Voy al cuarto de baño, y empiezo a humedecer un trapo. Joe aparece en la puerta, pero yo mantengo la mirada fija en el agua caliente del lavabo. Después de quitarse el condón, lo tira a la papelera y se pone a orinar en el retrete, y me siento mortificada al ver el potente chorro de orín.
Tras abrir el grifo de la ducha, me pregunta:
—¿Quieres ducharte conmigo?
—¡No! —exclamo, con más énfasis del necesario.
Después de ponerme las bragas y el sujetador, agarro mi blusa y mi falda de la percha que hay colgada en la puerta; a pesar de que me tiemblan los dedos y de que necesito dos intentonas para conseguir abrocharme los botones, me visto en menos tiempo del que necesité para desnudarme.
Joe está mirándome, completamente desnudo. Mientras me aliso el pelo, vislumbro mi rostro en el espejo cubierto del vaho de la ducha, y me alegro de haberme convertido en una forma sin cara en la que sólo se distinguen los borrones oscuros de los ojos y la línea roja de la boca, porque no quiero verme en este momento.
No puedo leer la expresión de Joe, y ni siquiera sé si deseo hacerlo. Hace unos minutos, estaba desesperada por sentir alguna conexión con él, pero ahora sólo quiero largarme cuanto antes.
—¿Qué pasa? —me pregunta.
—Nada. Tengo que irme.
—¿Estás segura?
Siento una mezcla de gratitud por su actitud tranquila, y de decepción porque no se muestra más solícito.
—Sí, estoy segura.
—Vale. Conduce con cuidado —dice, antes de volverse para meterse en la ducha.
Suelto el aire con brusquedad, y tomo mi bolso con un movimiento convulsivo. Él me mira por encima del hombro, un hombro que aún conserva las marcas de mis dedos, y enarca una ceja.
—¿Estás segura de que estás bien?
—¡Sí! —exclamo, aunque no es cierto. Da la impresión de que estoy conteniendo las lágrimas, porque mi voz suena aguda y temblorosa. Aprieto mi bolso contra el pecho, y añado—: ¡Gracias por el favor!
Cuando él se vuelve de lleno hacia mí, con las manos en las caderas, desearía que al menos se pusiera una toalla alrededor de la cintura.
—Mira, no sé cuál es el problema...
—¡Claro que no! —no pienso insultarme a mí misma explicándoselo.
—Mary, ¿acaso te malinterpreté en el bar cuando me pusiste la mano en el trasero y me susurraste que tenías un condón que llevaba mi nombre?
Aquello no había sido idea mía, sino de mi amiga Bett. Había funcionado, pero...
Joe se cubre con una toalla antes de acercárseme. Me aparta el pelo de la cara, y me dice con calma:
—Pensaba que era lo que querías, dijiste que lo era.
No puedo negarlo. Me gustaría culparlo a él, pero la verdad es que me han quitado la carga de mi virginidad de forma espectacular. He sido una tonta si esperaba algo más.
—Sí, es lo que quería —mi voz suena vacilante y aun parece que estoy a punto de echarme a llorar, pero me niego a hacerlo.
—Sabías lo que querías, y has ido a por ello. ¿Qué hay de malo en eso?
—¡Nada!
—¿Seguro que no puedo convencerte de que te duches conmigo? —Joe vuelve hacia la ducha, deja caer la toalla y me mira con una sonrisa tentadora, pero yo hago un gesto negativo con la cabeza—. Vale. ¿Estás segura de que estás bien?
—Sí —creo que sólo es una mentira a medias—. Tengo que irme.
—Conduce con cuidado.
Estoy a punto de cambiar de idea cuando las cortinas se cierran, pero acabo de vestirme, salgo del hotel, y dejo atrás al hombre que me ha convertido en mujer.