espero un minuto entero antes de acercarme a él, y le agarro la mano con un gesto posesivo que la pelirroja nota de inmediato. Al ver que se muestra más comedida, no tengo más remedio que admitir que quizás el flirteo sólo era parte del espectáculo, pero no quiero que a Joe se le olvide ni por un momento que ha venido conmigo. Pasamos todo el día en la feria, y cenamos en una pintoresca posada antes de emprender el camino de vuelta. Joe me ha comprado una rosa de metal aromatizada. El sol le ha sonrojado la nariz y las mejillas, y ha profundizado el tono dorado de su pelo. Sólo me suelta la mano cuando tiene que cambiar de marcha. Al llegar a casa, lo invito a entrar y lo llevo a la cocina para darle un vaso de té frío; cuando me coloca las manos en la cintura y me arrincona contra la encimera, permito que me dé el beso más intenso que hemos compartido hasta ahora. Saboreo el azúcar y el limón del té en su boca. Su lengua está fría al principio, pero no tarda en entrar en calor. Besa bien. Cuando me coloca una mano en la nuca para echarme la cabeza hacia atrás, me aparto un poco para recuperar el aliento mientras su boca permanece a escasos milímetros de la mía, y su cuerpo se aprieta contra mí. Su aroma me recuerda al verano. Siento la fría presión de la hebilla de su cinturón contra mi piel desnuda, porque la camiseta se me ha subido un poco. Está esperando algo... quizás quiere que le dé permiso, así que se lo doy abriendo la boca bajo la suya en un beso más profundo. Él desliza una mano desde mi cintura hasta mi trasero, y me aprieta aún más contra su cuerpo. Al subir una mano hasta su bíceps, siento la tensión de su musculatura, y se me acelera un poco el corazón al darme cuenta de lo fuerte que es a pesar de su engañosa delgadez. Me mordisquea los labios antes de descender hacia mi mandíbula, y me empuja suavemente con la boca para que eche la cabeza hacia atrás. Me estremezco cuando siento que sus dientes me recorren el cuello, y se me tensan los pezones mientras me aferró con más fuerza a su brazo. Me pregunto hasta dónde piensa que puede llegar. Está besándome sin prisa, me mordisquea y me acaricia con los labios, y de repente me siento como si fuera el plato entrante de un menú en vez de una mujer. Lo aparto ligeramente, y le digo: —Joe, para un momento. Por un segundo, creo que no va a hacerme caso, que va a seguir besándome y que incluso puede que intente sobarme, porque en sus ojos relampaguea una mirada que me dice que es un hombre acostumbrado a conseguir lo que quiere, y que está cansado de esperar. Sin embargo, retrocede ligeramente sin decir una palabra, aunque nuestros cuerpos siguen tocándose. Cuando baja la mano de mi nuca a mi hombro, coloco las mías en los suyos y le digo: —Me gustas Joe. —Y tú a mí. Nunca me ha dado miedo pedir lo que quiero, así que cuando le recorro la clavícula con un dedo, estoy casi segura del curso que va a seguir esta conversación. —Entonces, creo que deberíamos hablar de lo que hay entre nosotros. Al verlo asentir, me convenzo aún más de que se esperaba algo así; al fin y al cabo, cuando se sale diez veces con alguien es porque se tienen ciertas expectativas. Él baja las manos hasta mi cintura, y las deja allí con un gesto relajado. —De acuerdo —me dice. Entonces empiezo a pormenorizar lo que quiero y espero de él. Todo esto ha sido una negociación desde el principio, y ambos queremos saber lo que vamos a obtener de la fusión. Como soy una persona rigurosa, tengo más exigencias que él, pero sería inútil continuar con esto si las dos partes no tenemos una meta común. Cuando sellamos esta ronda de negociaciones con otro beso, me siento generosa. —Vamos arriba —le digo, al tomarlo de la mano, antes de llevarlo a mi dormitorio. Esperé en silencio, pero la historia ya se había acabado. Al ver que Joe le daba un mordisco a su bocadillo y tomaba un trago de refresco, desenvolví mi barrita de cereales y comimos en silencio. La sombra del árbol que teníamos a la espalda le oscurecía ligeramente el rostro, pero podía verle las pecas que le salpicaban la nariz y las mejillas. Llevaba un traje ligero, se había quitado la chaqueta y aflojado la corbata, y la camisa remangada dejaba al descubierto sus antebrazos cubiertos de vello dorado. —Parece muy... —no supe qué decir, porque «profesional» no parecía adecuado. «Frío» y «contractual» no sonaban mucho mejor. —¿Sorprendente? —me dijo él, con una sonrisa. —Sí, eso también. —Priscilla es una mujer que sabe lo que quiere, y no le da miedo pedirlo en detalle. Aquello era algo que me había quedado claro mientras me contaba la historia. Intenté encontrar las palabras adecuadas, consciente de que mis sentimientos encontrados influían en mi opinión. —¿Y qué me dices de ti? Me gustaban muchas de las facetas de su personalidad, pero una de las cosas que más me gustaban de él era que se conocía muy bien a sí mismo y nunca se escondía de la verdad. En ese momento, no intentó fingir que no había entendido mi pregunta. —Somos dos piezas conjuntadas, un par de caballos elegantes y bien entrenados que quedarán bien tirando del mismo carruaje. —¿Y eso es lo que quieres? Dios, cómo deseaba que me dijera que no, que admitiera que Priscilla no le satisfacía, que lo que habían hecho en su dormitorio no lo había saciado. —No siempre puede tenerse lo que se quiere —me dijo. —¿Crees que ella es lo que necesitas? —al oír el matiz de desesperación en mi voz, cerré la boca de golpe. Joe dobló su servilleta por la mitad, y volvió a repetir el proceso varias veces hasta tener un pequeño cuadrado que estrujó en la mano. Cuando volvió a abrirla, fui incapaz de apartar la mirada del papel, que fue abriéndose poco a poco como una flor. —Creo que sí, _________. No. No, no, no... quería decirle que no era así, pero permanecí en silencio y tomé un trago de agua para intentar aclararme la voz. Todo acaba tarde o temprano, tanto lo bueno como lo malo. —Crees que soy incapaz de hacerlo, ¿verdad? —me preguntó, sin inflexión alguna en la voz. —Eso no es asunto mío. Joe soltó una carcajada. —Pues yo diría que sí, _________. Conoces mejor que nadie mi vida sexual, mi vida en general. —Si lo que quieres es que te juzgue... —Lo que quiero es que me digas si crees que soy capaz de hacerlo. —¡Eso no es asunto mío, Joe! Estábamos mirándonos cara a cara, y a pesar de que ni siquiera nos rozábamos, el espacio que nos separaba parecía insuficiente. Joe esperó con paciencia mientras yo me devanaba los sesos intentando encontrar una respuesta adecuada. Habíamos llegado tan lejos, que no contestarle había dejado de ser una opción. La cuestión era cuánta sinceridad iba a tener mi respuesta. —No, no creo que seas capaz —admití al fin. Él se limitó a asentir, como si se lo hubiera esperado. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y se quedó contemplando sus manos entrelazadas antes de mirarme de nuevo. —Creo que te equivocas —me dijo con calma, antes de levantarse. Mientras se ajustaba la corbata y se ponía la chaqueta, lo contemplé con una autocomplacencia codiciosa, convencida de que era la última vez que lo veía. —Espero que tengas razón, Joe. Él me contempló durante un momento interminable con una expresión tan intensa, que su mirada pareció quemarme. —Lo sabremos el mes que viene, ¿no? —me dijo finalmente, antes de alejarse. —Cuéntame una historia. Nick estaba tumbado en la cama, con la cabeza apoyada en un brazo. Tuve ganas de lamerle la piel que quedaba expuesta entre el dobladillo de su camisa y el cinturón, pero me contenté con recorrerla con un dedo. Al sentir la caricia, se volvió hasta quedar de espaldas a la cama, y la camisa se subió un poco más. —¿Otra? _________, ya te las he contado todas. —Eso es imposible —le dije, mientras extendía los dedos sobre su vientre y empezaba a acariciarlo con pequeños círculos. Él soltó un suspiro de fastidio claramente falso, porque le gustaba contarme historias tanto como a mí oírlas. Después de acariciarle el estómago, le quité la camisa para desnudarlo de cintura para arriba. —Vale. Érase una vez tres osos... —¡No, ésa no! —protesté de inmediato, riendo, mientras empezaba a desabrocharle el cinturón. (Ay, que lindo fue eso *w*) —¿Por qué no?, ¿es que los osos no te parecen sexys? Después de quitarle el cinturón, le bajé la cremallera y metí la mano dentro de sus pantalones; le acaricié el miembro pulsante con la palma durante unos segundos, antes de desnudarlo por completo. —No me va el sexo con animales, Nick. —Estás dando por hecho que la protagonista va a practicar el sexo con los tres osos. —¿Y no es así? —Vas a tener que esperar a que te lo cuente, ¿no? Sin embargo, no llegué a enterarme de cómo acababa la historia, porque me incliné para cubrirlo con mi boca y nos distrajimos. La memoria es un mecanismo curioso. Hay cosas que se olvidan con facilidad, pero aquel día me había quedado grabado en la mente. Había sido la última vez que habíamos hecho el amor antes de su accidente, y habría prestado más atención si hubiera sabido que era la última vez que me abrazaba. Pero no lo había hecho, porque había creído como una tonta que nada podía cambiar, que éramos intocables. En los días posteriores a la historia de Joe, pensé muy a menudo en aquellos momentos especiales que había vivido con mi marido. Nick siempre me había contado historias, entrelazaba para mí cuentos clásicos con poesía erótica y leyendas urbanas. Unas veces yo le provocaba con las manos y la boca mientras él me describía torres de cristal, y otras veces él trazaba las palabras con la lengua sobre mi clitoris hasta que llegar al orgasmo justo cuando el príncipe azul acudía al rescate de su amada; a veces, él era el rey y yo la reina de las hadas, o él la bestia y yo la bella que lo transformaba... me hacía el amor con la voz tan profundamente como con la ****, con una pasión sin límites. Pero ya no hacíamos el amor, y apenas me hablaba. Había dejado de contarme historias, y Joe iba a hacer lo mismo. No tenía derecho a exigirle nada a Joe, ni a pensar que lo que hacíamos iba a durar de forma indefinida. Todo tenía un final, y hacía mucho tiempo que nuestros encuentros tendrían que haber acabado; de hecho, ni siquiera tendrían que haber empezado, pero habían ido sucediéndose sin más y no sabía cómo iba a sobrevivir sin ellos. No quería ver a Nick al llegar a casa, pero no me quedaba otra opción. Tenía que ir a su cuarto para comprobar que estaba bien, para darle la atención que él no parecía querer y que se negaba a agradecer. Nuestra pelea había dejado una tensión palpable en el ambiente. En el pasado, habríamos arreglado las cosas en la cama, pero en aquellas circunstancias lo único que podíamos hacer era esperar a que la situación se normalizara. Dennis se había dado cuenta de que pasaba algo, y a diferencia de mí, era capaz de hacer reír a mi marido para intentar aliviar la tensión. La señora Lapp había optado por hacer un montón de pasteles y de galletas, pero como ni Nick ni yo teníamos demasiado apetito, me limitaba a tirarlos a la papelera y a cubrirlos con papel de periódico para que ella no se diera cuenta. Al llegar a su dormitorio, me detuve por un momento. Esbocé una sonrisa forzada, y abrí la puerta. —Cielo, ven aquí —me dijo él, con el tono contrito que solía usar después de una pelea. —Hola —le dije, mientras me sentaba en el borde de la cama. —Perdóname, cariño. Me porté como un capullo. —Sí, es verdad —admití, con una sonrisa un poco más sincera. —Lo siento. Al acariciarle la cabeza, sentí el roce de su pelo casi rapado. —Yo también siento que te portaras como un capullo. —¡Eh! Nos echamos a reír, y le besé la mejilla. Su olor había dejado de ser el del Nick de antaño. —Es que a veces me enfado, y... Permanecí en silencio para ver si seguía hablando, con la esperanza de que por una vez dejara de fingir que no le pasaba nada para poder hacerlo yo también, con la esperanza de que pudiéramos liberarnos por fin de los papeles que llevaban tanto tiempo aprisionándonos. Finalmente, al ver que no continuaba, le acaricié la mejilla y le dije: —Es normal que te enfades. Su mandíbula se tensó bajo mis dedos, y apartó la mirada. En el pasado, nunca había mostrado una actitud tan estoica e inflexible. —No quiero hablar de eso —me dijo. —Pero yo sí... Se volvió a mirarme de golpe, y exclamó: —¡He dicho que no quiero hablar de eso!, ¡no me presiones! Aparté la mano de su cara. Respiré hondo varias veces porque no podía soportar la idea de que volviéramos a pelearnos, pero los ojos se me inundaron de lagrimas. —Ni se te ocurra. No empieces a lloriquear, _______. ( :smileysad: ) Era injusto que ni siquiera pudiera llorar. Era capaz de entender por qué no quería ver mis lágrimas, pero aun así, era injusto. —¡Me gustaba más cuando te limitabas a tirar platos contra la pared! —le dije. —Por si no lo has notado, ya no puedo tirar nada —su voz estaba cargada de aquel sarcasmo que me repelía. —Antes no te guardabas nada dentro, te enfadabas sin reprimirte, o te entristecías, o te ponías loco de felicidad... Nick, te dejabas llevar... —¡Y tú no lo soportabas! —al oír el tono ronco de su grito, empecé a ponerle bien las sábanas de forma automática, pero su rostro se tensó aún más—. ¡Déjalo, ya lo hará Dennis! —Sólo quiero asegurarme de que... —Te he dicho que lo dejes. Cuando obedecí, nos miramos con actitud beligerante, y esperé a que empezara a soltar las imprecaciones que iban a flagelarme hasta que me derrumbara hecha un mar de lágrimas; sin embargo, sentí una mezcla de alivio y desesperación al ver que se contenía. Me crucé de brazos, y me di cuenta de lo frías que tenía las manos. —Me gustaba cómo eras antes, y lo echo de menos. Te echo de menos, Nick. Las palabras escaparon de mis labios antes de que pudiera contenerlas. Él volvió la cara hacia el otro lado, pero yo rodeé la cama para obligarlo a que me mirara. —Creo que te iría bien hablar de esto conmigo, que a los dos nos iría bien. Necesito hacerlo, Nick, necesito que hablemos de nosotros, de lo que pasa. Ya no me cuentas historias. —¿Es que eres una niña pequeña? Me negué a permitir que sus palabras me rompieran el corazón. —Ya no hablas conmigo de lo que sientes. —No quiero hablar. Aunque uno ******** basura entre dos rodajas de pan y diga que es un bocadillo, sigue siendo basura. —¡Pues creo que tenemos que hablar de ello, aunque sea basura! —¡Deja de intentar analizarme! —¡No soy tu terapeuta, sino tu mujer! —¡Pues sé mi maldita mujer y deja de intentar meterte en mi cabeza! No tengo nada que pueda compartir contigo, éste es mi problema, no el tuyo. Deja de intentar apropiarte de mi problema, estoy harto de que te comportes como si el mundo entero girara a tu alrededor. No era lo peor que me había dicho, pero sí lo más cruel. Me dolió más que cuando me llamaba ****a o estúpida, y retrocedí como si me hubiera dado un bofetón. Pensé que iba a ponerme a llorar al ver que me giraba la cara de nuevo con expresión pétrea, pero sentía como si mi propio rostro estuviera cincelado en mármol. Parpadeé con fuerza, pero tenía los ojos secos. Al salir de la habitación, me topé con Dennis, que me puso una mano en el hombro. Cuando nuestras miradas se encontraron, me abracé a él antes de poder contenerme, apreté el rostro contra su pecho y empecé a llorar en silencio. Él me dio varias palmaditas tranquilizadoras en la espalda, mientras sus brazos musculosos me rodeaban como pilares fuertes y firmes. Nick lo llamó con un grito de impaciencia, y cuando el interfono sonó un segundo después, me obligué a apartarme de Dennis a pesar de lo mucho que seguía necesitando su abrazo, porque él no estaba allí para ocuparse de mí. Al ver su mirada de preocupación, me obligué a esbozar una sonrisa y le dije: —Ve a ver qué quiere, te necesita. —_________, es normal que... —Ya lo sé —lo interrumpí, mientras me secaba los ojos—. Ya lo sé. Entra a ver qué quiere, yo estoy bien. Dennis asintió, y me dio una palmadita en el hombro antes de entrar en la habitación. Creí que iba a llorar más, pero decidí imitar la actitud de mi marido y me obligué a adoptar una calma estoica.
__________________________ ahí les dejé dos capítulos! ojalá les gusten | |
| | | Lady_Sara_JB Casada Con
Cantidad de envíos : 1582 Edad : 28 Localización : México Fecha de inscripción : 24/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 7th 2013, 19:39 | |
| dios q horror joe encontro otra (q la odie) y ahora nick dios pobre ____ q su vida no podra cambiar terminara siendo una piedra siguela espero q joe deje a la otra en serio la odie | |
| | | BETTY DE JONAS Novia De..
Cantidad de envíos : 613 Edad : 30 Localización : Con los jonas :) (en un cuarto AMANDONOS) Fecha de inscripción : 01/08/2011
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 7th 2013, 21:26 | |
| NOOOOOOOO!!!! NO quiero que Joe esté con otra que no sea _______ Tiene que haber un modo de que ellos enten juntos... Por favor siguela por que yo quiero saber mas historias de Joe... Y de la triste vida de _______ | |
| | | eschio Amiga De Los Jobros!
Cantidad de envíos : 405 Localización : Chile Fecha de inscripción : 03/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 10th 2013, 19:57 | |
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]Capítulo 13 Septiembre
Aquel día era el primer viernes del mes, pero pasaban veinte minutos de la hora habitual. Aunque me había dicho a mí misma que no iría, había acabado saliendo de mi consulta, y me había arreglado el pelo y pintado los labios mientras bajaba en el ascensor. Me aferraba a la bolsa de papel marrón que contenía la comida como si fuera un tesoro, y mis zapatos taconeaban en el pavimento mientras me dirigía hacia aquel banco que consideraba algo muy nuestro. Aunque el tiempo aún permitía comer en el parque, el cielo estaba un poco nublado, así que me había puesto un jersey para protegerme de la brisa. Se me aceleró el corazón al doblar la esquina y salir al rincón apartado donde estaba nuestro banco. Joe estaba allí. Llevaba un traje que me resultaba muy familiar, y la corbata que yo misma había elogiado. Cuando nuestros ojos se encontraron, me habría ido bien tener a alguien en quien apoyarme, porque resbalé ligeramente con un guijarro suelto y di un humillante tropezón. Joe no estaba solo, y supe de inmediato quién era ella. El moño de pelo rubio y los pendientes de perlas no dejaban lugar a dudas, y tampoco la actitud fría con la que se giró hacia mí a tiempo de presenciar mi torpe llegada. Joe no se levantó ni sonrió. Deslizó la mano por el respaldo del banco y la posó encima del hombro de su compañera, que a su vez se acercó un poco más a él mientras le lanzaba una mirada de disgusto al asiento, como si lo culpara por estar sucio. —¿Estás bien?, hay que tener cuidado de dónde se pisa —me dijo él. Su tono de voz impasible me dolió más que si se hubiera mostrado frío. —Deberían limpiar por aquí más a menudo, podrías haberte torcido el tobillo —comentó Priscilla. Dios, incluso su voz era contenida y perfecta. —Lo siento —me oí decir, como desde una gran distancia—, no sabía que este banco estaba ocupado. —Podríamos apartarnos un poco... —empezó a decir ella. —No hace falta, ya encontraré otro —me apresuré a contestar. —¿Estás segura? —me preguntó Joe, mientras acariciaba con un dedo el cuello de su acompañante—, hay sitio para una más. Las dos nos volvimos hacia él. Nuestras expresiones eran idénticas, porque ambas sentíamos lo mismo. —No, gracias. Adiós, que disfrutéis de la comida. Malnacido. Malnacido, hijo de... mi mente se llenó de insultos mientras me alejaba. Oí que él murmuraba algo, y tuve ganas de vomitar cuando Priscilla respondió con una suave carcajada. No permití que las lágrimas empezaran a brotar hasta que me metí en mi coche. Como en vez de aliviar la tensión la empeoraron, las detuve apretando las manos contra los ojos con fuerza. No tenía derecho a sentir aquel dolor abrumador, así que me negué a darme el lujo de hundirme en él. No me reconocí en la imagen que se reflejó en el retrovisor, hasta que parpadeé un par de veces y me sequé la cara con un puñado de pañuelos que se me despedazaron en la mano. Empecé a recoger los pedacitos de papel, agradecida por la oportunidad de poder hacer algo con las manos mientras mi mente asimilaba lo que había sucedido, y finalmente logré serenarme. Me pasé diez minutos pintándome los labios y poniéndome un poco de colorete, aunque no tenía rímel ni nada con lo que poder disimular la hinchazón de los ojos. Mis sollozos me habían desgarrado la garganta como un manojo de espinas; de hecho, así era todo con Joe... nada de rosas, sólo espinas. Había aprendido aquella dolorosa lección a las malas. No pude disimular el alivio que sentí cuando Nick me dijo que al final su madre y su hermana no iban a venir a visitarnos. —¿Te han dicho cuándo podrán venir? —le pregunté, mientras dejaba sobre la silla reclinable el maletín lleno de papeles y la bufanda que llevaba siglos tejiendo. —No. No lo miré mientras colocaba una pequeña mesa junto a la silla y doblaba una manta. Estaba tan habituada al ritual de todos los viernes por la noche, que mis manos los llevaban a cabo de forma automática. Al ver que algo se había enganchado en la silla y había hecho un pequeño agujero, decidí arreglarlo antes de que se hiciera más grande. —Voy a por una aguja y un poco de hilo —empecé a volverme hacia la puerta, pero su mirada me detuvo. —________, les he pedido que no vinieran —me dijo, con voz gélida. —¿Por qué? —Porque en este momento no podría soportar tenerlas aquí. Me había sentido un poco culpable por el alivio que me había inundado al saber que no iban a venir, y el hecho de que hubiera sido Nick el que había tomado la decisión hizo que me sintiera un poco mejor. Me acerqué a acariciarle la cabeza, y al notar que su piel estaba un poco acalorada, levanté las sábanas para que su cuerpo recuperara una temperatura normal. Él aguantó mis cuidados en silencio, pero su mirada me agarró con tanta facilidad como lo habrían hecho sus manos. Empecé a recorrer el borde de la sábana con los dedos en un gesto nervioso que le habría molestado si hubiera podido notarlo, pero me detuve en seco al ver que el movimiento repetitivo de mis brazos también le exasperaba. Su mirada me recorrió de arriba abajo, y me dio la impresión de que iba apartando las capas de ropa hasta dejarme desnuda. —Perdona, _________. —No tengo nada que perdonarte —le dije con firmeza—. Las cosas son como son, pero saldremos adelante, como siempre... —No —espetó él con brusquedad. Me negué a rendirme, así que me incliné hacia él y le dije: —Sí. En el pasado, no conseguía ganar de vez en cuando alguna de nuestras peleas por esgrimir mejores argumentos ni por ser capaz de tener un berrinche mayor, sino porque Nick acababa cediendo. Nuestras peleas podían llegar a ser espectaculares, pero él era el sonido y la furia y yo me limitaba a esperar en silencio hasta que se tranquilizaba. Aquella vez no iba a ser así. —Por muy capullo que seas, no pienso renunciar a ti. Había tenido la esperanza de lograr que sonriera, pero su mirada se ensombreció aún más. —No estoy jugando, _______. Esto... todo este... —¿A qué te refieres, Nick? ¿A nuestro matrimonio?, ¿a nuestra vida? Me sentí bien al acicatearlo. Él soltó un gruñido y me fulminó con la mirada, y yo lo miré con una expresión igual de ceñuda. —Sí, a todo. —¿Qué es lo que les pasa? Nunca le había visto sin palabras. Normalmente, o las soltaba a raudales o iba regalándolas poco a poco como si fueran una recompensa, pero nunca le faltaban. Al ver cómo luchaba por encontrarlas, me sentí victoriosa y destruida a la vez. —Creo... que quiero el divorcio. Retrocedí como si me hubiera golpeado. —¿Qué? —Quiero que nos divorciemos. Aunque la primera vez le había costado decirlo, la segunda pareció resultarle mucho más fácil. —¡Ni hablar! —me puse las manos en las caderas, para no apretarlas en dos puños—. ¡Vete al infierno!, ¡que te jod...! —Ése es el problema, ¿no? —me interrumpió, gritándome con voz ronca, como si estuvieran arrancándole aquellas palabras de la garganta—. ¡No puedo hacerte eso, ni ahora ni nunca! ¡No podré volver a hacerlo en toda mi vida! Me quedé callada al oír aquella verdad. Tenía la respiración acelerada por la furia que me cegaba. —Puedes hacerlo, pero no quieres porque eres un maldito egoísta. Nick parpadeó sorprendido, y cerró la boca con fuerza como si estuviera intentando silenciar su respuesta; sin embargo, no lo consiguió. —Quiero ponerte contra una pared y poseerte hasta que grites de placer, ________. Es ridículo, ¿verdad? —bajó los ojos hacia su cuerpo inmóvil antes de volver a mirarme, y añadió—: No puedo cuidar de mí mismo, y mucho menos de ti. —Ya lo sé, ya sé que es muy injusto. —Creía que siempre podría cuidar de ti, que siempre me necesitarías más que yo a ti, pero ahora te vas cada día y llevas una vida de la que no formo parte, y... y no entiendo cómo es posible que ya no me necesites. Mi enfado se desvaneció, y me incliné a darle un beso. —Claro que te necesito, Nick. —No... Empezó a negar con la cabeza, pero detuve el movimiento con otro beso. —Sí, Nick, claro que sí. —Pero no puedo... —Shhh... claro que puedes. Nos miramos a los ojos, y soltó un suspiro de placer cuando le acaricié el cuello. Deslicé una mano bajo el cuello del pijama para trazarle la clavícula, y cuando sus labios se abrieron, esperé a que su lengua penetrara en mi boca antes de acariciarla con la mía. —Te quiero —susurré contra sus labios—. El amor que siempre he sentido por ti no ha cambiado, Nick. Aparté las sábanas y le desabroché la camisa del pijama con manos temblorosas. Había visto su cuerpo infinidad de veces, le había bañado y le había cambiado de ropa, así que conocía perfectamente los cambios que había sufrido y ya no me asustaban, a pesar del terror que había sentido al verlo la primera vez inconsciente, destrozado y sangrando por heridas que habían acabado dejando unas pálidas cicatrices blancas. Empecé a trazar la más larga, la que había dejado la rama de un árbol al golpearlo por encima del pezón derecho y a lo largo de su cuerpo hasta la cadera, y él soltó un gemido cuando besé el extremo superior antes de ir recorriendo la línea con los labios. Hacía años que sólo lo besaba en la boca, en el cuello o en la mano. Nunca habíamos hablado de cómo se sentía respecto a su cuerpo, o de por qué en las veces esporádicas que hacíamos el amor los dos nos centrábamos en lo que podía hacerme a mí misma, y nunca en lo que podía hacerle a él. Mis manos le acariciaron la piel mientras volvía a ascender hacia su boca, y lo besé con suavidad mientras le frotaba el pecho y los costados. Cuando metí la mano en sus pantalones, jadeé y me flaquearon las rodillas al sentir el roce de su vello púbico en los dedos. —¿Vas a tocarte? —susurró, con voz ronca. —No, quiero tocarte a ti. Cerró los ojos por un momento, y cuando volvió a abrirlos, el deseo que brillaba en ellos me abrasó. Volvimos a besarnos con las bocas abiertas, hambrientos, mientras acariciaba toda la piel que tenía a mi alcance y redescubría su cuerpo, sus curvas y sus líneas. No era lo mismo de antes, pero al fin y al cabo, todo cambia. Me costó un poco bajarle los pantalones, pero una recompensa siempre es más dulce si hay que esforzarse en conseguirla. Nick se echó a reír cuando se lo dije, y comentó: —Eres una optimista. —Cierra el pico —le dije desde los pies de la cama, mientras le levantaba las piernas para poder acabar de desnudarlo. En cuanto acabé, me quité la ropa. Cuando alzó un poco la cabeza para mirarme, me imaginé a mí misma enmarcada entre sus muslos, subiendo lentamente a la cama. Le acaricié las piernas, le besé las rodillas y froté las mejillas contra sus muslos; al cabo de unos minutos, alargué la mano hacia el mando de la cama y le alcé un poco más la parte superior del cuerpo. Cuando alzó un poco la cabeza para mirarme, me imaginé a mí misma enmarcada entre sus muslos, subiendo lentamente a la cama. Le acaricié las piernas, le besé las rodillas y froté las mejillas contra sus muslos; al cabo de unos minutos, alargué la mano hacia el mando de la cama y le alcé un poco más la parte superior del cuerpo. —Quiero que veas bien lo que hago. —__________... —dijo él, con tono alarmado. Lo miré directamente a los ojos, y le dije con firmeza: —Quiero hacerlo. Y lo hice a conciencia. Aunque muchas partes de su cuerpo habían cambiado, su miembro seguía siendo el mismo. Cuando lo tomé en mi mano, volvió la cabeza y cerró los ojos mientras murmuraba algo, como si mis caricias le dolieran. Susurré su nombre antes de recorrer con los labios su vello púbico, la suave piel de su vientre y sus muslos, le besé la base del pene, y lo recorrí de arriba abajo con la boca mientras sopesaba sus testículos con una mano. Había muchas cosas que no podía hacer por él, pero muchas otras que sí. Podía lamerlo, acariciarlo, besarlo por todas partes mientras mi pelo lo recorría en una caricia que solía enloquecerlo en el pasado. Al oír que susurraba mi nombre, levanté la mirada y vi el brillo de las lágrimas en sus ojos. Se humedeció los labios con la lengua, mientras su pene permanecía fláccido e inmóvil en mi mano. No me importó. Deslicé mi cuerpo desnudo sobre el suyo, mientras disfrutaba de la sensación de piel contra piel que no había vuelto a experimentar desde el accidente. Me tumbé a su lado con un muslo sobre su pierna y el sexo pegado al suyo, y le arranqué un gemido al lamerle el hombro en un punto donde aún tenía sensibilidad. —Echo de menos acariciarte. Lo echo de menos tanto como tus abrazos, pero tú nunca dejas que lo haga. Su respiración se había vuelto jadeante, y por un segundo pensé que no iba a responderme. —Me tocas a diario, ___________. Me das de comer, me vistes, me limpias el trasero... pero no puedo sentir tus manos en mi piel. —Ya lo sé —le dije, mientras le acariciaba la clavícula y los hombros. —No, no lo sabes. Acompasé nuestra respiración con un esfuerzo consciente, para que nuestros pechos subieran y bajaran al unísono. Tras besarle el hombro, mantuve los labios pegados contra su cálida piel; se me habían quedado unos mechones de pelo atrapados bajo la mejilla, y levanté la cabeza para apartarlos. Nick me miró a los ojos, y me dijo con calma: —No te culparía si tuvieras un amante. Sentí que una oleada de vergüenza me recorría de la cabeza a los pies. —No tengo un amante, Nick. Entonces vislumbré al antiguo Nick, al hombre que se habría enfrentado a cualquier otro que se hubiera atrevido a mirarme con deseo, y me incliné a besarlo al sentir una felicidad inmensa. —Perfecto, porque no podría darle una paliza en estas condiciones. Hice un gesto de negación, y aparté a Joe de mi mente. —No tienes nada de qué preocuparte. Nick inclinó un poco la cabeza para buscar mi boca, y yo se la ofrecí. —Ponte encima de mí. Sentí un escalofrío de excitación al oír el deseo en su voz. Después de sentarme, deslicé la mano por su pecho y por su estómago. —Quieres que... —Que te sientes a horcajadas sobre mí, sobre mi pene. Sentí que ardía al oír aquellas palabras, las palabras del Nick de antes, que siempre me había dicho con claridad meridiana lo que quería. Me incorporé un poco y le pasé una pierna por encima del abdomen, para que su pene quedara entre mis muslos. —Bésame —me pidió con voz ronca. Cuando obedecí, fue él quien tomó la iniciativa en el beso, y me acarició la lengua con la suya hasta que jadeé de placer. Me daba miedo apoyar demasiado peso en él, pero al oír su gruñido exigente, me acerqué más y me abrí por completo a él. —Deja de pensar —susurró contra mis labios. Aunque sus manos seguían inmóviles a ambos lados de su cuerpo, las sentí en la nunca, sujetándome contra él—. Bésame, __________. :Enamorado: Nos besamos durante mucho tiempo, como aquella primera vez en su apartamento. El hecho de que la parte superior de la cama estuviera levantada hacía que pudiera permanecer cómodamente sentada a horcajadas sobre él, con las rodillas apretadas contra sus muslos y mi sexo frotándose contra su miembro y su vientre. Él era el que tenía el mando de la situación, y siguió devorándome la boca con un deseo ardiente. —Frótate contra mí. ¿Tienes los pezones duros? —Sí... —Deja que te los chupe. Alcé los pechos hasta su boca, uno tras otro, y él lamió y succionó hasta que grité y me estremecí, a las puertas del clímax; de repente, los movimientos de su boca se hicieron más pausados, y su lengua me acarició la piel lentamente antes de que sus labios volvieran a cerrarse de nuevo sobre el pezón. Cuando me arqueé contra su boca, completamente inmersa en el éxtasis que sentía, él se detuvo durante unos segundos y gemí cuando el placer y la anticipación se acrecentaron aún más. Entonces empezó a succionar con un poco más de fuerza, y un poco más aún, hasta que me resultó imposible quedarme quieta. —Eso es —susurró contra mi piel—, tenlo encima de mí, __________. El movimiento incesante de mi clitoris contra él me había ido acercando aún más al borde del abismo, y sus palabras combinadas con la siguiente caricia de su lengua fueron el empujón final que necesitaba para liberarme. Me quedé sin aliento mientras la eternidad giraba a mi alrededor. Mi cuerpo entero se tensó, y mi sexo se contrajo en espasmos de placer tan intensos, que resultaron casi dolorosos. Los ruidos que se hacen durante el acto sexual no suelen ser demasiado decorosos, pero eso me daba igual; además, no habría podido ahogar mis gemidos de placer ni aunque lo hubiera intentado. —Tenlo para mí, ________. Al oír que su voz se rompía, abrí los ojos para mirarlo directamente mientras estallaba en llamas. Mirarlo a los ojos en el momento del clímax fue lo más íntimo que habíamos compartido jamás, porque en aquel momento él pudo ver todo lo que había en mi interior y yo no quise ocultarle nada. Tras un momento, sonrió y se pasó la lengua por los labios. —La próxima vez, voy a comerte la entrepierna. —Tendrás que dejar que antes me recupere de esto —le dije, jadeante. —Debilucha. Incliné la cabeza para besarlo lentamente, con una ternura infinita, y al apartarme ligeramente susurré: —Te quiero. :Enamorado: :Inlove: —Yo también te quiero. :Enamorado: :Inlove: Relajada y satisfecha, lo abracé y apoyé la cabeza en su hombro; sin embargo, cuando oí que bostezaba no tuve más remedio que bajarme de la cama a regañadientes, aunque mientras lo hacía me aseguré de acariciarlo y tocarlo todo lo posible. —Deja de sobarme, desvergonzada. (Uy) Nos echamos a reír. Sus mejillas estaban sonrojadas, y sus ojos tenían un brillo que no había visto desde hacía demasiado tiempo. Sentí una oleada de amor tan fuerte hacia él, que habría tropezado de no haber estado agarrada al borde de la cama. Consciente de que no era el momento de llorar, contuve las lágrimas. Nick se mostró muy efusivo mientras le limpiaba con unas toallas humedecidas con agua templada y volvía a colocarle el pijama. Me habló de sus clases y de sus estudiantes, de lo que tenía planeado para el año siguiente... y de la posibilidad de que nos fuéramos de vacaciones. —¿Lo dices en serio?, ¿de verdad quieres que nos vayamos de viaje? —Sí, ¿crees que podríamos arreglárnoslas? Me gustaría ir a algún sitio con playa, podría buscar información en Internet sobre centros turísticos habilitados para discapacitados. Yo nunca le había negado el derecho a salir de casa, era él el que nunca quería ir a ningún sitio, el que decía que bajar al jardín era demasiado problema. Me sorprendió tanto que mostrara interés en hacer un viaje, que no supe qué decir. —¿Qué te parece la idea? —me preguntó, mientras observaba cómo le colocaba bien los miembros y le tapaba con las mantas. —Me parece genial. Él siguió hablando sin parar, lleno de entusiasmo, mientras yo me ponía el camisón, mientras me lavaba los dientes y me recogía el pelo, mientras extendía la silla reclinable y colocaba mi manta y mi almohada sobre ella, mientras preparaba el despertador para levantarme cuando llegara la hora de cambiarlo de postura. —Ya sé que te dará más trabajo, pero a lo mejor podríamos pedirle a Dennis que venga también para que puedas darte un respiro, ir a la playa o a que te den un masaje. Creo que funcionaría. —Sí, yo también lo creo —le dije, feliz de verlo tan entusiasmado. —He intentado con todas mis fuerzas conseguir que te alejaras de mí, __________... pero tú no te has rendido —me dijo de repente. —No quiero dejarte, Nick. No voy a hacerlo —le contesté, mientras le pasaba una mano por el pelo corto. Él me miró en silencio durante unos segundos, con expresión muy seria, y finalmente me dijo: —Las cosas van a cambiar a partir de ahora, te lo prometo. —Sí, muchas cosas serán diferentes —le dije, antes de besarlo con ternura. Y así fue, al menos durante un tiempo. Nick estaba mucho más alegre, flirteaba conmigo, e incluso empezó a hablar de buscar información sobre ayudas para conseguir una erección; aunque la idea me atraía, también me preocupaba un poco, porque el uso de medicamentos siempre podía tener algún efecto secundario. —Imagínatelo... una erección que dure cuatro horas —me dijo en broma una noche, mientras yo permanecía tumbada a su lado. —Por el amor de Dios, Nick, no la necesitaría durante cuatro horas seguidas. —Si pudiera tener una erección, también podríamos plantearnos... —¿El qué? —le pregunté, mientras me alzaba sobre un codo para mirarlo a la cara. —Podríamos plantearnos tener un hijo. Me quedé boquiabierta, y me incorporé hasta sentarme; al cabo de unos segundos, le pregunté: —¿Quieres tener un hijo? —¿Tú no? No supe qué contestar. No estaba segura de si quería o no, pero el mero hecho de que él hubiera planteado la posibilidad indicaba lo mucho que habían cambiado las cosas. —Muchos tetrapléjicos tienen hijos, sólo digo que podríamos pensar en ello —insistió. Un hijo. Quizás un niño con la sonrisa traviesa de Nick, o una niña con un gran sentido práctico. ¿Un hijo...? Años de responsabilidad, de pañales y de vómitos, de dulces abrazos perfumados y besos infantiles. Un trocito de Nick que podía conservar para siempre. —Oye, oye... _______, mi vida, no llores... Me sequé las lágrimas, y le pregunté: —¿Crees de verdad que podríamos hacerlo? —Sí, creo que sí —me contestó, con convicción. Aquella noche fue la primera vez desde el accidente que me chupó hasta que alcancé el orgasmo. Después, mientras permanecía completamente saciada a su lado inhalando el aroma a sexo, me susurró poemas contra el pelo y hablamos de un futuro brillante y lleno de posibilidades.
El primer viernes de octubre, no pensaba volver al banco del parque, porque Joe había dejado claras sus intenciones al llevar allí a Priscilla y ya no necesitaba sus historias gracias a mi nuevo comienzo con Nick. Cuando aquella mañana me despedí de mi marido con un beso, él inclinó la cabeza para olerme el cuello, me miró con una expresión indescifrable, y me dijo: —Que tengas un buen día. Salí decidida a que fuera así. Era un día ideal para comer fuera, porque hacía muy buen tiempo, y había un montón de sitios fantásticos a lo largo del río donde podría disfrutar del sol de principios de octubre. Tenía las mejores intenciones, pero cuando me puse mi rebeca y agarré la fiambrera, mis pies emprendieron como por voluntad propia el camino hacia el parque donde había pasado el primer viernes de cada mes en los últimos dos años. Me dije que todo tenía un final, una resolución. No tenía intención alguna de volver a encontrarme con Joe, pero al final lo hice.
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| | | eschio Amiga De Los Jobros!
Cantidad de envíos : 405 Localización : Chile Fecha de inscripción : 03/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 10th 2013, 19:59 | |
| Capítulo 14 Octubre Este mes, me llamo Kitten. No es mi nombre de verdad, pero eso no importa en un sitio como este. Lo único que importa es que soy como una gatita mimosa que está deseando que la acaricien. El hombre me pide que le llame Joe, y me da igual si ése es su verdadero nombre o no. Está limpio, no le falta ningún diente, y su billetera llena de dinero basta para que esté dispuesta a seguirle adonde él quiera, para que sea suya por esta noche. Al parecer, le gusta mi diadema con orejitas de gata, porque las acaricia con un dedo antes de pasar la mano por mi larga melena negra. Vale, la verdad es que es una peluca, pero de las buenas; en todo caso, la mayoría de los tipos no se dan ni cuenta de que la llevo, porque apenas prestan atención a lo que tengo de hombros para arriba. Éste es diferente en ese aspecto, porque está mirándome la cara como si quisiera memorizarla. Si no fuera porque su expresión parece sincera, me daría mala espina, pero es como si estuviera intentando analizarme o algo así. —¿Qué pasa? —le pregunto, un poco incómoda. —Eres muy guapa. —Gracias —le digo, mientras deslizo un dedo por su pecho hasta la hebilla del cinturón. —¿Tienes alguna amiga interesada en hablar de libros? No aceptamos dinero a cambio de sexo, claro, porque eso sería ilegal. Los hombres me pagan para que les haga compañía, y lo que pase más allá de eso es un acuerdo entre dos adultos que dan su consentimiento. Y si resulta que los dos consentimos en desnudarnos y fornicar como conejos en un club donde un montón de parejas más están haciendo lo mismo... en fin, sólo puedo decir que no me pagan por tener relaciones sexuales, sino por mi compañía. —Seguro que sí —le digo, con un guiño sugerente. Como llevo mis zapatos de tacón más alto, tenemos casi la misma altura—. ¿Quieres que te la presente? Cuando asiente, lo agarro de la mano y lo conduzco a través del club. La música resuena a todo volumen desde la planta superior, y sus paredes negras hacen que a veces sienta que estoy en el espacio exterior. Barbie está sentada en uno de los sofás que hay a lo largo de la pared del fondo, charlando con Candy. A juzgar por sus gestos, deben de estar hablando del último episodio de la serie de intriga a la que están tan enganchadas. Cuando nos acercamos, levantan la mirada hacia nosotros. —Os presento a Joe, le gustan los libros. Me gusta trabajar con Barbie, porque tiene un cuerpo espectacular. Es rubia, tiene los ojos azules, parece una muñeca, y le gusta llevar ropa con un montón de volantes y de lazos. Hacemos una buena pareja, porque yo llevo la peluca y el traje de cuero negro y ajustado de gatita. Candy prefiere el aspecto de colegiala buscona. —Hola, señoritas —les dice Joe. —Hola, Joe —le contesta Barbie. Como lleva una falda muy corta, se le quedan los muslos al descubierto cuando se cruza de piernas. —¿Qué tipo de libros te gustan, Joe? —las coletas de Candy se balancean cuando se yergue en el asiento. No me cabe duda de que se ha dado cuenta de que su cabeza ha quedado justo al nivel de la entrepierna del recién llegado. Joe también debe de haberse dado cuenta, porque ladea un poco las caderas hacia ella. Es un gesto sutil, pero con el tiempo una acaba por aprender a leer el lenguaje corporal. Vale, está claro que le va el aspecto de colegiala buscona. Barbie y yo intercambiamos una mirada. Es mi mejor amiga, y podemos leernos la una a la otra como... como los libros de los que Joe quiere hablar. —Deja que lo adivine... te gustan las novelas románticas, ¿verdad? —entrelazo los dedos con los suyos, y nuestras palmas cálidas y húmedas se encuentran. Él se limita a sonreír. —Las novelas verdes —dice Candy, mientras abre las piernas con descaro. Está claro que algunas no saben comportarse en este tipo de situaciones. —No —dice Barbie, al ponerse de pie con expresión seria. Como es más alta que yo, queda cara a cara con él—. A Joe le gustan los... libros de misterio. —Exacto —admite él, sin mostrar la más mínima sorpresa. Barbie se le acerca aún más. Conozco a la perfección lo que se siente al tener cerca esos pechos suaves y voluminosos, así que no me sorprende que él me apriete ligeramente la mano cuando le rozan el pecho. Ella le pone las manos en los hombros, y le dice al oído: —¿Qué te parece si vamos a un sitio más íntimo, para que puedas contármelo todo sobre tus... libros preferidos? —Me parece una muy buena idea —le contesta él. —Genial —cuando Barbie retrocede un paso, intercambiamos una sonrisa, porque me encanta trabajar con ella—. ¿Kitten te ha explicado cómo funciona todo? Ni siquiera me ha preguntado cuánto vale estar con más de una chica, pero no creo que el precio le importe. —No hay problema —le digo a mi amiga. —Os quiero a las tres —comenta él, mientras me acaricia el dorso de la mano con el pulgar. Barbie enarca una ceja, e intercambiamos otra mirada. Que pidan dos chicas es bastante normal, así que tenemos una rutina bastante ensayada. Va a haber que alterarla un poco si Candy va a sumarse a la fiesta, pero si es lo que Joe quiere, es lo que va a tener. Candy se levanta, y cuando nos lanza a Barbie y a mí una mirada triunfal, ni siquiera me inmuto. Sabe que nosotras no la elegiríamos a propósito, pero como somos profesionales, vamos a tener que trabajar con ella si eso es lo que quiere Joe; aun así, no hace falta que se porte como si acabara de ganar un premio. Lo llevamos a la segunda planta, y después de pasar de largo junto a la pista de baile llena de gente restregándose y sobándose, subimos otra escalera hacia la zona privada. Gene está sentado en su silla del rellano, y nos saluda al vernos. —Hola, chicas. Buenas noches, caballero —nos dice, mientras saca la llave y abre la puerta. Me sorprendo cuando Joe le devuelve el saludo, porque la mayoría de los hombres que pasan por allí actúan como si Gene no existiera, como si así pudieran disimular de qué va esto, como si así pudieran fingir que lo que pasa es que han ligado, en vez de admitir que tienen que pagar a una mujer. Mi habitación favorita es la del fondo del pasillo, porque es más espaciosa y tiene la cama más grande; además, también hay una silla y un sofá, con lo que las posibilidades se amplían. Candy va directa hacia el reproductor de CD en cuanto entramos, y consigue sorprenderme al optar por una música suave y lenta. Después de cerrar la puerta, Barbie le dice a Joe lo que va a costarle una hora de «conversación», y que puede pagar por adelantado si quiere. Él no tiene ningún problema en hacerlo, y al ver el impresionante fajo de dinero que lleva en la billetera, Barbie y yo intercambiamos una discreta sonrisa. Él empieza a sacar unos cuantos billetes de veinte, se detiene para recorrernos con la mirada, y entonces saca varios cientos de dólares más. Después de contarlos, Barbie los mete en la caja fuerte que hay junto al armario, donde permanecerán hasta que él se vaya; a pesar de que sólo han estado a punto de robarme una vez, gracias a la caja fuerte no podrían hacerlo ni aunque lo intentaran. —Bueno, ¿de qué quieres hablar? —le pregunta Barbie, mientras empieza a aflojarle la corbata. Parece mentira, pero empiezan a hablar de libros; aunque quizás no es tan raro, porque a Barbie también le gusta leer. Ella le desabrocha la camisa mientras yo le quito la chaqueta y la cuelgo en una percha, y Candy permanece observando a un lado. Uno de los problemas de un grupo con más de tres personas es que tanto el espacio como el número de sitios donde poner las manos es limitado. Barbie está hablándole de una novela que se leyó hace poco mientras le quitamos la camisa, pero se calla por un momento y suelta un sonido de satisfacción al ver su pecho musculoso. Una de las cosas que más me gustan de ella es que disfruta al máximo de su trabajo. Yo misma suelto un sonido ahogado cuando empiezo a acariciarle la espalda a Joe. Su piel es firme y satinada, y al ver los dos hoyuelos tan monos que tiene en la base de la espalda, sobre las nalgas, me dan ganas de lamérselos. Como la verdad es que la mayoría de los hombres que pagan por mi compañía son más bien feos y casi nunca huelen tan bien, a veces me cuesta bastante meterme en situación, pero no creo que eso sea un problema con este tipo. Barbie y yo nos miramos por encima de su hombro. Ella empieza a desabrocharle el cinturón, pero Joe la detiene antes de que pueda bajarle la cremallera de la bragueta. —Me gustaría que Kitten y tú hablarais de libros durante un rato. Al oír el tono desenfadado de su voz, Barbie esboza una sonrisa; está claro que Joe le gusta tanto como a mí. —Mientras tú miras, ¿no? —Sí, si os parece bien. No hace falta que le digamos que todo nos parece bien porque él es el que paga, ya que Joe sabe cómo funciona esto; aun así, me gusta que esté metiéndonos en el juego. Barbie alarga una mano hacia mí, y le dice: —No hay problema, me encanta hablar de libros con Kitten. Nos besamos delante de él. La boca de Barbie es sedosa y húmeda, y sabe al pintalabios de cereza que lleva. Cuando me recorre los labios con la lengua, mis pezones se tensan de inmediato. Nos rodeamos con los brazos, empezamos a acariciarnos y le agarro el trasero con las dos manos. Me encanta sentir su piel cubierta de satén y de encaje. Trazo el borde de sus braguitas con la punta de los dedos, y voy descendiendo por su trasero hasta que se estremece. Seguimos besándonos para que Joe disfrute del numerito, pero la verdad es que no nos cuesta ir entrando en calor. Cuando vuelvo la cabeza para que Barbie me lama el cuello, veo que él se ha sentado y que Candy está entre sus piernas. La faldita corta de colegiala se le ha levantado un poco y le ha dejado al aire el trasero, ya que el tanga que lleva no le cubre nada. Le está haciendo una felación, su cabeza sube y baja rápidamente hasta que él le mete los dedos en el pelo y le dice que vaya más poco a poco. Barbie me obliga a volver la cabeza hacia ella de nuevo, y su lengua acaricia la mía mientras sus manos ascienden por mis costados hasta llegar a mis pechos. No los tengo tan grandes como ella, así que sus palmas los cubren por completo y empieza a estrujarlos y a amasarlos tal y como me gusta. Aunque Barbie parece dulce y suave como el algodón de azúcar, no tiene nada de inocente. Después de bajar la cremallera de mi traje de gatita, hace que retroceda hasta la cama y que me tumbe. Me estremezco un poco cuando me desnuda, y siento el frescor y la suavidad de la colcha bajo la piel desnuda de mi espalda. De repente, me abre las piernas y se coloca entre ellas, pero a pesar de que me tenso y levanto las caderas un poco, se niega a darme de momento lo que Joe quiere ver. Al sentir el roce de sus uñas en los muslos, suelto un gemido. —¿Te gusta? —me pregunta con voz ronca. —Sí, cielo, me gusta mucho —le contesto, consciente de que a la mayoría de los hombres les gusta oír además de mirar. —Perfecto. ¿Quieres que te chupe este botoncito tan dulce? —Oh, sí... chúpamelo —ronroneo, mientras alzo la entrepierna hacia ella. Barbie me sujeta las nalgas con las manos, y cierro los ojos y espero cuando se coloca mejor entre mis muslos. Al cabo de un segundo, siento su lengua en el clitoris, y suelto un gemido mientras alzo las caderas. Me chupa con caricias lentas y largas, en un ritmo pausado que sólo otra mujer puede llegar a entender. Cuando me vuelvo a mirar a Joe de nuevo, veo que Candy aún está entre sus piernas; al parecer, a él le gusta más el ritmo con el que está chupándosela ahora, porque le acaricia el pelo de vez en cuando con gesto casi distraído. No sé si querrá montárselo con nosotras o no, pero por ahora me contento con permanecer tumbada y disfrutar mientras Barbie me come el clitoris. Es una experta, y utiliza la lengua, los labios y los dedos hasta que el placer crece tanto que empiezo a gemir y a retorcerme. —Déjala en el límite —le dice Joe de repente. Al notar que Barbie se detiene, suelto una protesta ahogada. Tengo los pezones tensos, y el sexo chorreando con mis fluidos y con su saliva. Me ha metido tres dedos delante y tiene el pulgar contra mi ano, así que bastaría que me lamiera un par de veces más para que me liberara. Pero Joe es el que tiene la voz cantante, así que cuando mi compañera aparta los dedos, me estremezco sin llegar al orgasmo. Ella se inclina a besarme, y saboreo en su boca una mezcla de mi propio sabor y de su pintalabios de cereza. Candy se incorpora un poco. Tiene la camisa entreabierta, está despeinada, y contempla a Joe con una expresión adoradora mientras sus dedos ocupan el lugar de su boca y empieza a bombearle la **** con la mano. De repente, él señala a Barbie y le dice: —Ven aquí. Cuando mi amiga obedece, él le agarra la mano que me ha metido dentro y empieza a chuparle los dedos uno a uno. Es lo más excitante que le he visto hacer a un hombre, ya fuera un cliente o no. A Barbie también parece gustarle, porque suelta un gemido sincero. Joe se inclina hacia delante sin dejar de chuparle los dedos y con Candy ocupada con su pene, y le mete una mano entre los muslos. Cuando empieza a acariciarla, Barbie abre más las piernas y le coloca una mano en el hombro para conservar el equilibrio. Al ver que la falda se le sube un poco, Candy alarga una mano y acaba de subírsela hasta dejarle las braguitas rosa al descubierto. Joe no parece tener prisa, y acaricia la entrepierna de Barbie con movimientos pausados. Cuando veo que los muslos de mi amiga se estremecen, mi sexo se contrae. Está claro que está excitándose de verdad, porque hay reacciones que una no puede fingir y ese pequeño estremecimiento es una de ellas. Desde su posición en el suelo, Candy se inclina hacia delante para besarle la pierna a Barbie. Tiene una mano metida en su propio tanga, y la otra en la **** de Joe. Está claro que los tres están pasándoselo bien, pero el problema es dónde encajo yo, la cuarta componente del grupo. Aunque no alcanzo a ver el rostro de Joe, veo cómo su mano se mueve sin parar entre las piernas de Barbie, que se ha apoyado contra su hombro y tiene la cabeza echada hacia atrás mientras ondula las caderas. Candy está lamiendo uno de los muslos de mi amiga, mientras se masturba con una intensidad creciente. Yo he cerrado la mano en un puño, la he colocado entre mis piernas y voy aprisionándola rítmicamente entre mis muslos, tensando y relajando mientras se me acelera el corazón. No puedo llegar al clímax así, pero estoy deseándolo. Joe deja de chuparle los dedos a Barbie, y les dice a Candy y a ella: —Quitaos las bragas. Yo era la única que estaba desnuda hasta ahora, así que me siento en el borde de la cama y me limito a mirar. Candy se pone de pie y se quita el tanga, mientras Barbie hace lo propio con sus braguitas de color rosa. —Bésala. Joe se sienta de nuevo en la silla mientras Candy y Barbie se ponen la una frente a la otra. Candy se muestra demasiado ansiosa, pero Barbie muestra más paciencia de la que tendría yo y espera a que se calme un poco antes de empezar a besarla con una sensual fusión de bocas abiertas y lenguas húmedas. Joe parece estar disfrutando del espectáculo, y al verme observándolo, me indica con un gesto que me acerque. Va quitándose la ropa mientras voy hacia él, y ya está desnudo cuando llego a su lado. Tiene una buena ****, larga y gruesa, y Candy ya la ha enfundado en un condón. El vello de la base parece más grueso y oscuro que el del resto de su cuerpo y el del pelo, pero lo tiene bien cuidado. Cuando agarro la mano que extiende hacia mí y me sienta en una de sus rodillas, me doy cuenta de que debe de sentir la humedad de mi entrepierna, y me pregunto si le excita saber que Barbie me ha puesto tan caliente. —Acaríciamela, Kitten. Cuando obedezco, siento la calidez de su piel a través del látex, y las ligeras pulsaciones que la sacuden. Mientras observamos el beso de Candy y Barbie, siento que su mano se desliza por mi vientre hasta mi entrepierna. Cuando empieza a rodearme el clitoris con un dedo, no puedo contenerme y me aprieto más contra su mano. —No te muevas. Me cuesta mucho obedecer, porque no deja de acariciarme el clitoris. Sin apenas darme cuenta, empiezo a bombearle con más fuerza la erección. —No tan rápido, Kitten. Candy, quiero que le comas el sexo a Barbie. Al oír esas palabras, las tres nos ponemos aún más calientes. La verdad es que Joe sabe orquestar esto a la perfección. He estado con tipos que no tenían ni idea de qué hacer ni con una sola mujer, con otros que han acabado eyaculando antes de tiempo sólo con verme en plena faena con Barbie, y hasta ha habido algunos que se han enfadado al creerse ignorados. En cambio, él está acariciándome el clitoris con tanta maestría, que estoy a punto de explotar, y su **** no muestra signos de ponerse fláccida ni de estar a punto de descargar. Candy se ha arrodillado delante de Barbie, le ha abierto los labios del sexo y está chupándoselo con más entusiasmo que habilidad, pero como ya he dicho antes, mi amiga tiene más paciencia que yo. Mientras murmura palabras de ánimo, coloca una mano sobre la cabeza de Candy para guiarla, mientras con la otra se pellizca y se frota los pezones. —¿Crees que llegarás pronto? Me sobresalto un poco al oír la voz de Joe, y tengo que tragar con fuerza antes de poder contestar. —Sí... me parece que sí. De repente, me presiona el clitoris con el talón de la mano, y me pregunta: —¿Sueles llegar al orgasmo con los hombres a los que... entretienes? Me echo a reír, y suelto un pequeño jadeo cuando mi risa hace que me mueva contra su mano. —A veces. —¿Si te pagan bastante? Barbie vuelve la cabeza para mirarnos mientras Candy sigue con lo suyo, y le dice: —Eso ayuda. —¿Os he pagado bastante? —le pregunta él. —Sí, creo que sí. Barbie y yo sonreímos al mirarnos. Me gustaría ser yo la que estuviera chupándola en vez de Candy, a quien no le gustan demasiado las chicas. —Poneos las tres en la cama. Candy, tú tumbada de espaldas... Barbie y Kitten, a cuatro patas encima de ella. Nos ponemos en posición entre risitas ahogadas; al final, Barbie y yo nos ponemos con el trasero en pompa y los pies sobresaliendo por el borde de la cama. Estamos medio encima de Candy, de cara a su entrepierna. Barbie y yo intercambiamos una mirada. Es la primera vez que hago esto, y estoy deseando ver qué tiene planeado Joe. Permanezco en silencio con el sexo abierto y mojado y el clitoris duro y dolorido de deseo, convencida de que la espera va a valer la pena. Al sentir el aliento de Candy acariciándome la entrepierna y los muslos, bajo la mirada hacia ella. Qué mona, tiene el vello púbico afeitado en forma de corazón. Aunque no me gusta tanto como Barbie, la verdad es que esta noche está siendo divertido trabajar con ella. Al sentir que Joe posa la mano en la base de mi espalda, giro la cabeza hacia Barbie, y la veo sonreír. Cuando giro un poco más la cabeza, me doy cuenta de que Joe se ha colocado entre las dos, y que ha apoyado la otra mano en el trasero de mi amiga. Tuerzo un poco más el cuello para poder verle la cara. Está mirándonos como si estuviera resolviendo el misterio de uno de los libros de los que quería hablar, y me recorre un ligero estremecimiento al darme cuenta de que su sonrisa parece superficial y no se refleja en sus ojos. No parece un hombre excitado, aunque tiene la **** empinada. Sólo he pasado por una mala experiencia a lo largo de mi carrera, pero fue horrible y acabé en el hospital. Después me enteré de que se trataba de un psicópata reincidente, y que había asesinado a la chica con la que había estado después de mí... su aspecto era parecido al que Joe tiene ahora. Al notar que me tenso, me mira y me acaricia el trasero. Debo de parecer asustada, porque hace un pequeño gesto de negación con la cabeza y me acaricia suavemente una nalga con la palma de la mano, como si fuera una gatita nerviosa, antes de susurrar: —Shhh... Barbie se vuelve un poco, y veo que su expresión se ensombrece al mirarlo. Mi amiga sabe lo que me pasó, y es capaz de plantarle cara a cualquiera; sin embargo, Joe la calma también, y ella y yo intercambiamos una mirada. Tengo el corazón acelerado, y me estremezco cuando el sudor de mi piel parece enfriarse de pronto. Candy se mueve un poco, como si estuviera aburrida, y se rompe el hechizo. —Chupaos —nos dice Joe, sin dejar de acariciarnos las nalgas. Barbie y yo bajamos la cabeza hacia la entrepierna de Candy y empezamos a lamer y a succionar por turnos, y también a besarnos. Nuestras lenguas se frotan la una contra la otra y se retuercen como serpientes en su sexo, mientras Candy va chupando a una y a otra. Cuando Barbie jadea junto a mí y alza aún más el trasero, me doy cuenta de que Joe la está montando. La tiene agarrada de la cadera con una mano, y desliza la otra entre mis piernas por detrás. Tengo una lengua en el clitoris, y sus dedos en la vagina. Empiezo a mecerme con el ritmo de sus caricias sin dejar de chupar a Candy desde arriba, y en menos de un minuto ella empieza a arquear las caderas. Tiene el sexo chorreando y abierto, y su clitoris sonrosado asoma entre el vello con forma de corazón. De repente, suelta un grito de placer, y veo el movimiento de su vagina cuando alcanza el orgasmo. Me encanta ver a otra mujer llegando al clímax, el movimiento de su cuerpo, el temblor y los espasmos que la sacuden. Si tuviera los dedos en su interior, notaría las contracciones de sus músculos. De repente, siento que Joe me embiste por detrás. Mi jadeo se parece mucho al que Barbie ha soltado cuando la ha penetrado a ella... su pene ocupa más espacio que sus dedos, me llena hasta el fondo. Dios, esto es fantástico. Sus envites son lentos, pero van acelerándose poco a poco. Candy sigue gimiendo y retorciéndose mientras Barbie y yo la mantenemos en su sitio. Estoy deseando que acabe su orgasmo de una vez, para que vuelva a chuparme. Estoy cerca, muy cerca. Con cada una de las embestidas de Joe, voy acercándome al borde de un orgasmo que va a ser explosivo. Todo esto es algo único y muy extraño, y creería que no es real, que se trata de una fantasía masculina en la que un hombre se imagina saciando a tres mujeres a la vez, de no ser por el placer que siento. Cuando Joe suelta un gruñido y me embiste con fuerza hasta el fondo, suelto un grito y estallo en un clímax interminable. Él sigue penetrándome con movimientos más lentos mientras mi cuerpo se sacude y se estremece, y consigue arrancarme otro orgasmo más pequeño al cambiar el ángulo y dar de lleno en mi punto G. Cuando se aparta de mí, me derrumbo junto a Candy, y ambas observamos jadeantes cómo vuelve a penetrar a Barbie y la monta con embestidas tan potentes que ella suelta un grito ronco. No estoy segura de si mi amiga ha tenido el orgasmo hasta que abre los ojos y me mira con una expresión aturdida, como si ella tampoco pudiera creerse lo que acaba de pasarle. Joe acaba al cabo de unos segundos. Su cara no se contrae en una mueca ridícula y sigue igual de guapo al liberarse, aunque quizás me lo parece porque aún estoy medio atontada por el orgasmo que me ha dado. Se queda quieto durante unos segundos antes de apartarse de Barbie, que se desploma junto a Candy y a mí. —Señoritas, ha sido un placer —nos dice desde la puerta. ¿Cómo se ha vestido tan rápido? Cuando se va sin más, las tres nos quedamos sin saber qué decir. Estas cosas pasan en las películas porno, pero nunca creí que me sucedería algo así. Aunque a lo mejor no ha sido real, a lo mejor sólo ha sido una historia. Quizás sólo ha sido una novela, un misterio. * Me levanté de golpe antes de darme cuenta de lo que hacía, y retrocedí dos pasos. No supe qué decirle... ¿que no lo creía?, ¿que no podía hacerlo? Él me miró con expresión desafiante, como retándome a que pusiera en duda su historia, pero fui incapaz de hablar. Si me negaba a creer lo que acababa de contarme, quizás tendría que admitir que las otras historias también habían sido invenciones suyas, pero si optaba por creerlo... entonces, ¿qué? A pesar de que sabía muchas cosas sobre él, lo cierto era que no sabía nada con certeza; cuando hablé por fin, no pude ocultar la sensación triunfal que me embargaba, a pesar de lo mucho que deseaba no sentirme así. —¿Quieres que te diga que ya te lo dije? Él esbozó una sonrisa, y contestó: —¿Quieres decírmelo? —No —le dije con sinceridad. Había ido a acabar con aquello a mi manera, no a la suya. El orgullo es un mal consejero, pero había sido lo que me había impulsado a volver a aquel banco. Joe había roto las reglas al llevar a Priscilla a nuestro rincón privado, había enredado la vida real con la de fantasía que habíamos compartido; sabía por qué lo había hecho, pero no estaba dispuesta a permitir que fuera él quien diera aquello por terminado. Así no. —¿Estás segura? —ladeó la cabeza, y su sonrisa se ensanchó. —¿Es eso lo que quieres? —fui incapaz de disimular mi satisfacción, ya que estaba convencida de mi superioridad—. ¿Quieres que te diga que sabía que serías incapaz de hacerlo?, ¿que sabía que no podrías conseguir que durara? Él se quedó mirándome en silencio; a pesar de la sonrisa que curvaba sus labios, su expresión era inescrutable. De repente, me di cuenta de que llevaba la corbata que sabía que me gustaba. —De acuerdo —le dije con frialdad—. Ya te lo dije, Joe. Sabía que no conseguirías que durara, que serías incapaz de ser fiel. Pero eso ya no importa, porque esto se ha terminado. Se acabó, no voy a volver a venir nunca más. Me enfadé al ver que se limitaba a asentir en silencio, y añadí con un tono ligeramente burlón: —Se acabaron las historias. Tenía un nudo que me oprimía la garganta, pero conseguí tragarme las lágrimas. Aquella situación generaba demasiadas emociones, cosas a las que no quería enfrentarme. Una de ellas era la culpa, por supuesto, pero había muchas más... existían unos lazos de deseo y de afecto mucho más complicados, y quería que desaparecieran. —Se acabaron las historias —me dijo él con tranquilidad. Su indiferencia me desinfló. Me aparté el pelo de la cara y cuadré los hombros, agradecida a mi pesar de que hubiera permitido que fuera yo la que terminara con aquello. —Buena suerte, Joe. —Gracias, _________. Voy a necesitarla —me contestó. Cuando se puso de pie y quedamos frente a frente, sentí la pregunta reflejada en mi rostro, pero conseguí evitar que escapara de mis labios; sin embargo, él pareció entenderme sin necesidad de palabras, porque se metió las manos en los bolsillos en un gesto que me resultaba vergonzosamente familiar. Antes, yo me había mostrado satisfecha; en aquel momento, Joe pareció triunfal. Se inclinó hacia mí y bajó la voz como si fuera a contarme un secreto mucho más serio y excitante que los otros, y entonces supe que no iba a dejar que fuera yo quien pusiera el punto y final a aquello. Tuve ganas de abofetearlo, pero aunque me enfadé con él, me sentí furiosa conmigo misma por darle la oportunidad de que fuera él quien terminara con lo que habíamos compartido, fuera lo que fuese; aun así, no tuve más opción que escuchar sus palabras. —Le he pedido que se case conmigo, ________ . Y ella ha aceptado. ¿Qué había sido verdad?, ¿qué había sido mentira? ¿Acaso importaba? Joe había interpretado el papel de villano y el de príncipe con igual maestría en sus historias... pero yo nunca había sido una de ellas. Me pregunté si me convertiría en una, si sería una historia secreta que se guardaría para sí, o si ya le había contado a Priscilla lo de nuestros encuentros. Supuse que nunca lo sabría, porque aquella novela ya no tenía más capítulos. Joe había puesto el punto y final, y era inútil creer que quizás hubiera un epílogo. Aquella historia se había terminado. | |
| | | BETTY DE JONAS Novia De..
Cantidad de envíos : 613 Edad : 30 Localización : Con los jonas :) (en un cuarto AMANDONOS) Fecha de inscripción : 01/08/2011
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 10th 2013, 20:54 | |
| OH POR DIOS!!!!!! No puedo creer que Joe se vaya a casar con esa tipa!!!!! POR QUE????? Por favor tienes que seguirla por que algo me dice que las cosas interesantes a penas comienzan:twisted: SIGUELAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!!!! | |
| | | Lady_Sara_JB Casada Con
Cantidad de envíos : 1582 Edad : 28 Localización : México Fecha de inscripción : 24/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 10th 2013, 23:32 | |
| siguela sta genial joe no se puede casar con ella :bad: | |
| | | eschio Amiga De Los Jobros!
Cantidad de envíos : 405 Localización : Chile Fecha de inscripción : 03/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 12th 2013, 15:05 | |
| Capítulo 15 Noviembre Cuando llegó el primer viernes de noviembre, me sentí perdida. La ropa no me quedaba bien, no hubo forma de que mi pelo se ondulara, el rímel me había dejado pegotes en las pestañas, no pude encontrar los guantes, el coche apestaba a cebolla... el universo estaba conspirando contra mí, la atmósfera festiva me sofocaba, y hasta mi propio cuerpo se rebeló contra mí y exigió que lo alimentara a pesar de que no quería salir a comer. Tuve que hacerlo a regañadientes, porque estaba tan hambrienta que empecé a sentirme mareada y malhumorada. Evité el atrio y el parque... de hecho, ni me acerqué a la zona donde estaban, y acabé yendo a un centro comercial para tomar un bocado rápido y un café y aprovechar para comprar algo. Aunque en casa no celebrábamos la Navidad desde hacía muchos años, porque Nick no soportaba la hipocresía inherente de celebrar una festividad en la que no creía, tenía que comprar regalos para mi familia y para algunos de mis colegas. Conseguí comprar un marco de fotos para mi madre, pero el centro comercial estaba tan lleno, que al final decidí dejar lo de los regalos para otro día. Conseguí ponerme a la cola en la cafetería, y después de pedir, agarré mi vaso de café y busqué con la mirada algún sitio libre; al ver una mesa libre al fondo, me apresuré a ir hacia allí, pero dos mujeres se me adelantaron. Me entraron ganas de estornudar cuando la nube de perfume que las envolvía me dio de lleno, pero ni siquiera tuve tiempo de hacerlo porque en aquel momento alguien me dio un empujón por la espalda al levantarse de su asiento. El golpe hizo que se me cayera al suelo la bolsa con el marco de mi madre, pero cuando me agaché a recogerla, alguien se me adelantó y nuestras manos se tocaron. Cuando la mano obviamente masculina soltó mi bolsa, yo la agarré y la apreté contra mi pecho mientras me incorporaba. —Espero que no se haya roto —me dijo el hombre, que estaba sentado a una de las mesas. —Me parece que está bien. Con una sonrisa afable, señaló el asiento vacío que tenía delante y me dijo: —Si no te importa compartir mesa, ese asiento está libre. Miré a mi alrededor, pero como todas las mesas estaban ocupadas, acabé sentándome. —Gracias. Nos miramos en silencio durante unos segundos. Me sentía un poco incómoda y no sabía qué decir, así que tomé un trago de café por hacer algo. Mi compañero de mesa tampoco parecía demasiado dispuesto a romper el silencio, pero su sonrisa parecía franca y le devolví el gesto. —Me llamo Greg —me dijo al fin. —________. —Encantado de conocerte, _________. Cuando alargó la mano hacia mí y se la estreché, sentí la calidez de sus dedos, pero ese calor pareció extenderse hacia mis mejillas y me ruboricé. El camarero me salvó al llegar en aquel momento con el bocadillo que había pedido, y poco después trajo la ensalada y la sopa de Greg. Como me parecía de mala educación permanecer en silencio, decidí iniciar una conversación; obviamente, lo importante era decir algo, el tema en sí carecía de importancia. Hacía buen tiempo; sí, había sido una lástima lo del incendio en el centro de la ciudad; no, no era justo que estuvieran pensando en subir los impuestos. Greg llevó el peso de la conversación sin esfuerzo, y fue guiándome de un tema a otro. Como el local fue abarrotándose cada vez más, tuvimos que ir acercando nuestras sillas hasta que tuvimos las piernas a escasa distancia. No me tocó a propósito. La culpa de que nuestras piernas se rozaran la tuvo el hombre que él tenía detrás, que cuando se echó a reír a carcajadas le dio en la silla. El camarero que pasó apretujándose como pudo junto a nosotros tuvo la culpa de que Greg tuviera que inclinarse, que tuviera que apoyar una mano en mi hombro para evitar que el chico le diera con la bandeja en la cabeza. Y el servilletero también conspiró contra nosotros, porque se negó a darme una servilleta y necesité la varonil ayuda de mi compañero de mesa. Estar sentada junto a Greg era como chupar una pila: chocante, electrizante, y absurdo. Cada roce, cada contacto fortuito, se reflejaba en la tensión de mis pezones y parecía resonar entre mis piernas. Era como bailar, y aunque me costó pillar el ritmo por falta de práctica, Greg era todo un experto y me guió con maestría. Me sorprendí al darme cuenta de lo fácil que era caer en una seducción. No quería hacerlo... pero ansiaba hacerlo. No podía hacerlo... sí, iba a hacerlo. No lo hice. Si él hubiera sido Joe, habríamos acabado en un hotel, o al menos en su coche; sin embargo... no lo era, y aquello no era una historia ni un cuento. Era la vida real, así que el flirteo se acabó en cuanto terminamos de comer y no nos quedó ninguna excusa para seguir allí. Cuando nos levantamos, Greg bajó la mirada hacia mi alianza, y yo hice lo mismo y vi un anillo similar en su dedo. —Ha sido un placer conocerte, _________. —Lo mismo digo, gracias por compartir tu mesa conmigo. No había hecho nada malo; de hecho, aquel encuentro había sido menos reprobable que las horas que me había pasado escuchando las historias de Joe, así que al principio no entendí por qué me sentía más culpable por lo que acababa de ocurrir que por lo otro. Al final, me di cuenta de que aquella aparente incongruencia tenía una explicación muy simple: no había llegado a depender de las historias, sino del mismo Joe. Involucrarme en un flirteo fortuito no era algo inconsecuente, si estaba haciéndolo para intentar sustituir con otra cosa algo que había llegado a ser muy importante para mí, fingiendo que ambas situaciones tenían la misma importancia. El aparcamiento de un centro comercial no era en sitio ideal para reflexiones trascendentales, pero apoyé una mano en mi coche, cerré los ojos y me permití pensar en una realidad que había estado esquivando durante todo el día: era el primer viernes de noviembre, no había visto a Joe, y era posible que no volviera a verlo en toda mi vida. Había perdido algo muy valioso para mí, y a pesar de lo mucho que estaban cambiando las cosas con Nick, echaba de menos algo que no tenía derecho a tener. —¿Doctora Danning? Abrí los ojos de golpe y me volví, sintiéndome avergonzada por el hecho de que me hubieran pilado en aquel estado. —¡Hola, Elle! La joven no dio muestra alguna de haberme visto con los ojos cerrados y en una especie de trance meditativo, y me dijo con naturalidad: —¿Cómo está? —Muy ocupada —solté una pequeña carcajada para intentar disimular el temblor de mi voz, cuadré los hombros, y alargué la mano hacia la mujer que estaba con Elle—. Hola, soy ________ Danning. —Doctora, le presento a mi madre —Elle respiró hondo, y añadió—: Hemos venido de compras. —¿En serio?, qué bien. La señora Kavanagh soltó un bufido burlón, y dijo con irritación: —Estaría bien, si no hubiéramos ido de tienda en tienda sin comprar nada. La sonrisa de Elle permaneció inamovible. —Mi madre cree que tengo que poner al día mi vestuario. No me gustó nada la idea. Aunque la madre de Elle llevaba ropa cara y de estilo clásico, la joven lucía con mucha más clase su sencilla falda negra y su jersey azul. Le di un ligero apretón en el brazo, para darle ánimos. —Me encanta tu jersey —le dije, para fastidiar a su madre. —Me lo regaló Dan —me contestó la joven, con una sonrisa radiante. La señora Kavanagh soltó otro bufido, pero no le pasó desapercibida la mirada de irritación que le lanzó su hija, y le preguntó: —¿Qué pasa? —Mi madre piensa que los gustos de Dan son una porquería —dijo Elle, con una serenidad ganada a base de práctica. —¡Ella, vigila ese lenguaje! ¡Acuérdate de la madre Mary! Al ver la sonrisa dulce y la expresión de fingida inocencia de la joven, tuve que contener las ganas de reír. La señora Kavanagh pareció darse cuenta de que su hija no iba a hacerle ningún caso en lo referente a la ropa, porque decidió cambiar de tema. —Así que es usted médico, ¿no? Elle posó una mano en mi brazo, y contestó por mí. —Era mi hombro. Me pareció una de las cosas más bonitas que me habían dicho en mi vida, y sentí que se me formaba un nudo en la garganta al oír su tono afectuoso. —Gracias, Elle. Ella se limitó a asentir. Su madre parecía perpleja, y se volvió hacia la joven con expresión ceñuda. —¿Qué significa eso? Permanecí en silencio, por si Elle no quería que su madre supiera que había venido a mi consulta; sin embargo, a la insoportable mujer no pareció hacerle ninguna gracia que no le contestáramos. —¿Ella? —La doctora Danning era mi terapeuta. —¿Tu...? —Mi psicóloga, mamá —le dijo la joven, con una mezcla de exasperación y de diversión. Me habría tenido que sentir ofendida por la expresión de disgusto de la señora Kavanagh. Cuando me recorrió con la mirada con actitud despectiva, fui más que consciente de que a mis zapatos les habría ido bien un poco de betún, y de que tenía una carrera en las medias. —Vaya —de alguna forma, se las ingenió para decir más con aquella simple palabra que si hubiera soltado un discurso. —A mi madre no le gustan los psicólogos —me dijo Elle. —Intentaré superarlo —comenté. Las dos nos echamos a reír; como era de esperar, la señora Kavanagh siguió con su expresión avinagrada. —Será mejor que te espere en el restaurante, por si queréis... hablar. Por su tono de voz, parecía que íbamos a ponernos a patear a cachorrillos, que hablar fuera algo terrible. Elle soltó un suspiro, y esperó a que su madre se alejara antes de hablar. —Lo siento. ¿Entiende ahora lo que le decía? —Nunca dudé de tu sinceridad, Elle. ¿Cómo estás? —Mucho mejor. Como mi madre está liada con los preparativos de la boda y puede darle la lata a los del catering, a mí me deja bastante tranquila. —Ya falta poco, debes de estar entusiasmada. —Yo diría más bien que estoy hecha un flan y a punto de tirarme de los pelos, pero «entusiasmada» también me vale. Nos echamos a reír, y su expresión se suavizó cuando volvió a ponerme la mano en el brazo. Aquel pequeño gesto estaba cargado de significado, porque Elle no era una persona efusiva. —Echo de menos nuestras charlas, doctora Danning. —¿Crees que necesitas venir de nuevo a la consulta? —No, no lo decía en ese sentido, la verdad es que me va muy bien. Pero es que... es agradable poder hablar con alguien, contarle tus secretos sin miedo. Siempre he sabido que a usted podía contárselo todo, y que me aconsejaría sin juzgarme ni enfadarse conmigo. Era agradable tener un hombro sobre el que llorar. —Me alegro de haber podido ayudarte —le dije, emocionada. —Es importante tener a alguien así, ¿verdad? —Sí. —Quiero decir que... en fin, hablo mucho con Dan, y él me escucha; de hecho, me parece que le gustaría que no hablara tanto. Es... interesante, pero me escucha. —Me alegro —aunque lo dije de corazón, sentí de nuevo cierta envidia de ella. —Bueno, será mejor que vaya a por mi madre. ¿Nos vemos en la boda? —Claro, me hace mucha ilusión. Elle soltó una carcajada, y comentó: —¡Menos mal que alguien piensa así! —No lo dices en serio, ¿verdad? Tras unos segundos de silencio, admitió: —No, la verdad es que no. Doctora Danning, realmente vale la pena casarse, ¿no? Si hubiéramos estado en mi consulta, separadas por mi mesa, quizás le habría respondido de otra forma, pero como ya no era mi paciente, contesté con total franqueza. —Eso creía. Cuando Elle soltó un pequeño sonido, como si me hubiera entendido a la perfección y no hiciera falta añadir nada más, asentí sintiéndome entumecida, igual que una muñeca con los engranajes oxidados. Ella se despidió con un gesto, y se alejó hasta desaparecer al doblar la esquina. Al principio, fui incapaz de moverme, pero finalmente conseguí abrir la puerta del coche y me senté al volante. Permanecí allí durante mucho rato, deseando tener a alguien con quien poder hablar. Resultaba difícil sufrir por la pérdida de algo que ni siquiera debía tener, y aunque quizás en otras circunstancias me habría pasado más tiempo echando de menos en silencio las historias de Joe, lo cierto era que no tenía tiempo. Nick era mucho más feliz al mostrarse más activo, pero a mí me resultaba agotador. Había dejado de dormir tanto, porque prefería quedarse charlando conmigo hasta tarde, y en vez de pasarse casi todo el día en la cama, insistía en que lo pusiéramos en la silla de ruedas; quería salir, ir a sitios, hacer cosas que durante años se había negado a plantearse siquiera. —Pero yo no quiero ver esa película —protesté, sin demasiada convicción. Estaba tumbada en la silla reclinable, mientras Nick consultaba la cartelera del cine por Internet. Había empezado a crecerle el pelo, pero estaba bastante pálido; por alguna razón, parecía más frágil en la silla de ruedas que en la cama. —¿Por qué no vamos a cenar?, aunque también podríamos quedarnos en casa... Él giró la silla para mirarme, y me preguntó: —¿No querías ir al cine? —Es que... —intenté encontrar una excusa que sonara convincente, y finalmente le dije—: Estoy cansada, Nick. Llevo toda la semana trabajando, me gustaría descansar un poco. —Yo también he trabajado durante toda la semana, _______. Nick nunca intentaba persuadirme ni convencerme, ni siquiera conseguir que yo acabara queriendo lo mismo que él; simplemente, intentaba que al final accediera a darle lo que quería. —No me gustan las películas sobre asesinos en serie —después de quitarme los zapatos, me levanté y me quité las medias con un suspiro de alivio. —Pues vamos a ver otra cosa. —Podríamos ir mañana —le dije, mientras metía las medias en el cesto de la colada. —Vale —giró la silla hacia el ordenador con brusquedad, y dio la orden para que se cerrara el buscador de Internet. Solté un suspiro, y le dije con calma: —Cariño, me encanta que quieras salir y hacer cosas, pero estoy cansada. Me levanto a las cuatro de la mañana cada día... —Olvídalo. No me hizo falta verle la cara para saber que tenía el ceño fruncido. —¿Por qué no llamamos para que nos traigan comida china, y vemos los DVD de Monty Python? Al ver que levantaba de forma imperceptible el hombro, supe que estaba enfadándose de verdad. —Te quejabas cuando no hacía nada, y ahora te quejas porque lo hago. Aquello me dolió. —¡Sólo digo que podríamos ir mañana!, ¡no es para tanto! —Te he dicho que vale. En el pasado, habría intentado aplacarlo, o habría permitido que me cabreara lo suficiente para enzarzarme en una discusión, pero aquella vez me limité a salir de la habitación. Fui a mi dormitorio, agarré el libro que llevaba meses intentando leer, y me acurruqué en mi sillón. Tardó un cuarto de hora en llamarme. Dejé a un lado el libro, y cuando entré en su habitación, me lo encontré soltando imprecaciones. —¡Tus malditos zapatos, ________! Me los había dejado en el suelo, y al parecer había pasado sobre ellos con la silla y se le había atascado una de las ruedas. Mientras le desatascaba la silla y quitaba los zapatos de en medio, le dije que le habría bastado con retroceder un poco y rodearlos. —Perdona, ya sé que tengo que ir con más cuidado —añadí con calma. Volví a salir de la habitación cuando empezó a despotricar, y esa vez conseguí llegar a diez páginas del final del libro antes de que me llamara de nuevo. Esperé a acabar de leer el libro, y entonces fui a verlo. —¡Maldita sea, no te largues como si nada! —me dijo en cuanto entré. Volví a irme. Después de oírlo diciendo barbaridades durante media hora, volví a su habitación con dos platos de helado y los DVD de Monty Python. Él se limitó a mirarme enfurruñado mientras yo dejaba el helado en la mesa y preparaba la tele, y finalmente me preguntó: —¿Qué habría pasado si te hubiera necesitado para algo? Me volví a mirarlo, y le dije con calma: —Me necesitas para muchas cosas, pero yo no tengo necesidad de aguantar tus *****. Nick, te amo y quiero ayudarte y apoyarte, pero tienes que dejar de odiarme por ello. —No te odio, _________ —a pesar de sus palabras, lo dijo en voz baja. —¿En serio? —le pregunté con calma. Probablemente, meses antes no le habría planteado siquiera aquel tema, pero lo que había pasado con Joe hacía que sintiera que era absurdo seguir fingiendo. —En serio. La forma en que apartó la mirada de la mía me dijo algo muy diferente. Me dolió a pesar de que lo entendía, a pesar de que sabía que si la situación hubiera sido a la inversa probablemente también lo habría odiado a ratos; a pesar de todo, fue como una puñalada. —No te odio —repitió él—, pero a veces... Esperé en silencio. El helado empezó a derretirse, y apagué la tele para acallar su parloteo constante. —¿A veces? —A veces, no te soporto. Me senté y me quedé muy quieta, muy pequeñita. Aquella verdad había conseguido que me sintiera insignificante, y ni siquiera podía culparlo por su admisión. Aunque no fuera justo, al menos había sido una respuesta sincera; le había pedido que me contestara, y él lo había hecho. —No soporto que no dejes de preocuparte por mí, ni que esperes tras la puerta antes de entrar... sé lo que haces en el pasillo, que tienes que obligarte a sonreír. No soporto que excuses mi comportamiento ante la gente para disculparte por mí. —Lo hago porque... —Sé por qué lo haces, y que les den. No tienes que disculparte por mí, no quiero que me hagas quedar bien delante de los demás. Y no soporto ser tu excusa para no tener una vida. —No digas eso, yo no pienso así —parpadeé esperando lágrimas, pero tenía los ojos secos. —Nadie va a culparte por salir de vez en cuando, _______. —Ya lo sé. —Tu vida se reduce a trabajar y a cuidarme, ya nunca sales con tus amigas. ¿De qué tienes miedo?, ¿de que crean que eres una mala esposa por dejarme en casa para pasarlo bien? No debería haberme sorprendido que cambiara las tornas, porque era algo que siempre se le había dado bien. —Lo que me da miedo es que tú creas que soy una mala esposa si salgo. —No lo entiendes. —No, supongo que no. Nos miramos durante unos segundos. Su expresión era inescrutable. Había querido que hablara conmigo, pero en ese momento deseé todo lo contrario. —Cuando estás conmigo, sólo puedo pensar en lo que he dejado de ser, en las cosas que hacía antes —me dijo. —Ya sé que las cosas han cambiado, pero... —¡Para ti es muy fácil decirlo, porque no eres la que está en esta silla! Su grito me calló de golpe, porque tenía razón. No podía juzgarlo por sus sentimientos, porque no estaba en su lugar. —¿Lo ves? Dices que quieres que sea sincero, pero no es verdad. Abrí las manos en un gesto de impotencia, incapaz de contestar, y él soltó un sonido de enfado. —Ahora ya sabes por qué he mantenido la boca cerrada. No quieres oírme, ni saber lo que siento de verdad. ¿Quieres sexo?, de acuerdo. ¿Quieres que salgamos de casa?, pues vale, también estoy dispuesto a hacerlo. Pero cuando me dices que quieres que hablemos, sé que estás mintiendo. —¡Lo que quiero es que las cosas sean como antes! —Eso es imposible, ________. —Entonces, quiero que intentemos que funcionen —alargué la mano para tocarlo, pero él apartó la cara—.Nick, ¿por qué no podemos conseguir que esto funcione? Después de un segundo que duró un millón de años, me dijo: —A veces, las cosas se rompen y es imposible arreglarlas. —¿Te refieres a nosotros?, ¿nos hemos roto? —Dímelo tú. —No tengo la culpa de no poder seguirte —le susurré. —Si no estuviera en esta silla, ¿me habrías dejado a estas alturas? —Si no estuvieras en ella, ¿serías tan capullo? Él me fulminó con la mirada, y yo me encogí de hombros; cuando se apartó de mí, no lo seguí. —¿Me quieres, Nick? —No lo sé. Habría sido más fácil si me hubiera dicho que no. —Pues dímelo cuando lo sepas. Entonces lo dejé solo hasta que volvió a necesitarme, pero los dos permanecimos en silencio. —Voy a empezar a repartir fotos autografiadas —me dijo Nick, cuando cerré la puerta de la furgoneta—. Podría cobrar cinco pavos por cada una, ¿qué te parece la idea? Miré hacia la cola de gente que esperaba a las puertas del nuevo restaurante mexicano; a pesar de que de niños nos enseñan que es de mala educación quedarse mirando a alguien, de adultos se nos olvida la lección. Muchos de los que estaban en la cola nos observaron mientras me aseguraba de que Nick estaba bien sujeto a la silla, y fui con él hacia la rampa que subía a la acera. —No lo hacen por mala educación —cuando superó el pequeño bache de cemento, volví a colocarme a su lado—. Además, hacía siglos que no salíamos a cenar juntos. Vamos a pasarlo bien. En el pasado, nuestro matrimonio había sido algo de un valor incalculable, pero se había vuelto frágil. Nos comportábamos como si la discusión de la noche anterior no hubiera existido, porque ambos éramos demasiado frágiles en ese momento para enfrentarnos a la verdad. —Ustedes deben de ser los Danning, tienen una reserva para dos —nos dijo la maître, sonriente. Tras mirar brevemente a Nick, fijó la mirada en mí. No me extrañó que supiera quiénes éramos, porque había llamado para asegurarme de que las instalaciones eran las adecuadas para que no hubiera problemas con la silla de Nick. —¿Cómo lo ha adivinado? —le contestó él, antes de que yo pudiera hacerlo. La maître pareció sobresaltarse al ver que le dirigía la palabra. —Eh... pues... A Nick siempre le había gustado flirtear y bromear, pero era obvio que la chica no sabía qué hacer; sin embargo, logró conquistarla mientras ella nos conducía a nuestra mesa, y cuando llegamos, estaba riendo y sonrojada. Nos miró varias veces por encima del hombro al alejarse, y vi que le decía algo a una de las camareras mientras nos señalaba. —Vaya, está claro que has causado impresión. —¿Es que no lo hago siempre? Al vislumbrar aquella sonrisa pícara tan familiar, se me rompió el corazón. —Sí, la verdad es que sí. —¿Qué vas a pedir?, me apetece algo picante. Le echamos un vistazo al menú, y pedimos las bebidas. A la camarera pareció sorprenderle que Nick pidiera una cerveza, y me miró como esperando una confirmación; me di cuenta de que él se molestó, a pesar de que a aquellas alturas ya debería estar acostumbrado a aquel tipo de cosas. —No te preocupes, cielo, no tengo que conducir —le dijo a la chica, que se apresuró a anotar lo que habíamos pedido y se marchó de inmediato. Le lancé una mirada exasperada, y él me la devolvió. —¿Qué pasa? —¿Tienes que ser tan beligerante? —Oye, no soy un crío. No sé por qué es tan raro que quiera una cerveza. —Nick, no es justo que esperes que todo el mundo lo entienda. —Deberías preguntarme si me importa un carajo lo que piense todo el mundo. —¿Te importa? En aquel momento, la camarera llegó con las bebidas, y empezó a tomar nota de lo que queríamos comer; aquella vez, no intentó utilizarme de intermediaría para saber lo que quería Nick, sino que se lo preguntó directamente. —¿Lo ves? —le dije a él, cuando la chica se fue. —Claro que me importa, ¿qué quieres decir? —me espetó él con tono cortante. —Que esperas mucho de los demás, y que creo que lo haces para tener derecho a sentirte decepcionado. Él no contestó, así que le acerqué su vaso para que diera un trago. En la universidad, beber cerveza con una pajita era un truco para evitar la espuma y para que la bebida se subiera antes a la cabeza, pero ya solo era una forma de beber que le resultaba más fácil. —¿Por qué iba a querer sentirme decepcionado? —me preguntó, después de tomar un par de tragos. —No lo sé... a lo mejor porque así puedes enfadarte por ello, en vez de por estar en una silla de ruedas. Dímelo tú. En el pasado, cuando nos quedaban horas de vida por delante y el deseo de compartirlas, solíamos entablar charlas profundas sobre temas filosóficos; a pesar de que llevábamos mucho tiempo sin hacerlo, mi interés por escuchar su opinión era el mismo. —La gente sólo ve la silla, ¿es que no tengo derecho a pensar que deberían tener un poco más de sentido común? —Claro que sí, pero podrías ser un poco más comprensivo con sus errores. Nick soltó un bufido burlón, y me dijo: —Dame más cerveza. Se la acerqué a los labios, y tomó un par de tragos más. —Supongo que no soy tan paciente como tú, _______. —¿En serio?, no me había dado cuenta. Cuando ambos sonreímos, nos unió por un momento una conexión que llevaba mucho tiempo sin sentir. Cuando nos trajeron la cena y empezamos a comer, los dos hicimos caso omiso de las miradas de curiosidad y de lástima que algunas personas nos lanzaron mientras yo le troceaba la comida y se la daba. Charlamos sobre cosas intrascendentes, tal y como solíamos hacer, y aunque la conversación carecía de la naturalidad que había existido en el pasado, tampoco tenía la rigidez que a veces nos separaba. Salir del restaurante fue un poco más difícil que entrar, porque el local se había ido llenando hasta quedar abarrotado y tuvimos que ir avanzando diciendo «perdone» y «¿puede apartarse?» a diestro y siniestro; aun así, Nick parecía haberse tomado mis palabras en serio, y se mantuvo sonriente y cordial a pesar de los susurros y las miradas disimuladas que hubo a nuestro paso. Yo iba detrás de él, con la mirada fija en las ruedas, para poder ayudarlo si se atascaba con algo. En una ciudad más grande, encontrarme con alguien conocido habría sido una mera coincidencia, pero en Harrisburg era algo inevitable. Iba preparada para ello, pero no para ver un elegante moño de pelo rubio y unos pendientes de perlas. —Perdón —dijo Priscilla, mientras apartaba un poco su silla para que Nick pudiera pasar. Por supuesto, yo no estaba mirándola a ella, sino a Joe. —Gracias —contestó Nick, al pasar junto a la mesa. Me detuve en seco, y Joe y yo nos quedamos mirando en silencio durante lo que me pareció una eternidad; al final, fui yo la primera en apartar la mirada, y agarré el respaldo de la silla de mi marido a pesar de que sabía que a él no le gustaba que lo hiciera. Pensé que a lo mejor podía empujarlo para que avanzara más rápido, aunque como era él quien dirigía la silla con los mandos y además apenas había espacio, la idea era absurda. —Espera, _______ —me dijo con irritación—. Espera, no hay sitio. Alguien tiene que apartarse. La atención de los comensales se centró aún más en nosotros ante el pequeño alboroto, pero Nick permaneció tranquilo y fui yo la que se sintió frenética y nerviosa. Me temblaban las manos, estaba cada vez más acalorada, y aunque quería salir de allí como fuera, no podía moverme porque tenía a Nick delante y mesas a ambos lados. De repente, Joe se levantó y le dio un golpecito al hombre de la mesa contigua a la suya, que no se había dado cuenta de que estaba obstruyendo el paso, y le dijo con amabilidad: —Oiga, ¿puede apartarse un poco? Con una naturalidad absoluta, consiguió colocar bien las sillas y abrirnos paso en cuestión de medio minuto, y hasta se agachó a recoger una servilleta que había en el suelo y que no suponía ningún problema para Nick; finalmente, se apartó a un lado para dejarnos pasar. —Gracias —le dijo mi marido. —De nada —le contestó él. A pesar de que me negaba a mirarlo a la cara, oí una sonrisa sincera en su voz—. Buenas noches. —Siéntate, cariño —le dijo Priscilla, que estaba a mi espalda. Me volví un poco para mirarla. Al verla allí, con su educada sonrisa, sus labios rojos e ideales, su dentadura inmaculada, su peinado impecable, su rostro sin mácula y su vida perfecta, me limité a asentir y me apresuré a salir del restaurante con Nick. Cuando llegamos a casa, lo ayudé a acostarse en silencio. La rutina nos resultaba tan familiar, que era algo casi automático, pero tuve problemas con el mando del elevador con el que estaba pasándolo de la silla a la cama, y se me detuvo el corazón por un segundo al creer que se iba a caer. —Con cuidado —me dijo él. Al cabo de unos minutos, cuando ya estaba cómodamente tumbado en la cama y con el pijama puesto, me preguntó—: ¿Estás bien? —No. Me eché a llorar, y aquella vez no me pidió que parara. Lloré durante mucho tiempo, sollocé hasta sentirme enferma, desgarrada por el anhelo de sentir una mano tomando la mía. Nick jamás podría ofrecerme ese pequeño gesto, pero apoyé la cara contra su hombro y lloré mientras él me susurraba y me ofrecía consuelo con sus palabras, que tenían que bastarme. —¿Cómo hemos llegado a este punto?, creía que siempre nos querríamos —me dijo, mientras su aliento me acariciaba el pelo—. ¿La culpa es del accidente, o habríamos acabado así de todas formas? —No lo sé —con los ojos cerrados y la suavidad de su pijama de franela contra la mejilla, me resultó más fácil decir aquellas palabras—. Ya no sé nada, Nick. —Antes, yo lo sabía todo por los dos. Desearía que aún fuera así —me dijo, mientras sus labios me acariciaban la nuca. Levanté la cabeza para poder mirarlo a la cara. —Yo no. Las cosas cambian, Nick, tienen que hacerlo para crecer. No somos las mismas personas de antes. —¿No? Entonces, ¿quién eres? Aunque probablemente lo dijo bromeando, opté por decirle la verdad. —No lo sé, Nick. Estoy intentando averiguarlo. —Eres _______ Danning, mi mujer. Tras un momento de silencio, le dije: —Soy algo más que tu mujer, Nick. —Ya lo sé. —Creo... creo que yo también necesito saberlo. —¿Qué va a pasar ahora?, ¿seguimos intentándolo? —¿Tienes alguna idea mejor? A pesar de que habían cambiado muchas cosas, la sonrisa de Nick seguía siendo la misma. —Ni una —admitió. Me levanté para ir al cuarto de baño a lavarme los ojos hinchados, pero él me detuvo al decirme: —_________, aún sigo queriéndote. Te quiero de verdad. —Yo también te quiero, Nick. Una cinta roja de seda, un poema... nuestro amor sin límites, alocado y atrevido. En el pasado, habíamos construido nuestras vidas sobre aquellos pilares, pero yo ya no estaba segura de que bastaran y ambos lo sabíamos. Estábamos rotos y frágiles, y la cuestión era si seguíamos siendo lo más valioso el uno para el otro, o si todo se había hecho añicos en vez de recomponerse.
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| | | eschio Amiga De Los Jobros!
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| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 12th 2013, 15:08 | |
| Capítulo 16 —¿Estás seguro de que estarás bien? —le pregunté a Nick, mientras me ponía bien las mangas del vestido y me pasaba una mano por el pelo, incapaz de quedarme tranquila. Vi por el espejo que ponía los ojos en blanco, pero cuando me volví hacia él puso cara de inocencia a pesar de que era obvio que lo había pillado in fraganti. —¿A qué ha venido esa mirada? —le pregunté, con las manos en las caderas. —__________, voy a estar bien. Me acerqué a su silla y empecé a asegurarme otra vez de que estaba bien tapado y de que todo estaba en orden, pero me detuve cuando soltó un suspiro de impaciencia. —Estaría más tranquila si Dennis... —Hace meses que Dennis tenía planes para hoy, _________. Además, estoy seguro de que la persona que envíen de la agencia lo hará bien, y sólo vas a estar fuera unas cuantas horas. Tenía razón, pero ni siquiera su tono calmado y ligeramente exasperado consiguió tranquilizarme. —Pero... —________ —me dijo él, irritado de verdad—, vas a trabajar a diario, y pasas fuera más horas que hoy. —Tienes razón, pero no puedo evitar preocuparme. —Ya lo sé, pero voy a estar perfectamente bien. De verdad. Deberías irte ya, ¿no? —El chico de la agencia aún no ha llegado. Les había pedido a los de la agencia que llegara con un par de horas de antelación, porque quería tener tiempo de darle instrucciones para que no hubiera ningún problema. Estaba acostumbrada a Dennis y a la señora Lapp, y me ponía muy nerviosa dejar a Nick en manos de un desconocido. A pesar de que llegó tarde, el enfermero me dejó más tranquila. Estaba vestido con profesionalidad, me dio un apretón de manos firme, y me miró a los ojos al presentarse y decirme que se llamaba Randy. A pesar de que debía de tener sólo unos veintipocos años, me di cuenta de que manejaba el equipo médico con soltura, así que me sentí un poco mejor. —Que se lo pase bien, señora Danning. —Le dije a los de la agencia que volvería a las cinco, pero creo que a las dos ya estaré aquí. Tienes mi número... —¡______, ya sabe que tiene tu dichoso número de teléfono! Al ver que Randy y Nick intercambiaban una mirada muy masculina, como si ambos supieran lo frustrantes que podíamos llegar a ser las mujeres, decidí cerrar el pico, así que me fui después de besar a mi marido en la mejilla. Logré llegar al coche a pesar de que en tres ocasiones estuve a punto de dar media vuelta y de volver a entrar en la casa, y conseguí contener durante veinte minutos las ganas de llamarlos para ver qué tal iba todo. —Como vuelvas a llamar, colgaré —me dijo Nick—. Ve y pásatelo bien, nos veremos cuando vuelvas. Y entonces colgó sin darme tiempo a contestar. —La verdad es que mi madre sabe organizar las cosas —me dijo Elle. Poco antes, estaba rodeada de los satélites típicos que giran alrededor de una novia cuando está a punto de recorrer el pasillo de la iglesia, y al ver cómo se aferraba a su ramo de flores, me había dado cuenta de que necesitaba unos minutos de tranquilidad. Me había sentido orgullosa cuando les había dicho a su madre y a Marcy, la madrina, que quería hablar a solas conmigo, y habíamos salido al pequeño vestíbulo que daba al aparcamiento. —Mi madre vive para este tipo de cosas, y tengo que reconocer que aún estaríamos eligiendo las invitaciones de la boda si no fuera por ella. No era ni el momento ni el lugar para un análisis psicológico, pero le pregunté de forma automática: —¿Cómo te sientes al respecto? A veces, su sonrisa parecía dudar de si tenía derecho a estar en su rostro. —Voy a casarme. A pesar de que llevaba un traje sencillo a medida de color crema y aún no se había puesto el velo que iba a cubrirle el rostro en la ceremonia judía, era indudable que era una novia. —Eso ni lo dudes. Soltó una carcajada un poco temblorosa, y me dijo: —Gracias por haber venido. —Te dije que lo haría. Respiró profundamente, y después de soltar el aire poco a poco, admitió: —Creo que necesito un trago. —Puedes hacerlo, Elle —le dije con una convicción total. —Sí —se cuadró de hombros y miró hacia la entrada de la sinagoga, donde su madre estaba esperándola con impaciencia—. Sí, ya lo sé. Fue una ceremonia corta, pero preciosa. Aunque me sentí un poco fuera de lugar entre los amigos y los familiares de Elle y de Dan, me alegré de estar allí. No se presentan demasiadas ocasiones de sentir que hemos tenido una influencia positiva en la vida de alguien, y la felicidad de dos personas siempre es causa de celebración. —Adonde quiera que vayas, yo iré; adonde quiera que vivas, yo viviré; tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios el mío. No fui la única a la que se le saltaron las lágrimas cuando Elle Kavanagh le dijo aquellas palabras a Dan Stewart, y se convirtió en su esposa. Su madre se puso a llorar con menos teatralidad de la que me esperaba y los ojos de Dan tenían un brillo sospechoso, pero el rostro entero de Elle se había transformado con una sonrisa que se sabía con pleno derecho a estar allí. A pesar de que sabía que Elle me había invitado a que fuera también al banquete con sinceridad, y no por compromiso, me pareció inapropiado, así que felicité de corazón a la pareja antes de irme; sin embargo, me quedé mirando desde el coche mientras se hacían fotos en las escaleras de la sinagoga, y me alegre al verlos tan felices. —No me cuelgues —le dije a Nick, en cuanto contestó al teléfono. —¿Qué tal la boda? —Preciosa. ¿Cómo estás? —Precioso. Aguanté el teléfono con ayuda del hombro mientras buscaba mi cartera en el bolso, y le dije: —Oye, sobre lo que has dicho antes... —¿Sí? —parecía distraído, y pude imaginarme perfectamente la expresión de su cara. —He pensado que podría llamar a Katie, para invitarla a tomar un café. —Claro, genial —tuve la impresión de que lo había interrumpido, y me imaginé su expresión de impaciencia. —¿Qué estás haciendo? —Estoy trabajando en algo —su voz se aclaró un poco cuando logró centrarse en mí—. ¿Vas a salir con Katie? Muy bien, me alegro. «Trabajar en algo» significaba que estaba escribiendo, y mi voz reflejó la alegría que sentí. —¿En qué estás trabajando? —En algo. Aquella respuesta tajante confirmó mis sospechas, y aunque no insistí, saber que estaba escribiendo de nuevo me dio ganas de hacer volteretas, de ponerme a dar saltos. —En fin, que creo que voy a llamar a Katie. —Vale, disfruta. —¿Estás seguro de que estás bien? —Sí, estoy bien. Aquella vez, la distracción no pareció ser la causa de la pequeña vacilación que noté en su voz. —¿Cómo está Randy? —¡Está bien! Maldita sea, ¿qué parte de «estoy trabajando» no has entendido? Estaba tan contenta de que estuviera escribiendo, que ni siquiera pude sentirme ofendida. —Perdona. ¿Puedes decirle que llegaré a las cinco, como había dicho al principio? —Sí. Hasta luego. —Te quiero —al darme cuenta de que ya había colgado, me dije con una sonrisa afectuosa que era un zopenco y marqué el número de Katie. —No puedes ni imaginarte lo mucho que necesitaba esto —me dijo Katie, mientras brindaba con su taza de café—. Adoro a mis hijos, claro, pero estar metida todo el día en casa con ellos me está volviendo loca. Evan es fantástico, pero no lo entiende. Uno no sabe lo mucho que quiere a alguien hasta que le ha limpiado el trasero... sí, eso sí que es amor. Debió de ver algo en mi expresión, porque de inmediato pareció horrorizada y se apresuró a decir: —Lo siento, cariño, no quería... —No te preocupes, la verdad es que tienes toda la razón del mundo —esbocé una sonrisa, porque no quería que se sintiera mal por lo que había dicho. —No debería quejarme, porque mis dos terremotos no son nada en comparación con lo que tú pasas a diario —tras una breve vacilación, añadió—: _______, si necesitas hablar de ello... Iba a restarle importancia al asunto, pero, al oír aquellas últimas palabras me derrumbé. Necesitaba hablar de ello, necesitaba desahogarme. Le dije lo que se sentía al tener que meterle un tubo a tu marido por el pene para que pudiera vaciar la vejiga, lo que se sentía al cortarle la comida e ir dándosela trocito a trocito, aterrada por lo que le pasaría si se atragantaba, lo que se sentía al permanecer despierta para poder oír cómo lo movía el enfermero y estar segura de que no pasaba demasiado tiempo en una misma postura. Le expliqué lo mucho que me dolían los brazos, las piernas y la espalda por tener que manejar el elevador que lo subía y lo bajaba de la silla, le conté lo que había pasado con Joe y con Greg, y que aquellas historias me habían ayudado a sobrevivir sin afecto físico a lo largo de tantos y tantos meses. Le expliqué lo orgullosa que me sentía de Nick porque se levantaba cada día a pesar de que yo me habría rendido hacía tiempo si hubiera estado en su lugar, cuánto admiraba la fuerza y la determinación de mi marido a pesar de que a veces se tambaleaban, lo mucho que deseaba poder hacer más por él, y también le dije lo mucho que seguía queriéndolo incluso en aquel momento en que todo estaba desmoronándose. Creí que a lo mejor había ido demasiado lejos, porque Katie se levantó de la mesa sin decir ni una palabra cuando me quedé por fin sin aliento. Pensé que iba a marcharse, y lo cierto era que no habría podido culparla por ello, porque acababa de descargar cuatro años de dolor y de angustia en media hora. Pero Katie no se marchó, sino que fue a la barra y volvió al cabo de unos minutos con los dos trozos de pastel de chocolate más grandes que había visto en mi vida. Después de colocarlos sobre la mesa, me dio un tenedor y me dijo: —El glaseado es de Godiva, te mereces una buena sobredosis de chocolate del bueno. Una buena hermana no se siente avergonzada de ti cuando te pones a llorar en público, una hermana genial es la que va dándote pañuelos hasta que se te pasa el berrinche, y la mejor es la que va a buscarte otro café con leche para que te lo tomes con la descomunal orgía de chocolate que acaba de poner ante ti. —¿Por qué no me lo habías contado? Dios, ________, debes de haber estado a punto de volverte loca. —No es fácil hablar de estas cosas; además, tú ya tenías bastante con Evan y con Lily, y cuando te quedaste embarazada otra vez y tuviste a James... en fin, no te hacía falta escuchar encima mis penas. —Estoy muy cabreada contigo, _______. —¿En serio? —la miré sorprendida, con el tenedor a medio camino de mi boca. —Sí, por creer que no te habría escuchado. —Sabía que me escucharías, pero pensé que no era justo que tuvieras que hacerlo. Por un momento, pareció a punto de protestar, pero entonces hizo un gesto de asentimiento. —La verdad es que no habría sido capaz de escucharte como es debido... lo siento, soy un desastre. Sentir de nuevo aquella conexión entre hermanas fue como ponerme unos vaqueros viejos y cómodos. Había echado de menos a Katie. —No quería que pensaras que no quería a Nick—admití con voz suave—. Y cuando dejó de querer salir de casa, pensé que sería... —Desleal. —Exacto. —Nadie te culparía por tener una vida, ________. —Eso me dijo Nick. De repente, recordé la primera y última reunión de un grupo de apoyo a la que había asistido. Las mujeres se habían dedicado a elogiarse las unas a las otras, mientras cada una de ellas intentaba parecer la mas mártir de todas. Cuando le expliqué aquello a Katie, frunció el ceño y me dijo: —Es lo mismo que con las madres santurronas del grupo de juegos. Dios, cualquiera diría que es un pecado mortal contratar a una canguro para que cuide a los niños mientras voy a la peluquería. —Desde un punto de vista de psicóloga, pude llegar a entender que centrarse en los pequeños detalles las ayudara a enfrentarse al trauma. Pero entenderlas hizo que me resultara más duro, porque también sabía que no debería sentirme culpable por enfadarme ni por sentir resentimiento a veces. —No me importa que haya quien se crea mejor persona por dedicarse en cuerpo y alma a alguien, ya sea un marido o un hijo, pero no lo soporto cuando te tratan como si fueras una porquería de madre porque no te pasas horas apuntando en un álbum hasta el último detalle del primer diente de tu hijo. Nos quedamos mirándonos en silencio durante un largo momento, y entonces nos echamos a reír. Cuando conseguimos calmarnos, me dijo: —Qué bien me ha sentado poder desahogarme. —Siento que hayamos pasado tanto tiempo sin hablar de verdad, Kates. —Sí, yo también. Como vuelvas a hacerlo, te daré una buena patada en el trasero... o te quitaré tu trozo de pastel. —Inténtalo si te atreves —le dije, mientras rodeaba el plato con los brazos para fingir que estaba protegiéndolo. La mezcla de chocolate, cafeína y charla entre hermanas me había dejado lánguida y relajada, y devoré aquella sensación con tanta gula como el pastel. —No se lo digas a mamá, pero estoy pensando en volver a trabajar. Podría hacerlo desde casa hasta que los niños sean un poco más grandes, ocuparme de alguna hipoteca de vez en cuando. Hace una semana me encontré a Priscilla, una antigua compañera del banco, y me dijo que estaban buscando a alguien a media jornada. De repente, mi taza de café me pareció muy interesante. —¿Ah, sí? —Sí. Por cierto, ¿te acuerdas de cuando nos reíamos de la gente que envía esas invitaciones de boda con fotos de niños pequeños?, ¿las que llevan impresas frases como «voy a casarme con mi mejor amigo», y cosas así? Sí, sí que me acordaba. —Pues resulta que Priscilla va a casarse, y me enseñó las invitaciones. ¿A que no adivinas la que ha elegido? Se me hizo un nudo en el estómago, y no supe si se debía a una especie de satisfacción amarga o a una fascinación mórbida. —¿La de «hoy me caso con mi amigo»? Katie me aplaudió, y dijo con entusiasmo: —Exacto. Es la invitación más horrible que he visto en mi vida... por el amor de Dios, Priscilla tiene más de treinta años. —¿Cuándo se casa? —En junio. Es la reina del orden, creo que lo tiene todo planeado al detalle. Apuesto a que tiene super-controlado al pobre de su prometido. —Seguro que a él no le importa. —Una cosa está clara: un tipo que accede a tener unas invitaciones tan cursis, debe de ser un asco en la cama. No hice ningún comentario al respecto, y cambiamos de tema otra vez. Cuando llegué a mi coche y me puse al volante, me eché a reír con unas carcajadas tan histéricas como el llanto que había derramado allí mismo por él. Cada vez que pensaba que me había tranquilizado, me imaginaba aquellas invitaciones y empezaba a desternillarme otra vez, hasta que me quedé sin fuerzas. Al llegar a casa, no me preocupé al ver a Nick absorto con su ordenador, pero no me hizo ninguna gracia encontrarme a Randy en el piso de abajo, roncando delante de la tele. Lo desperté sin miramientos v le dije que ya podía irse con una brusquedad que pareció ofenderle, pero tuvo suerte de que no lo echara a patadas. —¡Mañana mismo llamaré a la agencia para presentar una queja! —le dije a Nick, mientras ahuecaba las almohadas antes de acostarlo en la cama—. Me he enfadado tanto, que ni siquiera he querido pedirle que me ayudara a subirte a la cama. —_______, cariño, ¿te lo has pasado bien con Katie? —me dijo él, con voz suave. Me volví hacia él, y admití: —Sí, la verdad es que me lo he pasado muy bien. —Perfecto, me alegro —después de cerrar los documentos que tenía abiertos, apartó la silla del ordenador—. No dejes que él te lo estropee. —¡Nick, se suponía que tenía que estar cuidándote, no durmiendo! —Yo estaba perfectamente bien, le he pedido que me dejara solo. —Eso no importa —después de quitarme la chaqueta y de dejarla en mi silla reclinable, me desabroché la blusa—. ¿Se preocupó al menos de si necesitabas algo? Al ver que no me contestaba, levanté la mirada hacia él y me di cuenta de que había empalidecido y de que tenía los ojos cerrados, como si le doliera algo. —¿Nick? Abrió los ojos, y me ofreció una sonrisa que no alcancé a creer. —No pasa nada, me duele un poco la cabeza. A lo mejor tengo la vista cansada. Cada vez más alarmada, empecé a revisarlo. Tenía el rostro frío y húmedo, y la frente cubierta de sudor. Metí una mano bajo su camisa, y me di cuenta de que su pecho estaba seco y caliente. —Nick, háblame. Le abrí la camisa, y le pasé las manos por todas partes para intentar encontrar alguna posible irritación. Me agaché para pasárselas también por las piernas, y se las puse rectas. Comprobé sus pies para ver si tenía algún uñero, busqué cualquier cosa que pudiera estar provocándole aquel desajuste. —¿Cuánto hace que te puso un catéter? —al alzar la mirada hacia su rostro, el miedo que sentí estuvo a punto de enmudecerme, pero me obligué a mantener la calma—. Nick, mírame. La cabeza se le echó hacia delante, y se le agitaron los párpados. Un ligero temblor le recorrió todo el cuerpo, y no me contestó. Me golpeó un miedo terrible, un terror brutal que amenazó con inmovilizarme. Fui corriendo al cuarto de baño, mojé una toalla con agua fría, y volví a la carrera para colocársela en la nuca. Estaba jadeando un poco. Disreflexia autónoma. Se desencadena a causa de algún tipo de dolor o de irritación, incluso del que se genera cuando no se vacía la vejiga con la periodicidad suficiente. Si no se trata de inmediato, puede llegar a ser mortal. —¿Cuánto hace que te duele la cabeza? El dolor de cabeza puede estar provocado por una subida de la presión sanguínea, el cuerpo humano dispone de unos mecanismos de protección sorprendentes. Era posible que Nick estuviera sufriendo un derrame cerebral. Me obligué a apartar a un lado el terror que me asfixiaba. Sabía cómo hacerme cargo de aquello, iba a hacerlo. Sí, iba a solucionarlo, iba a... Dejé de pensar, y pasé a la acción. Un montón de paquetes de plástico salieron despedidos y rodaron por el suelo cuando abrí de un tirón el cajón donde estaban los catéteres, y mis dedos resbalaron sobre el fino material mientras intentaba agarrar uno del cajón y abrirle los pantalones a Nick al mismo tiempo. Tuve que detenerme para centrarme antes de continuar. Sólo fue un segundo, pero sabía que cada uno de ellos contaba. Le abrí los pantalones, rasgué el envoltorio del paquete estéril y saqué de un tirón el tubito flexible, pero se me cayó al suelo. Como no podía pararme a desenredarlo, agarré otro paquete, lo abrí y saqué otro catéter. —Es sólo un momento, cariño. Nick, por favor, quédate conmigo. Nick, por favor... Repetí su nombre una y otra vez mientras iba explicándole cada paso, y lo tomé en mi mano para insertarle el tubo que iba a vaciarle la vejiga y a detener la reacción adversa de su cuerpo. No tenía ningún recipiente para recoger la orina, pero no había tiempo de ir a buscar uno, era igual si se manchaba todo. Lo que tenía que hacer era controlar el temblor de mis dedos, tenían que estar firmes para poder llevar a cabo su misión. —Quédate conmigo —susurré una y otra vez, mientras le insertaba el catéter—. Yo voy a ocuparme de todo, Nick, tú sólo quédate conmigo. ¡Maldita sea, no te atrevas a desmayarte! Le hice un poco de sangre al insertarle el catéter. En cuanto entró, el tubo se llenó con una orina de un tono amarillo fuerte. Había demasiada, y me chorreó por las manos. Al sentir que me caía algo húmedo desde arriba, pensé que Nick estaba llorando; sin embargo, no se trataba de sudor ni de lágrimas, sino de saliva, un largo hilo plateado de saliva que aparté al levantarme de golpe. Le eché la cabeza hacia atrás, y lo miré a los ojos sin saber qué hacer, mientras el pánico me corroía las entrañas. —¡No me dejes! ¡Maldita sea, Nick, ahora no! ¡Ahora no! Él parpadeó a cámara lenta, tardó demasiados segundos en abrir y cerrar los ojos, y yo agarré el teléfono desesperada y marqué el número de Urgencias. Me respondió una voz pidiéndome que detallara la urgencia, pero el pánico me había enmudecido. —Por favor, especifique el carácter de su urgencia. Nick abrió los ojos. Me vio, sé que me vio. Quiero pensar que me sonrió. —¡Necesito una ambulancia! Mi marido es tetrapléjico, y está... —fui incapaz de decirlo, pero no hizo falta. —Ahora mismo le enviamos a alguien. Estoy convencida de que lo hicieron, aunque no sé lo que tardaron... horas, minutos... al final, no importó. Una eternidad es lo que se tarda en intentar comprender sin lograrlo por qué tu marido está muriéndose ante tus propios ojos.
_______________ este capítulo es muy tristeeee, gracias por comentar:) ya falta menos para el finaaaal | |
| | | Lady_Sara_JB Casada Con
Cantidad de envíos : 1582 Edad : 28 Localización : México Fecha de inscripción : 24/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 12th 2013, 18:45 | |
| genial... joe apunto de casarse y nick se sta muriendo siguela en serio q no podra star bn cuando todo va bn pasa sto | |
| | | BETTY DE JONAS Novia De..
Cantidad de envíos : 613 Edad : 30 Localización : Con los jonas :) (en un cuarto AMANDONOS) Fecha de inscripción : 01/08/2011
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 12th 2013, 19:55 | |
| AY NO AY NO AY NO!!!!! Qué situación tan horrible No puedo creer que Nick se esté muriendo... Qué triste... Por favor tienes que seguirla pronto por que yo no voy a aguantar mucho sin saber qué es lo que va a pasar con Nick!!!!!!!! | |
| | | eschio Amiga De Los Jobros!
Cantidad de envíos : 405 Localización : Chile Fecha de inscripción : 03/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 14th 2013, 08:42 | |
| Capítulo 17
No sé por que nuestra sociedad parece creer que el dolor es algo que hay que compartir, teniendo en cuenta que todo el mundo prefiere verlo de lejos. Las personas de mi entorno permanecieron junto a mí en el entierro y me ofrecieron su abrazo, aunque mi rígida incapacidad de devolver el gesto pareció desconcertarles. Me trajeron comida, me enviaron flores y tarjetas para darme el pésame, y también hicieron donaciones a la Fundación Christopher Reeve. Me dejaron mensajes en el contestador diciéndome que los llamara si necesitaba algo, sin saber que me resultaría imposible centrarme y marcar un número de teléfono, ya que apenas era capaz de distinguir el zapato izquierdo del derecho. A lo largo de los días y las semanas posteriores al accidente de Nick, había anhelado tener un apoyo como aquél, pero supongo que la muerte no resulta tan aterradora como la enfermedad y las lesiones; en cualquier caso, me vi rodeada de amigos y familiares bienintencionados, a pesar de que lo único que quería era permanecer sentada en silencio. Mi madre tenía buenas intenciones al decirme «¿lo ves?, sabía que mantendrías la entereza», igual que mi padre al decirme «es mejor así»: Como alababan mi fortaleza, me mostré fuerte: como elogiaban mi compostura, la mantuve. Creían que no los oía susurrar el «buen aspecto» que tenía, y lo «bien» que me lo había tomado, así que fui buena y me lo tomé bien. A pesar de que todo el mundo se esforzó en estar conmigo, siempre estaba sola. La madre de Nick tenía las mejores intenciones al decidir venirse a vivir conmigo y despedir a la señora Lapp y a Dennis sin mi consentimiento; a lo mejor pensó de verdad que yo ya no los necesitaba y que estaba haciéndome un favor, aunque seguramente lo que pasaba era que hacían que se sintiera incómoda, ya que su presencia siempre le había recordado la gran cantidad de cuidados que Nick había necesitado. Reorganizó los armarios de la cocina, me traía el correo y contestaba al teléfono, y aun así se las arreglaba para no hacer nada útil. Era como una mosca, y no me quedaban fuerzas para espantarla; a lo mejor estaba esperando a que le dijera lo que necesitaba, como todos. Katie no esperó. Vino a casa a la semana siguiente del funeral, y se puso a lavar, a secar, a planchar y a guardar la ropa y las sábanas sucias de tres semanas, mientras hacía caso omiso de las protestas poco sutiles de mi suegra, que insistía en que tenía pensado hacerlo ella. Katie también barrió, repartió la comida que iban enviándome en pequeños recipientes etiquetados, y organizó mi correo en montoncitos donde las facturas más urgentes tenían notas adhesivas. Pero lo mejor que hizo por mí fue marcharse. Fue lo más maravilloso que habían hecho por mí en mi vida, y aunque sólo pude asentir en un gesto de agradecimiento, ella me entendió. —Te llamaré —me dijo. Aunque pareciera increíble, lo hizo... y no sólo una vez, sino cada pocos días. Mi hermana me llamó para preguntarme qué era lo que necesitaba. Escuché el llanto nocturno de la madre de Nick durante tres semanas, mientras yo misma era incapaz de derramar ni una lágrima. No dije nada cuando se infiltró en nuestra casa como si así pudiera conseguir que él volviera, le di los buenos días por la mañana y escuché sus lamentos. Su dolor era sólido, total y egoísta, y no dejaba espacio para el mío. No permití que se quedara por compasión, sino porque fui incapaz de pedirle que se fuera... hasta que el niño Jesús acabó con mi paciencia. Al bajar las escaleras después de pasarme otra noche en vela, medio dormida y pensando sólo en el café que necesitaba para poder empezar el día, tropecé con un pesebre y tanto el portal como sus santos contenidos se desparramaron por el suelo de mi cocina. Los camellos se rompieron, y yo expresé mi opinión en una retahíla de palabrotas. Alguien había vomitado Navidad por toda mi casa, y los adornos que llevaban tanto tiempo sin salir a la luz estaban por todas partes. Habría sospechado que aquello era cosa de unos duendes si no hubiera sabido que no existían, así que deduje de inmediato que había sido mi suegra. Había aguantado que reorganizara los armarios y hasta que le echara un vistazo disimulado a los extractos de mis tarjetas de crédito, pero aquello era una invasión mucho más personal. La encontré en el dormitorio de Nick, trasteando en un cajón de ropa. —Necesitaba mantenerme ocupada —me dijo. —Preferiría que no tocara las cosas de Nick, yo voy a ocuparme de ellas. —Pero... ¡________, yo soy su madre! No me siento orgullosa de tener que admitir que perdí los estribos, además de la paciencia y, posiblemente, incluso la cabeza. La gente suele desdecirse de lo que suelta en un arranque de furia, pero yo hablé con plena convicción. No era la primera pelea que teníamos, pero sin duda fue la más fuerte. Ella quería estar en la casa donde había vivido su hijo, y yo quería que se marchara del lugar donde había muerto. Al final gané la batalla, aunque la victoria fue amarga. No me proporcionó ninguna satisfacción decirle que sería yo quien decidiera qué hacer con las cosas de Nick, ni que no tenía ni voz ni voto en mis decisiones. Mi suegra también estaba sufriendo, y a pesar de que yo misma apenas era capaz de entender lo que significaba haber perdido a mi marido, no podía ni imaginarme cómo se sentía ella al haber perdido a su hijo. —Pero... ¡nos necesitamos la una a la otra! —exclamó. —Lo siento, pero en este momento no puedo ser lo que usted necesita. —Muy bien, si no quieres que esté aquí... —No necesito que esté aquí —aquélla fue la respuesta más amable que fui capaz de darle. Cuando la puerta se cerró tras ella, pensé que por fin iba a llorar, pero no pude encontrar las lágrimas. ¿Dónde estaban? Sabía que era capaz de llorar, porque lo había hecho cuando lo habían metido en la ambulancia y cuando más tarde, en el hospital, no se había recuperado del derrame cerebral que lo había matado; sin embargo, había permanecido con los ojos secos y el rostro pétreo mientras estaba rodeada de gente que sopesaba mis muestras de dolor como si fueran una medida de mi amor. Tres semanas después de la muerte de Nick, dormía, comía, me vestía y me bañaba, hablaba y me hablaban... pero no lloraba, aunque lo intenté. Apoyé una mano en la puerta principal, y me di permiso para dar rienda suelta a mis sentimientos soltando un suspiro largo y lento. Fue como anticipar un estornudo... o un orgasmo. Sentí el dolor quemándome las entrañas y las lágrimas latentes, pero tanto el uno como las otras se negaron a salir. Me imaginé tirando, como si fuera un pez con un anzuelo clavado dentro. Sabía que me desgarraría al salir, pero al menos estaría fuera. Esperé durante mucho tiempo, pero sólo obtuve el dolor de querer algo que era incapaz de encontrar. Mi mundo estaba pintado en diferentes tonos de gris. La depresión es muy sibilina y se disfraza de agotamiento, de dolores y de malestar general, y me habría resultado muy fácil fundirme en el gris de mi vida, quedarme en la cama cuando tenía que levantarme y permanecer con la misma ropa, permitir que mi dolor me consumiera. No me vanaglorio por cómo logré salir adelante; de hecho, mi negativa a rendirme ante el dolor fue un error tan grande como lo habría sido sumirme en él. Quizás habría sido mejor que me hubiera permitido hundirme durante varias semanas, pero el problema de mirar atrás cuando deberías estar caminando hacia delante es que normalmente acabas dándote de bruces con algo que te causa dolor. De modo que me levantaba de la cama, me duchaba, me vestía, tomaba algo nutritivo cuando me acordaba de comer y un mero trozo de pan cuando se me olvidaba... incluso iba a la consulta, y ninguno de mis pacientes pareció darse cuenta de que me mostraba mucho menos comprensiva con sus problemas. La necesidad de llorar fue evaporándose con el paso de los días, hasta que me pregunté cómo se me había ocurrido pensar que las lágrimas me ayudarían en algo. Intenté recuperar mi vida semana tras semana, volví a meterme en la rutina de trabajar y de pagar las facturas. Creía que las fiestas navideñas serían duras, pero sentí un alivio enorme porque no hubo árbol ni adornos, ni siquiera los que mi suegra había intentado imponerme. No tuve que cocinar, y pude aceptar la invitación de mis padres sin tener que preocuparme por Nick. Tuve invitaciones todos los días, y cené fuera a expensas de mi dolor. Fue maravilloso. Aunque algunos apartaban la mirada al sentirse incómodos por la presencia casi tangible de mi pérdida, por primera vez en cuatro años podía hablar de Nick, y eso fue lo que hice. Hablé de él con mis padres, con Katie y con su marido, con conocidos a los que veía en escasas ocasiones... era como si la gente fuera capaz de tenerme lástima abiertamente. Podían ofrecerme sus condolencias, darme palmaditas en el hombro y asentir comprensivamente cuando les hablaba de él, como si la muerte fuera menos embarazosa que una discapacidad. La fascinación que genera la muerte en alguien que no la tiene a su lado es efímera, así que al final, las fiestas se acabaron, y tanto las llamadas como las tarjetas dejaron de llegar. El mundo siguió adelante con todos a bordo, y me dejó atrás. Dennis me invitó a cenar una noche, y acepté. Me llevó a un pequeño restaurante al que no había ido nunca, a pesar de que había pasado por delante montones de veces. La comida era buena, y la conversación aún mejor. Fue fantástico poder hablar de Nick sin tener que soportar la carga del dolor de otra persona, ya que Dennis tuvo el sentido común de escuchar más que hablar. —Lo echo de menos —me dijo después de la cena, en el aparcamiento—. Me daba unas palizas impresionantes cuando jugábamos al ajedrez. —Le encantaba jugar contigo, porque yo nunca conseguí aprender. —Me siento culpable —me dijo de repente—. Si yo hubiera estado allí, a lo mejor... —No te culpo, Dennis. Al ver que se secaba los ojos, sentí cierta amargura porque él podía llorar y yo no. —Era un buen hombre —me dijo. —Sí, es verdad. —Me siento tan culpable... —Yo también, pero no porque crea que habría podido hacer algo de otra forma, ni por haber salido ese día, ni nada de eso. —¿En serio? Me alegro, ________. Tú no tuviste la culpa. —Y tú tampoco tuviste la culpa de estar de viaje, ni de que lo dejáramos con alguien que la fastidió. La firmeza de mi voz pareció sorprenderle, y su rostro se relajó con una expresión de alivio. —Sí, ya lo sé, pero aun así... —Ya lo sé. —Al menos, no está sufriendo. Es libre. Y yo también lo era, aunque no podía admitirlo ante Dennis a pesar de que quizás me hubiera entendido. Antes de irse, aquel hombretón que había formado parte de mi vida durante años me dio un gran abrazo. Fue un gesto de consuelo, pero más para él que para mí, y cuando cada uno se fue por su lado, él se había liberado de su carga y yo llevaba más peso que nunca. Volver a ver a la señora Lapp fue más fácil, porque se limitó a envolverme en un abrazo maternal y me acunó hacia delante y hacia atrás durante varios minutos. Después se preocupó por mis hábitos alimenticios, presumió de sus nietos, y me enseñó las fotos del viaje que había hecho la semana anterior. —Samuel y yo nos vamos a Nueva York la semana que viene, ¡hasta veremos un espectáculo de Broadway! —¿Samuel no ha protestado? —le pregunté, con una sonrisa. —No, porque nunca ha estado allí. Vamos en un autocar, con un grupo de nuestra iglesia. Samuel Lapp había ido muchas veces a buscar a su mujer a mi casa, y me costó imaginármelo en un musical de Broadway porque era un hombre callado que siempre parecía llevar una camisa a cuadros y unos desgastados pantalones con peto. —Seguro que se lo pasan muy bien —le dije. Había pensado en preguntarle si le interesaría volver a trabajar para mí, porque no me entusiasmaba tener que limpiar y cocinar, pero supe que no podía hacerlo al oírla hablar de todos sus planes. —Estoy más ocupada ahora que cuando trabajaba, llevaba años esperando a poder retirarme. Lo habría hecho hace tiempo, pero... —Le agradezco mucho todo lo que hizo por nosotros, señora Lapp. —Me encantaba trabajar para ustedes, incluso cuando él se ponía tontorrón. No pude evitar sonreír, y admití: —Sí, a veces podía ponerse muy tontorrón. Pero como ya no trabaja, puede irse con Samuel a Nueva York, o a donde quiera. —Señora D., perdone que se lo diga, pero... usted también puede nacerlo. Para no tener que contestar a aquello, opté por tomar un bocado del trozo de pastel que me había ofrecido, y empezamos a hablar de temas inocuos como el tiempo o la televisión. Me comí tres trozos de pastel en total, y cuando me fui, me dolía el estómago. —Llámeme si quiere hablar —me dijo desde la puerta de su casa. Le prometí que lo haría, pero ambas sabíamos que estaba mintiendo. Katie siguió llamándome para preguntarme si necesitaba algo. Mi hermana siempre había sabido consolarme; cuando éramos pequeñas, solía darme la mitad de su piruleta cuando intuía que me pasaba algo, y aunque sus regalos habían pasado a ser botellas de vino caro, bombones y películas, me resultaron tan gratos y dulces como una golosina medio comida. Se sentó en mi sofá con un profundo suspiro de satisfacción, y se quitó los zapatos. Se había cortado el pelo, estaba maquillada, llevaba unos pantalones y una camiseta sencillos pero de calidad, y no parecía tan cansada. —Has adelgazado —le dije. —Sí, es verdad. Ahora que he empezado a trabajar a media jornada, puedo permitirme pagar el gimnasio. Voy un rato con James mientras Lily está en la guardería, y después trabajo cuando se ponen a dormir la siesta. Me quité los zapatos al sentarme. El hecho de que mi ropa no fuera tan elegante como la de mi hermana era algo habitual, pero ya no me sentía desastrada al estar junto a ella. —Me alegro de que hayas venido, hacía tiempo que quería ver Moulin Rouge. —Eh... sí, genial. —Oye, si no quieres ver esa peli, podemos poner otra —le dije, al notar que su respuesta carecía de convicción. —No, ésa está bien. Fui incapaz de leerle la mirada, pero estaba claro que pasaba algo. —¿Qué pasa, Katie? Se mordió el labio, y de repente soltó la risita que debía de haber estado conteniendo. —Nada, es mamá. —¿Le pasa algo? —no supe si preocuparme, aunque a juzgar por su actitud risueña, no era probable que hubiera algún problema serio. —No, es que... me dijo que tenía que venir a verte. Aquello no tenía ningún sentido. —¿Qué quieres decir? Katie se echó a reír, y admitió: —Me dijo que tenía que venir a hacerte compañía, que estaba... preocupada por ti. Me quedé boquiabierta, y entonces yo también me eché a reír. —¡No puede ser! —¡Eso fue lo que me dijo, te lo prometo! Seguimos riendo, y cuando finalmente conseguimos recuperar la calma, comenté: —Es increíble. —Le he dicho a Evan que no tenía otra opción, que si no venía a pasar un rato con mi hermana mayor, mi madre me echaría una buena bronca. —Así no ha podido quejarse, ¿no? —Evan no es tan tonto como para llevarle la contraria a mamá. Además, mira esto —levantó su móvil, le dio a un botón, y añadió—: Hala, ya está apagado. Mi marido va a tener que apañárselas él solo con los pañales. —Eso suena peligroso —llené dos vasos de vino, y abrí la caja de bombones. —Es bueno que los padres aprendan a cuidar de sus hijos, sobre todo cuando creen que son incapaces de hacerlo; además, Lily ayuda mucho. Me eché a reír al imaginarme la «ayuda» de mi sobrina. —Pobre Evan. —Se las arreglará —Katie tomó un sorbo de vino, y pareció extasiada—. Hace años que no bebía vino, y no sabes lo contenta que estoy de volver a tener mis pechos. Adoro a mis hijos, pero es fantástico recuperar mi propia vida. Pensé que me había echado a reír, pero lo que oí fue el sonido de mi vaso de vino al hacerse añicos contra el suelo. Me arrodillé de inmediato para recoger los trozos de vidrio, y alargué la mano sin pensármelo dos veces, a pesar de que podía cortarme. —Yo también me alegro de haber recuperado mi vida —admití, mientras las palabras iban desgarrándome la garganta—. Me alegro, Katie. Sé que no debería, pero no puedo evitarlo. Había ayudado muchas veces a mi hermana, pero en aquella ocasión fue ella quien me ofreció su apoyo. Me limpió el corte del dedo y me lo vendó, tal y como yo había hecho tantas otras veces con sus rodillas y con sus codos magullados, y me dio pañuelos de papel mientras las lágrimas salían a borbotones de mi interior por fin. —Eres toda una madraza —conseguí decirle, cuando los sollozos remitieron hasta convertirse en pequeños hipidos. Volvimos a sentarnos en el sofá, y Katie encogió las piernas bajo su cuerpo antes de contestar. —Es verdad. Parece increíble, ¿no? Intercambiamos una sonrisa, y me alargó la caja de bombones. —Venga, empieza a comer. —Genial, justo lo que me faltaba para sentirme bien conmigo misma... celulitis. —Que le den a la celulitis, cómete los bombones —me dijo, mientras ella misma agarraba uno. El poder del chocolate era innegable, sobre todo cuando era del caro y se derretía en la lengua. —Es como... como tener un pedacito de cielo en la boca —comenté. Katie se llevó dos dedos a la cabeza, como si fueran dos cuernos de diablilla, y me dijo: —Lo has dicho tú. Cuernos de diablilla y chocolate... en algunas cosas, mi hermana me entendía mejor que nadie; ni siquiera Nick había conocido algunos de aquellos pedacitos de mí. —Lo echo de menos, Katie. —Ya lo sé. Yo también, _______ —se chupó el chocolate de los dedos, y me miró con expresión seria—. Es normal que lo eches de menos. —He ido al supermercado al salir de trabajar, y no he tenido que llamar antes a casa. No he tenido que asegurarme de que había alguien cuidándolo, ni he tenido que preguntarme si estaba bien, ni si al llegar a casa me enteraría de que había pasado algo... ni si discutiríamos por lo tarde que era. Y puedo dormir, Katie —me tragué más lágrimas antes de poder seguir—. Duermo toda la noche de un tirón, noche tras noche, y no tengo que levantarme ni una sola vez. Su mano fue la cuerda que podía salvarme del mar de dolor que amenazaba con ahogarme, y me aferré a ella. —Eso no significa que no lo quisieras, ________. A pesar de lo mucho que deseaba creerlo, no lo conseguí del todo. —A veces, se portaba como un capullo. Yo sabía que era porque estaba deprimido y agobiado, pero podía ser condenadamente hiriente. Era como si ni siquiera fuera el hombre con el que me había casado, como si se hubiera despertado del coma con otra persona dentro de la cabeza. —Pero nada de todo eso significa que no lo quisieras. Tienes razón, a veces se portaba como un capullo... pero también lo hacía antes del accidente. Si aquello lo hubiera dicho otra persona, habría protegido con indignación la memoria de mi marido, pero con ella no pude hacerlo. —Sí, ya lo sé. Pero también podía ser el mejor hombre del mundo, cuando le daba la gana. —No tienes la culpa de que dejara de darle la gana —me dijo, mientras me daba un ligero apretón en la mano. Yo asentí, y los ojos se me llenaron de lágrimas otra vez. —No tuve tiempo de arreglar las cosas, ni de comprobar si podíamos conseguirlo. —Sí, ya lo sé. Te entiendo —Katie volvió a alargarme la caja de bombones. Era cierto, mi hermana me entendía. No me hacía falta que ella me dijera la verdad, pero cuando sus palabras se convirtieron en el espejo que reflejó lo que yo ya sabía, lo creí realmente. —El hecho de que quiera ir al cuarto de baño sola y ponerme un sujetador normal no significa que no adore a mis hijos, y el hecho de que tú quieras seguir adelante con tu vida no significa que no quisieras a Nick. —¿Cómo es posible que se te dé tan bien dar consejos? —He aprendido de mi hermana mayor —me dijo ella, con una sonrisa. Y entonces, las dos nos echamos a llorar. El dolor se desvanece como una llaga; duele incluso cuando va desapareciendo, y a veces te deja una cicatriz para que siempre te acuerdes de dónde ha estado. Echar de menos a Nick no significaba que lo amara más, igual que no hacerlo no significaba que no lo amara. El tiempo suavizaría y repararía mis emociones, y sólo tenía que dejar que pasara. Intenté seguir adelante. Me apunté a un gimnasio, cancelé la suscripción del servicio de alquiler de películas por Internet, y me uní a un grupo de discusión Literaria; en definitiva, llené mi tiempo con todas las cosas que me había negado durante años. Pero no todas tuvieron el efecto esperado; de hecho, no tardé en tenerles pavor a las sesiones en el gimnasio, y leer libros y charlar sobre ellos requería mas esfuerzo que ver películas por la tele. A pesar de todo, me permití disfrutar de mi nueva vida, sin dejar que el peso de la culpa me oprimiera. Sin embargo, aunque podía llenar mi vida de actividades, no conseguía llenarme a mí misma. Me faltaba algo, la sensación de que había dejado alguna cosa pendiente era como una presencia insidiosa y constante en el fondo de mi mente. Pensé que se trataba de la habitación de Nick, porque no la había tocado desde su muerte. Creí que quizás tendría que deshacerme de aquellos últimos recuerdos de su vida después del accidente, para poder empezar a recordar cosas más felices. Me quedé inmóvil con la mano en el pomo de la puerta durante unos segundos, y entonces me di cuenta de que mi problema no residía en aquella puerta que había dejado cerrada, sino en la que había dejado abierta.
Última edición por eschio el Agosto 14th 2013, 08:49, editado 1 vez | |
| | | eschio Amiga De Los Jobros!
Cantidad de envíos : 405 Localización : Chile Fecha de inscripción : 03/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 14th 2013, 08:48 | |
| Capítulo 18 Febrero
Sabía que él estaría allí, porque no había razón alguna para que no fuera así. Igual que los sapos que volvían en primavera al estanque de donde salieron, Joe y yo fuimos al banco. Alguien había cambiado los helechos del atrio por cintas, y no supe si acababa de gustarme el distinto tipo de sombras que proyectaban. Me había vestido con colores que me sentaban bien, y me había puesto zapatos de tacón alto; había elegido un tono de pintalabios con el que me sentía más segura de mí misma, pero mientras esperaba allí sentada, empecé a preguntarme si iba a necesitarlo. La pregunta quedó resuelta en cuanto lo vi llegar. No estaba segura de lo que sentiría al volver a ver a Joe... me había imaginado furia, desilusión o incluso un deseo recalcitrante, pero el alivio me tomó desprevenida, y me inundó con una fuerza casi física cuando él se sentó a mi lado. El aire que intenté inhalar me raspó la garganta, y mis manos se cerraron en dos puños apretados sobre mi regazo. Fue como cuando pierdes de vista a alguien en medio de una multitud en un sitio con el que no estás familiarizado, y sientes un instante de miedo antes de vislumbrar el rostro conocido y de darte cuenta de que ya no estás perdido. —Me alegro de verte, ________. Yo me limité a asentir, y entrecerré los ojos al levantar la cara hacia el sol que brillaba a través de los cristales. A diferencia de los helechos, las cintas no proporcionaban demasiada sombra, así que decidí que el cambio no me gustaba. —Pensé que no ibas a volver. —Mi marido sufrió un derrame cerebral —le dije con voz queda, antes de volver a mirarlo por fin—. Murió. Pensaba que me había acostumbrado a decirlo, a solidificarlo en algo real con las palabras. Había sido más fácil decir «mi marido está paralizado de cuello para abajo», pero a la gente le había resultado más fácil ofrecerme sus condolencias por la muerte de mi marido que consolarme por su discapacidad. Aunque dio la impresión de que las palabras habían salido con facilidad de mi boca, tuve que cubrirme los ojos con una mano cuando el suelo se puso borroso. Al sentir su mano en mi hombro, nos acercamos sin necesidad de movernos. Era la primera vez que Joe me tocaba. —¿Tienes alguna historia para contarme, Joe? Porque realmente necesito una —aunque apenas fue un susurro, no tuve miedo de que no me oyera.
Este mes, sigo llamándome Priscilla, y llevo un anillo en el dedo que grita a los cuatro vientos que estoy prometida. Me encanta, porque es tan grande, que la gente se queda mirándolo y comenta lo impresionante que es. Mi prometido y yo tenemos una cita con uno de los siete proveedores que estoy considerando para el catering del banquete. Vamos a catar todos los platos que he seleccionado como posiblemente aceptables, incluyendo el pastel. Podemos elegir entre el de fresa y el de chocolate, y ambos de la mejor calidad, por supuesto; al fin y al cabo, una mujer sólo se casa una vez... si sabe elegir bien a la primera, claro. —¡Querido! —ahí está mi Joe. Cuando se vuelve, no me queda más remedio que reprenderlo porque ya vuelve a tener las manos metidas en los bolsillos—. Cariño, estás haciéndolo otra vez. —Perdona —me dice él, con esa sonrisa de disculpa que me parece tan encantadora, mientras saca las manos de inmediato. —Eres demasiado guapo para tener un aspecto tan descuidado —como llevo unos zapatos planos, tengo que ponerme de puntillas para poder darle un beso en la mejilla. Huele a limpio—. Voy a tener que comprarte un bote de colonia. Él desliza las manos hasta mis caderas, me acerca un poco más y me mira directamente al preguntarme: —¿No te gusta cómo huelo? —Hueles bien, pero es que me gusta la colonia — le doy otro beso en la mejilla, y me aparto de él—. Vamos, no quiero llegar tarde. —Por supuesto que no, que Dios nos ayude si nos desviamos del horario previsto. Me detengo en seco y lo miro con suspicacia, porque no sé si está burlándose de mí. A veces no estoy segura de si está bromeando o no, porque a pesar de que normalmente parece que estamos en perfecta sintonía, de vez en cuando tiene unas ocurrencias absurdas. —Es de mala educación hacer esperar a alguien — no pretendo ser cortante, sino firme; a estas alturas, ya debería saber lo que pienso sobre el tema de la puntualidad, porque hemos hablado de ello largo y tendido. Él me agarra de la cintura, y vuelve a acercarme hacia su cuerpo. No quiero besarlo, pero me inclina con un movimiento tan fluido, que acabo haciéndolo de todas formas. Sabe a menta. —Lo siento, ya sé que no soportas llegar tarde a ningún sitio. Sonrío al ver su aparente sinceridad, y lo beso con un poco más de entusiasmo antes de tomarlo de la mano. —Vamos, Joe. La encargada del catering nos da a probar pequeños sándwiches, taquitos de queso, espirales de carne y de lechuga... hay un poco de todo, pinchado con unos palillos con flecos muy refinados. Joe se come una exquisitez tras otra a dos carrillos, y es obvio que no está saboreando nada. Después de contemplarlo horrorizada durante unos segundos, la mujer me lanza una mirada de conmiseración, y me dice: —Como iba diciéndole, señorita Eddings, no habría ningún problema en servir canapés para trescientos invitados... —¿Trescientos? —Joe la mira con la boca abierta, y entonces se vuelve hacia mí—. ¿Qué...? Cilla, pensaba que... No soporto que me llame así. —Querido, la lista que te di ya estaba recortada al máximo. Por un momento, tengo la impresión de que va a discutir conmigo delante de la encargada del catering, que a su vez baja la mirada con discreción. Estoy segura de que habrá presenciado una buena cantidad de discusiones prenupciales, pero como no estoy dispuesta a que se chismorree de mí en mis círculos sociales, me enderezo en mi silla y le lanzo a Joe una mirada de advertencia que funciona a la perfección. Como él se limita a encogerse de hombros, retomo mi conversación sobre canapés. Yo no tengo la culpa de que la lista de invitados de Joe se reduzca a sus familiares y a tres o cuatro amigos, la mía es mucho más larga. Tengo que invitar a mis colegas de negocios, a mis familiares, a mis amigos, e incluso a algunos que se creen mis amigos sin serlo. Mi vida tiene tantas capas como los pasteles que hemos probado, y esta boda es importante para mí. Le digo a la encargada del catering que la llamaré a finales de semana, y nos vamos. Cuando llegamos a mi casa, Joe se quita la chaqueta y se afloja la corbata antes de estirarse en el sofá para ver la tele mientras yo preparo la cena. Es algo simple, pasta integral con un poco de salsa de tomate y una ensalada, pero estoy siguiendo una rígida dieta porque me niego a parecer un globo a punto de reventar en mi vestido de novia. Joe se queja de vez en cuando, pero como él no es el que cocina, le digo que no tiene derecho a protestar. Hoy se come lo que le ******** delante sin hacer ningún comentario. Se le da muy bien escuchar, mejor que al resto de hombres con los que he salido, pero al darme cuenta de que está observándome con una expresión intensa mientras le explico una anécdota que me ha pasado hoy, me callo de repente. —¿Qué pasa Joe? No puedo evitar que se me acelere el corazón cuando se levanta y viene hacia mí. Cuando me besa y me doy cuenta de que sabe a aceite y a ajo, deduzco que yo tengo el mismo sabor de boca, así que me aparto un poco. —Joe... Su mano asciende hasta mi nuca, y hace que incline la cabeza para poder besarme de nuevo. Su lengua me acaricia mientras su mano me sujeta para que no me mueva, y al final cedo con un suspiro. Su otra mano me cubre un pecho, y aunque mi pezón se tensa, aguanto las ganas de retorcerme. Siempre hace que me sienta así, como si no pudiera quedarme quieta, como si estuviera tocándome por todas partes a pesar de que sólo está besándome. —Vamos arriba —me dice él. No es una súplica ni una petición, y aunque tampoco llega a ser una orden, me levanto y obedezco. No deja de besarme mientras subimos las escaleras. Me desabrocha la blusa y la falda, abre la puerta del dormitorio, y me tumba en la cama; aún en ropa interior, me rindo a sus besos y a las caricias de sus manos, y permito que me quite el sujetador. Mi piel desnuda parece capturar su atención aún más que las muestras del catering; no me extraña, porque trabajo duro para mantenerme en forma. Su boca empieza a descender, y me chupa los pezones hasta que me arqueo un poco. Sabe tocarme, sabe lo que me gusta y lo que no. Una de sus manos me recorre los muslos y el vientre antes de trazar mi ombligo, y cuando su palma se coloca plana sobre mi piel firme, me tenso un poco a la espera de que baje un poco más. Sus besos se han vuelto más lentos, y finalmente se aparta un poco para mirarme a los ojos; normalmente, me gusta cómo me mira, porque suele estar sonriente, pero en este momento me contempla con atención mientras su mano sube y me aparta un mechón de pelo. Cuando se inclina hacia mí y su aliento cálido me acaricia la cara, no hago caso del olor a ajo. Mis labios se abren a la espera de su beso, que no llega. —Bésame, Joe. Él lo hace, pero en la mandíbula y en el cuello, donde además se detiene a darme un ligero mordisquito. Aunque suelto un pequeño sonido de protesta y digo su nombre con desaprobación, la verdad es que tengo los pezones aún más excitados. Como quiero alzar las caderas y apretarme contra su mano, o bajarle los dedos para que me acaricie entre las piernas, lo hago con impaciencia. Él accede sin decir palabra. Sus dedos se doblan y se retuercen mientras se mueven a lo largo de la parte delantera de mis braguitas. Joe no consiguió aprender a tocarme de forma correcta, tal y como me gusta, hasta que hicimos el amor varias veces, pero ahora ya sabe que es como si tuviera un botón sexual secreto entre las piernas que sólo él sabe accionar. Está apoyado en un codo, mirando el movimiento de su mano entre mis piernas. Desde este ángulo, puedo ver las pequeñas patas de gallo que tiene, y la forma ligeramente respingona de su nariz. Me pregunto por qué parece mayor que cuando lo conocí. —Sí, así —le digo con voz un poco ronca, mientras abro más las piernas—. Quítame las bragas, cielo. Él obedece, pero sigue el recorrido de la prenda de encaje y se coloca a los pies de la cama antes de poner las manos en mis tobillos. Siempre que me toca así, me sorprende lo grandes que son sus manos, porque me rodean los tobillos por completo. Las desliza hacia arriba hasta que mi cuerpo rompe los anillos que formaban sus dedos, y entonces las coloca sobre mis rodillas y me roza las corvas antes de colocarlas sobre mis muslos. Cuando apoya una rodilla en la cama para acercarse más a mí, me estremezco ante la suavidad juguetona de sus caricias. —Venga, cielo, quítate la ropa. Él levanta la mirada sin apartar las manos de mis piernas, hace un pequeño gesto de asentimiento, y empieza a quitarse la corbata. Mientras se desabrocha la camisa, coloco un brazo bajo mi cabeza para ver cómo se desnuda para mí. Su piel tiene un ligero tono dorado, y el vello de su pecho parece cobre bruñido. Cuando se quita los pantalones, contemplo el vello que le rodea el pene y me humedezco los labios. —Me gusta que te cuides, hay muchos hombres que no se molestan en hacerlo. Joe estaba quitándose un calcetín, pero se detiene al oír mi comentario. Tiene el contorno de líneas definidas de una estatua, aunque me parece que se ha comido algún dulce a escondidas, porque a pesar de que sigue teniendo los abdominales bastante firmes, tiene los costados más fláccidos que hace unos meses. Voy a tener que endurecer nuestras sesiones de ejercicio. Cuando acaba de quitarse los calcetines, se sube a la cama y me pregunta: —¿A cuántos hombres te refieres? Me gusta su calidez y la forma en que su cuerpo encaja con el mío, porque no es ni demasiado alto ni demasiado bajo. Siento la dureza de su pene contra un muslo, pero me muevo con impaciencia porque preferiría tenerlo en mi interior. —¿A cuántos, Priscilla? Pensaba que su pregunta anterior era meramente retórica, pero al ver que parece querer una respuesta, le digo: —Supongo que a la mayoría. Lo empujo un poco hasta que nos colocamos de lado, el uno frente al otro. Siento que su erección se frota contra mi vientre, pero yo quiero tenerla más abajo. —¿A la mayoría de los hombres del mundo?, ¿o a la mayoría de los que conoces? —Ambas cosas. ¿Por qué estás tan... tan beligerante? —Sólo estoy preguntándote algo que me parece pertinente. —¿Qué estás preguntándome exactamente? —lo miro ceñuda, porque no me gusta que se ******** a hablar cuando lo que quiero es que me haga el amor. —¿Con cuántos hombres has estado? No sé si eso es de su incumbencia, porque no afecta en nada a nuestra relación. Cuando le digo que ni siquiera permanezco en contacto con mis anteriores amantes, creo ver un brillo de diversión en su mirada. —Dime con cuántos hombres has estado, Priscilla. Quiero saberlo. —Con los suficientes para saber que tú eres con el que quiero pasar el resto de mi vida. Es una respuesta muy buena, pero no parece satisfacerle. Me coloca una mano entre las piernas, justo donde quiero sentirla, pero se niega a acariciarme a pesar de que me muevo contra sus dedos, y al final suspiro con frustración. —¿Por qué quieres saberlo? —Por curiosidad. —La curiosidad mató al gato, Joe. —Yo no soy un gato. —Vale, con diez. ¿Satisfecho? Empieza a acariciarme, como si estuviera premiándome por haber contestado, y se limita a decirme: —Sí. Me empuja ligeramente los hombros hasta que me tumbo de espaldas, y a pesar de que la caricia circular de uno de sus dedos en el clitoris no consigue aplacarme, no lo detengo; sin embargo, me he puesto tensa con la conversación, así que va a costarme bastante el orgasmo. —Has salido con más de diez hombres —me dice él, mientras me besa los pechos. —Sí. —¿Pero sólo te has acostado con diez? Empieza a succionar lentamente un pezón, y su dedo desciende y se humedece en mi interior antes de volver a deslizarse por mi clitoris. Al sentir que estoy cada vez más mojada, desearía que el sexo no fuera algo tan indecoroso y sucio. —¿Priscilla? —¿Qué te pasa ahora? Él permanece en silencio mientras su lengua desciende por mi torso, y abro un poco más las piernas. Aunque no me gusta demasiado practicar felaciones, me parece bien que Joe sea partidario del cunnilingus. —¿Todos ellos consiguieron que tuvieras un orgasmo? —Ya está bien, Joe. —Quiero saberlo —me lame las costillas una a una con ligeros roces de la lengua, y me pregunta—: ¿Alguno te hizo esto? Lanzo una mirada hacia su mano, que sigue ocupada en mi entrepierna, y admito: —Sí. —Y a ti te gustó. —Cuando lo hacían como a mí me gusta, sí. —Así. Cuando me pellizca suavemente el clitoris, suelto un jadeo sobresaltado que se convierte en un gemido. Esta caricia en particular no se la he enseñado yo. —No... sí... Su dedo retoma el movimiento circular en mi clitoris, mientras su boca deja un rastro de humedad en mi piel. Cuando sopla suavemente, me estremezco y abro la boca un poco más conforme mi respiración va acelerándose. —¿Te cubrieron así con la boca? No puedo contestarle al sentir que su boca reemplaza a su dedo entre mis piernas, porque ese primer momento en el que su lengua me lame el clitoris siempre es muy intenso y me deja incapaz de articular palabra. Me contento con soltar un pequeño gemido, mientras alzo un poco el trasero para apretarme contra él. Joe es suave, cálida y húmeda, y recorre mis pliegues y mi clitoris antes de empezar a lamerme con un ritmo estable. Pero no deja de hablar. —¿Hicieron que te retorcieras así? A pesar de que su lengua y sus labios me tocan con cada una de sus palabras, su voz no queda ahogada y puedo oírla con claridad. —A veces... —¿Sólo a veces? Cuando su lengua presiona con fuerza contra mí, me sacude un espasmo. —¡Sí! —¿O sólo algunos hombres? —Eso también —le digo con voz ronca. Joe desliza las manos bajo mi trasero y me alza aún más hacia su boca, pero se detiene de nuevo y me pregunta: —¿Ellos se ocupaban de su propio placer? —¡Si no lo hacen, no me acuesto con ellos! ¿A qué viene tanta cháchara? —Ah, se me olvidaba... no se puede hablar mientras se tienen relaciones sexuales. —Yo nunca he dicho eso —me incorporo sobre un codo, y le lanzo una mirada molesta—. Lo que no me gusta es mantener una conversación, porque no puedo concentrarme. Hablar no supone ningún problema, ¿cómo esperas saber lo que quiero si no te lo digo? En vez de contestar, Joe baja la cabeza hacia mi clitoris sin apartar la mirada de mis ojos. No me gusta verlo ahí abajo, pero soy incapaz de apartar la mirada mientras él cierra los ojos y empieza a hacerle el amor a mi vagina con la boca. Ver la caricia de su lengua al mismo tiempo que la siento hace que me recorra una sacudida de placer que me toma por sorpresa. —Vuelve a hacer ese sonido —murmura él contra mi piel. Sacudo la cabeza para intentar decirle que no puedo hacerlo a voluntad, pero lo repito cuando su lengua vuelve a moverse contra mí. Incapaz de apartar la mirada, lo veo sonreír y abrir los ojos. —¿Alguno de ellos consiguió que hicieras ese sonido? —No —le digo con sinceridad. Él ha sido el primero. Se toma su tiempo, a pesar de que estoy tan desesperada que me retuerzo contra él. El placer borra cualquier pensamiento de mi mente y me ciega, mientras me convierto en una masa extasiada bajo sus dedos y su lengua. Por primera vez, no me da lo que quiero, me hace esperar, lo alarga hasta conseguir que le suplique. —¡Joe, por favor! Me corro en cuanto me penetra, estallo de placer al sentirme llena y repleta con cada una de sus embestidas; cuando me pone la boca en el cuello y empieza a succionar y a mordisquear, me sobresalto al tener otro orgasmo, y le araño la espalda. Joe suelta un sonido sibilante, y acelera el ritmo de sus envites. Tiene la cara en la curva de mi cuello, pero como quiero ver su expresión cuando eyacule, le empujo el pecho para que se incorpore sobre las manos, y él lo hace. —Abre los ojos, cielo. Mírame. En vez de obedecer, él permanece con los ojos cerrados y se **beep** el labio cuando se derrama con un gruñido. Cuando me caen algunas gotas de sudor de su frente en el pecho, me las seco y empiezo a pensar en la ducha. Él se tumba de espaldas en la cama, completamente relajado y con los ojos aún cerrados, y suelta un bostezo. —Apártate, voy a ducharme —le digo, mientras le doy un pequeño codazo. Él abre un ojo para mirarme, y me contesta: —Dentro de un minuto. —Nada de un minuto, Joe. Ahora. Al ver que no se mueve, me pregunto qué le pasa últimamente. Siempre parece dispuesto a llevarme la contraria. —¿Qué te pasa? —Nada —me dice, con otro bostezo. —No te duermas así —cada vez más irritada, le doy un codazo un poco más fuerte. —No voy a dormirme. —¡Entonces, levántate de una vez! Él se sienta, y bosteza otra vez. Intento incorporarme para ir al cuarto de baño, pero me detengo y lo miro cuando me agarra la muñeca. Mientras estamos así, desnudos, con las sábanas enredadas y húmedas, con el aire impregnado del olor a sexo, siento el deseo de inclinarme y besarlo, así que lo hago. Él cierra los ojos mientras acepta la caricia pasivamente, y tarda varios segundos en abrirlos cuando me aparto. —¿Estás enfadado por lo de los hombres?, ¿te parecen demasiados? —le pregunto con ternura. —¿Crees que son demasiados? —No. Aunque la verdad es que desearía no haberme acostado con la mayoría de ellos, porque fue una pérdida de tiempo. —Entonces, no son demasiados. Me inclino a besarlo de nuevo. Él es el único hombre con el que me he sentido así de coqueta. —¿Te sientes intimidado? —No. Se lo he dicho en broma, pero parece que mi pregunta no le ha gustado demasiado. —Lo sabía, te has enfadado. Por eso no quería decírtelo, a los hombres no les gusta que una mujer tenga más experiencia que ellos. No entiendo por qué se echa a reír. —Depende del hombre, Priscilla. —No se preocupe, señor Jonas, yo le enseñaré todo lo que necesita saber. —Eso no lo dudo. Le lanzo una mirada de exasperación, y me siento cruzada de brazos contra la cabecera de la cama. —Estás siendo muy ambiguo. —Dios no lo quiera, Priscilla —me dice él, con un profundo suspiro. —No me gusta tu tono. Después de soltar un pequeño sonido burlón, se levanta de la cama y va al cuarto de baño. Me levanto también porque no me hace ninguna gracia que me haya dejado con la palabra en la boca, y cuando entro en el cuarto de baño, veo que está lavándose los dientes y que se ha dejado abierto otra vez el tubo de pasta dentífrica. —¿Qué te pasa?, ¿estás celoso? Me irrito aún más cuando vuelve a hacer ese pequeño sonido burlón, y me llevo las manos a las caderas. Él vuelve a colocar su cepillo de dientes en su sitio, y se limpia la boca con el dorso de la mano antes de volverse a mirarme. —No, Priscilla. No estoy celoso. —No sé qué es lo que te pasa últimamente Joe. —No me pasa nada. Lo miro con atención, y le pregunto: —¿Te vas? —Sí, mañana tengo que levantarme temprano. —Pensaba que ibas a quedarte a dormir —no hay nada malo en mostrarle un poco de dulzura. —No puedo. A menos que se niegue a aceptarla, claro. Con expresión ceñuda, le digo: —De acuerdo, pero que no se te olvide que mañana vamos a cenar con mis padres, y que el viernes tenemos una cita con el padre Harris. —No se me olvidará. —Muy bien. Cielo, no quiero que nos peleemos, no me gusta. Me levanto de puntillas para besarlo, pero él aparta la cara y mis labios acaban posándose en su mejilla. Me aparto de inmediato, y le exijo: —Bésame. Él permanece inmóvil. —¡Joe! Él vuelve a soltar un profundo suspiro, pero sigue sin moverse. —Joe, lamento que te haya molestado tanto este tema, pero no hace falta que seas tan inmaduro al respecto. Al ver que se apoya en el lavabo con los brazos cruzados sin decir nada, me enojo tanto que doy un pisotón en el suelo, pero como estoy descalza, sólo consigo que me duela el pie. —¡No me ignores! —¿Cuál es mi color preferido? —¿Qué? —me quedo sin saber qué decir, y eso es algo muy impropio en mí. —¿Cuál es mi color preferido? —me pregunta él lentamente, con paciencia. —¿Por qué me lo preguntas? —cada vez estoy más enfadada, y aprieto los puños contra mis caderas. —Tu color preferido es el beige. Te gusta el helado de chocolate con sirope de vainilla, pero no soportas que el pastel de chocolate lleve nueces, aunque casi nunca comes pastel. Calzas un treinta y siete, y tu segundo nombre es Anne. —¿Y qué? —¿Cuál es mi segundo nombre? Me quedo boquiabierta, pero cierro la boca de golpe al ver mi reflejo en el espejo. No sé cuál es su segundo nombre, ni siquiera sabía que tenía uno; de hecho, en las invitaciones de boda no aparece. —Es Adam. No me gusta nada el rumbo que está tomando esta conversación. —Pues muy bien. ¿Lo dices por las invitaciones?, si querías que pusiera tu segundo nombre en ellas, deberías habérmelo dicho antes. —No, Priscilla, no lo digo por las invitaciones. Las invitaciones me dan igual... y también me dan igual la comida y la música. —¡Lo sabía!, ¡sabía que todo te daba igual! Joe se frota los ojos con las puntas de los dedos, y me dice sin mirarme: —Pero las cosas importantes no me dan igual. Tras un largo silencio, le digo con voz gélida: —Si estás insinuando que a mí sí, a lo mejor sería mejor que te fueras. Ha sido una amenaza por mi parte, pero Joe parece tomárselo como un regalo. Permanece en silencio, pero como su rostro lo dice todo, no hace falta que hable. Me quedo tan atónita cuando pasa de largo junto a mí, que parezco enmudecer, pero cuando salgo al cabo de un momento del cuarto de baño y veo que ya se ha vestido, consigo recuperar la voz. —¿Cómo quieres que sepa todas esas cosas si nunca me las has dicho? Él permanece en silencio. —¡Si cruzas esa puerta, no te molestes en volver! Se detiene con la mano en el pomo, pero no se vuelve a mirarme. —¡Te arrepentirás de esto! ¿Cómo se atreve?, ¿cómo se atreve a dejarme, a pesar de que soy yo la que está diciéndole que se vaya? —¡Fuera...! ¡Fuera de aquí! Él obedece.
—Puedes decirme «ya te lo dije» —me dijo Joe, en cuanto acabó de contarme la historia. —Pero no quiero hacerlo. Permanecimos sentados en silencio. No le pregunté cuánto hacía que había sucedido todo aquello, porque carecía de importancia. —¿Por qué no le contaste todas esas cosas sobre ti? —Se sentía satisfecha con la situación, no mostraba ningún interés en saberlas. —Pero... tú sí que las sabías sobre ella. ¿Te las dijo, o simplemente prestaste más atención? —Eso ya no importa —me dijo con un suspiro. —¿Te importaría decirme algo? Me miró a los ojos, y contestó: —_______, creo que sabes que te diría cualquier cosa. Nos echamos a reír, y fue fantástico sentir que mi vida no tenía que contener sólo dolor. —¿Querías que ella supiera todos esos detalles sobre ti? —¿Estás preguntándome si quería que la relación fracasara? —Sí. Nuestras manos estaban muy cerca la una de la otra en el banco, aunque no llegaban a tocarse. —En ese momento, creía que no. —Algún día vas a quedarte sin historias, Joe. Se echó a reír, y se levantó del banco. —Lo dudo. ¿Nos vemos el mes que viene? —No lo sé... a lo mejor no. Se metió las manos en los bolsillos, y me miró con expresión seria durante unos segundos. —Espero que vengas, _______. De verdad. Cuando me sonrió, le devolví el gesto, como siempre. —Gracias. Él asintió, y nos envolvió un silencio demasiado tenso para mi gusto. Cuando retrocedió un paso, me levanté del banco y quedamos frente a frente, sin nada que nos separara aparte del aire y la duda. —Gracias —le dije de nuevo. —De nada —me contestó, mientras se inclinaba hacia mí de forma casi imperceptible. Nos fuimos al mismo tiempo, pero en direcciones opuestas; sin embargo, cuando fui a cruzar la calle, lo vi también en la esquina. Nos echamos a reír con cierta incomodidad antes de separarnos de nuevo, y mientras me alejaba de él, intenté no pensar en el hecho de que caminos diferentes nos habían llevado al mismo sitio.
__________ ahí les dejé sus dos capítulos de hoy:) tan solo falta el capítulo final y el epílogo. cuídense un montón. | |
| | | Lady_Sara_JB Casada Con
Cantidad de envíos : 1582 Edad : 28 Localización : México Fecha de inscripción : 24/03/2013
| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] Agosto 14th 2013, 12:26 | |
| q triste q haya muerto nick pero como le dijeron era lo mejor el staba frustrado y tmb me alegra q joe terminara con la otra lo odie como lo mangoneaba y el se dejaba siguela ya quiero ver el final | |
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| Tema: Re: ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] | |
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| | | | ;TERMINADA; Lɑ Aмɑnte iмɑginɑʀiɑ [Joe&tú] | |
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