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 La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/

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SweetHeart(MarthaJonas14)
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rox
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 1st 2012, 21:40

siguelaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
muy bueno el cap
FELIZZ CUMPLEAÑOS.......!!!! =D
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rox
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 2nd 2012, 22:24

siguelaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
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SweetHeart(MarthaJonas14)
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 3rd 2012, 22:36

















Capítulo 9













En el silencio del castillo Jonas, _________________ abandonó la enorme cama, vacía, y se puso una bata de terciopelo verde esmeralda con forro de visón. Era muy temprano por la mañana; la gente de la casa aún dormía. Desde que Joe la había dejado en el umbral de su finca familiar, _________________ apenas podía dormir. La cama parecía demasiado grande y desierta para sentirse en paz.
La mañana después de que _________________ se negó a responder a sus caricias, Joe había exigido que ambos partieran hacia su casa. _________________ obedeció. Le hablaba sólo cuando era necesario. Viajaron durante dos días antes de llegar a los portones de Jonas.
Al entrar al castillo, quedó impresionada. Los guardias que ocupaban las dos grandes torres, a ambos lados del portón, les dieron la voz de alto pese a que los estandartes con los leopardos de la familia estaban a la vista. Bajaron el puente levadizo sobre el ancho y profundo foso y se levantó la pesada puerta de rejas. El sector exterior estaba bordeado de casas modestas y limpias, establos, la armería, las caballerizas y los cobertizos para almacenamiento. Hubo que abrir otro portón para pasar al recinto interior, donde vivía Joe con sus hermanos. La casa tenía cuatro plantas, con ventanas de cristales divididos en la más alta.
_________________ se arrodilló inmediatamente y comenzó a desenvolver el pie apoyado en el banquillo.
–¿Qué haces? –Preguntó él con aspereza–. Ya me la ha arreglado el médico.
–No le tengo confianza. Quiero verlo con mis propios ojos. Si no está bien calzada, podrías quedar cojo.
Kevin la miró fijamente, después llamó a su escudero.
–Tráeme un vaso de vino. Ella no quedará satisfecha hasta que me haya hecho sufrir un poco más. Y busca a mi hermano. ¿Por qué sigue durmiendo si nosotros estamos despiertos?
–No está aquí –respondió _________________ en voz baja.
–¿Quién?
–Tu hermano. Mi esposo –aclaró ella con sequedad.
–¿Adónde ha ido? ¿Qué asuntos lo requerían?
–Me temo que no lo sé. Me dejó en el umbral y se marchó. No mencionó ningún asunto que requiriera su atención.
Kevin tomó la copa de vino que su vasallo le ofrecía y observó a su cuñada, que le palpaba el hueso de la pierna.
Al menos, el dolor le impedía desatar toda la furia que sentía contra su hermano. No dudaba de que Joe había dejado a su bella desposada para ir en busca de Alice, esa ramera. Apretó los dientes al borde de la copa, en el momento en que _________________ tocaba la fractura.
–Está solo un poquito desviada –observó–. Tú sujétalo por los hombros–dijo a uno de los hombres de Kevin –, que yo tiraré de la pierna.

La fuerte seda de la tienda estaba cubierta de agua. En la parte alta se juntaban gruesas gotas que caían en el interior en cuanto la lluvia sacudía la tela.
Joe lanzó un enérgico juramento, atacado por nuevas gotas de agua. Desde que dejara a _________________ casi no había dejado de llover. Todo estaba mojado. Y peor que el clima era el humor de sus hombres, más negro que el mismo cielo. Llevaban más de una semana vagando por la campiña, acampando cada noche en un sitio diferente. Preparaban la comida deprisa, entre un aguacero y otro; por eso estaba casi siempre medio cruda. Cuando John Bassett, su jefe de vasallos, le preguntó el motivo de aquel viaje sin destino, Joe estalló. Aquella mirada tranquilamente sarcástica le hacía evitar a sus hombres.
Sabía que todos se sentían angustiados y él también lo estaba. Pero él, cuando menos, conocía la razón de ese viaje sin sentido. ¿O no? La última noche pasada en casa de su suegro, al ver a _________________ tan fría con él, había decidido darle una lección. Ella se sentía segura en aquel sitio, donde había pasado la vida rodeada de amigos y familiares, pero ¿se atrevería a mostrarse tan desagradable cuando estuviera sola en una casa extraña?
Resultó bien porque sus hermanos decidieron dejar solos a los recién casados. Pese a la lluvia que goteaba por la seda de la tienda, Joe empezó a sonreír ante la escena que imaginaba. La veía frente a alguna crisis, algo catastrófico, como el hecho de que la cocinera quemara una olla de habichuelas. Se pondría frenética por la preocupación y le enviaría un mensajero con encargo de suplicarle que regresara para salvarla del desastre. El mensajero no podría hallar a su amo, puesto que Joe no estaba en ninguna de sus fincas. Se producirían nuevas calamidades. Al regresar, él se encontraría con una
_________________ llorosa y arrepentida, que caería en sus brazos, feliz de volver a verlo y aliviada al saber que él venía a rescatarla de algo peor que la muerte.
–Oh, si –dijo, sonriendo.
La lluvia y la incomodidad estaban justificadas. Le hablaría con severidad y, cuando la tuviera completamente contrita, le secaría las lágrimas a besos y la llevaría a la cama.
–¿Mi señor?
–¿Qué pasa? –Saltó Joe, al interrumpirse la deliciosa visión en el momento en que él estaba a punto de imaginar lo que haría con _________________ en el dormitorio antes de otorgarle su perdón.
–Desearíamos saber, señor, cuándo volveremos a casa para escapar de esta maldita lluvia.
Joe iba a bramar que eso no era asunto del que había preguntado, pero cerró la boca y sonrió.
–Volveremos mañana.
_________________ ya había pasado ocho días sola. Era tiempo suficiente para que hubiera aprendido un poco de gratitud... y humildad.
–Por favor, _________________ –rogó Kevin, sujetándola por el antebrazo–. Llevo dos días aquí y aún no me has dedicado un momento de tu tiempo.
–Eso no es cierto –rió ella–. Anoche pasé una hora jugando al ajedrez contigo y me enseñaste algunos acordes de laúd.
–Lo sé –reconoció él, siempre suplicante. En las mejillas le iban apareciendo los hoyuelos, aunque aún no sonreía–. Pero estar solo es horrible. No puedo moverme por culpa de esta maldita pierna, y no hay nadie que me haga compañía.
–¡Nadie! Aquí hay más de trescientas personas. Sin duda, cualquiera de ellas... –Pero se interrumpió, pues Kevin la miraba con ojos tan tristes que le provocaban risa.–Está bien, pero será solo una partida. Tengo mucho que hacer.
Kevin le dedicó una sonrisa deslumbrante. Ella se instaló al otro lado del tablero.
–Eres estupenda en este juego –elogió él–. Ninguno de mis hombres puede vencerme como lo hiciste anoche. Además, necesitas descansar. ¿A qué dedicas todo el día?
–A poner en orden el castillo –respondió _________________, simplemente.
–A mí siempre me ha parecido que estaba en orden –objetó Kevin, adelantando un peón–. Los mayordomos...
–¡Los mayordomos! –Exclamó ella, maniobrando con el alfil para atacar –. Ellos no ponen tanto interés como el propietario de la finca. Es preciso vigilarlos, revisar sus cuentas, leer las anotaciones diarias y...
–¿Leer? ¿Sabes leer, _________________?
Ella levantó la vista, sorprendida, con la mano sobre la reina.
–¡Por supuesto! ¿Tú no?
Kevin se encogió de hombros.
–Nunca he aprendido. Mis hermanos sí, pero a mí no me interesaba. Nunca he conocido a otra mujer que supiera leer. Mi padre decía que las mujeres no podían aprender esas cosas.
_________________ le echó una mirada de disgusto, en tanto su reina ponía al rey adversario en peligro mortal.
–Deberías saber que una mujer puede sobrepasar al hombre con frecuencia, aunque sea al mismo rey. Creo que he ganado la partida.–Y se levantó.
Kevin se quedó mirando el tablero, estupefacto.
–¡No puedes haber ganado tan pronto! Ni siquiera he visto nada. Me das charla para que no pueda concentrarme –la miró de soslayo–. Y como me duele la pierna, me cuesta pensar.
_________________ lo miró preocupada, pero de inmediato se echó a reír.
–Eres un mentiroso de primera, Kevin. Y ahora tengo que irme.
–No, _________________ –pidió él, sujetándole la mano. Empezó a besarle los dedos–. No me dejes. De veras, estoy tan aburrido que podría enloquecer. Quédate conmigo, por favor. Sólo una partida más.
_________________ se reía de él con todas sus ganas. Le apoyó la otra mano en el pelo, mientras él le hacía descabelladas promesas de amor y gratitud eternos a cambio de una hora más de compañía.
Y así fue como los encontró Joe. Había olvidado en gran parte la belleza de su mujer. No vestía los terciopelos y las pieles que había usado en los primeros días del matrimonio, sino una túnica sencilla y adherente, hecha de suave lana azul. Llevaba la cabellera recogida hacia atrás en una trenza larga y gruesa. Y ese atuendo sin pretensiones la hacía más encantadora que nunca. Era la inocencia en persona, pero las generosas curvas de su cuerpo demostraban que era toda una mujer.
_________________ fue la primera en cobrar conciencia de que allí estaba su esposo. La sonrisa se le borró inmediatamente de la cara y todo su cuerpo se puso rígido.
Kevin sintió la tensión de su mano y levantó la vista, interrogante; al seguir la dirección de su mirada, se encontró con la cara ceñuda de su hermano. No había dudas sobre lo que él pensaba de la escena. _________________ quiso retirar la mano de entre las suyas, pero él se la retuvo con firmeza, para no dar la impresión de culpabilidad.
–He estado tratando de convencer a _________________ de que pase la mañana conmigo –dijo en tono ligero–. Hace dos días que estoy encerrado en este cuarto sin nada que hacer, pero no puedo persuadirla de que me dedique más tiempo.
–Y sin duda lo has intentado por todos los medios –se burló Joe, con la vista clavada en su mujer, que lo miraba con frialdad.
_________________ retiró bruscamente la mano.
–Debo volver a mis tareas –dijo, rígida. Y salió del cuarto.
Kevin atacó primero, antes de que Joe tuviera la oportunidad de hacerlo.
–¿Dónde te habías metido? –Acusó–. A los tres días del casamiento, dejas a tu mujer en el umbral como si fuera un baúl más.
–Pues parece haber manejado muy bien la situación –dijo Joe, dejándose caer pesadamente en una silla.
–Si sugieres algo deshonroso...
–No, nada de eso –reconoció Joe con franqueza.
Conocía a sus hermanos. Kevin no era capaz de deshonrar a su cuñada. Pero la escena había sido una dolorosa sorpresa después de lo que él imaginara... y deseara–. ¿Qué te ha pasado en la pierna?
A Kevin le dio vergüenza confesar que se había caído del caballo, pero Joe no se burló a carcajadas, como lo hubiera hecho en otra ocasión. Se levantó con aire cansado.
–Debo atender mi castillo. Hace mucho tiempo que falto. Debe de estar a punto de derrumbarse.
–Yo no contaría con eso–observó Kevin, mientras estudiaba el tablero para repasar cada una de las movidas hechas por su cuñada–. Nunca he conocido a otra mujer que trabajara como _________________.
–¡Bah!–Exclamó el mayor, condescendiente–. ¿Cuánto trabajo puede hacer una mujer en una semana? ¿Ha bordado cinco piezas de tela?
Kevin levantó la vista, sorprendido.
–No me refería a labores de mujer.
Joe no comprendió, pero tampoco pidió explicaciones. Tenía demasiado que hacer como señor de la casa. El castillo siempre parecía decaer notablemente cuando él estaba ausente durante un tiempo.
Kevin, adivinando sus pensamientos, lo despidió con una frase risueña:
–Espero que encuentres algo que hacer.
Joe no tenía idea de qué significaba eso; sin prestar atención a sus palabras, abandonó la casa solariega, furioso aún por haber visto destrozada la escena que había soñado.
Pero al menos había alguna esperanza. _________________ se alegraría de que hubiera regresado para solucionar todos los problemas surgidos en su ausencia.
Esa mañana, al cruzar los recintos a caballo, estaba demasiado ansioso por reunirse con ella para notar algún cambio, pero ahora observó sutiles alteraciones. Los edificios del recinto exterior parecían más limpios; casi nuevos, en realidad, como si se los hubiera reparado y encalado recientemente. Las alcantarillas que coman por atrás habían sido vaciadas poco tiempo antes.
Se detuvo frente a la caseta donde estaban los halcones.
Su halconero estaba frente al edificio, balanceando lentamente un cebo alrededor de un ave atada al poste por una pata–¿Ese cebo es nuevo, Simón?–Preguntó.
–Sí, mi señor. Es un poco más pequeño y se le puede balancear más deprisa. El ave se ve obligada a volar a más velocidad y a atacar con más precisión.
–Buena idea–aprobó Joe.
–No es mía, señor, sino de Lady _________________. Ella me lo sugirió.
Joe lo miró fijamente.
–¿Lady _________________ te sugirió a ti, un maestro de halconeros, un cebo mejor?
–Sí, mi señor–Simón sonrió, dejando al descubierto el hueco de dos dientes faltantes.–Soy viejo, pero no tanto que no sepa apreciar una buena idea cuando me la proponen. La señora es tan inteligente como hermosa. Vino a la mañana siguiente de su llegada y me observó largo rato. Después, con toda la dulzura del mundo, me hizo algunas sugerencias. Si gusta entrar, mi señor, verá las nuevas perchas que he hecho. Lady _________________ dijo que las viejas eran las causantes de las enfermedades que las aves tenían en las patas. Dice que en ellas se meten pequeños insectos que lastiman a los halcones.
Simón iba a precederlo hacia el interior, pero Joe no lo siguió.
–¿No quiere verlas?–Se extrañó el hombre, entristecido.
Joe no lograba digerir el hecho de que aquel encanecido halconero hubiera aceptado el consejo de una mujer. Él había tratado de hacerle cientos de recomendaciones, al igual que su padre, pero el hombre hacía siempre lo que se le antojaba.
–No–dijo–. Más tarde veré qué cambios ha introducido mi esposa.
No pudo impedir que su voz sonara sarcástica, ¿Qué derecho tenía su mujer a entrometerse con sus halcones? A las mujeres les gustaban tanto como a los hombres, por cierto, y _________________ tendría uno propio; pero el cuidado de las halconeras era cosa de hombres.
–¡Mi señor!–Dijo una joven sierva. Y se ruborizó ante la feroz mirada de su amo. Hizo una reverencia y le ofreció un jarrito–. Se me ocurrió que tal vez quisiera un refresco.
Joe le sonrió. ¡Por fin una mujer que sabía actuar como era debido! Sorbió el refresco mirándola a los ojos.
–Delicioso. ¿Qué es?–Preguntó asombrado.
–Son las fresas de primavera y el jugo de las manzanas del año pasado, una vez hervidas, con un poquito de canela.
–¿Canela?
–Sí, mi señor. Lady _________________ la trajo consigo.
Joe devolvió abruptamente el jarrito vacío y volvió la espalda a la muchacha. Empezaba a sentirse realmente fastidiado. ¿Acaso todos se habían vuelto locos? Apretó el paso hasta llegar al otro extremo del recinto, donde estaba la armería. Al menos, en aquel caluroso lugar de hierro forjado estaría a salvo de las interferencias femeninas.
Lo recibió una escena asombrosa. Su armero, un hombre enorme, desnudo de la cintura hacia arriba y con los músculos abultándole en los brazos, estaba sentado junto a una ventana... cosiendo.
–¿,Qué es esto?–Acusó Joe, ya lleno de sospechas.
El hombre, sonriente, exhibió en alto dos pequeñas piezas de cuero. Correspondían al diseño de una nueva articulación que se podía aplicar a la armadura.
–Vea, señor, cómo está hecha; de este modo resulta mucho más flexible. Bien pensado, ¿verdad?
Joe apretó los dientes con fuerza.
–¿Y de dónde sacaste la idea?
–Caramba, me la dio Lady _________________–respondió el armero.
Y se encogió de hombros al ver que Joe salía precipitadamente del cobertizo.
¡Cómo se ha atrevido a esto!, iba pensando. ¿Quién era ella para entrometerse en sus cosas y hacer cambios sin pedirle siquiera aprobación? ¡La finca era suya! Si había cambios que introducir, debían correr por su cuenta.
Encontró a _________________ en la despensa, un amplio cuarto contiguo a la cocina, que estaba separada de la casa para evitar incendios. La muchacha estaba metida a medias dentro de un enorme tonel de harina, pero su pelo rojizo era inconfundible. Él se detuvo a poca distancia, aprovechando de lleno su estatura.
–¿Qué has hecho con mi casa?–Aulló.
De inmediato _________________ sacó la cabeza del tonel, con tanta brusquedad que estuvo a punto de golpearse la cabeza en el borde. Pese al tamaño y el vozarrón de Joe, no le temía. Hasta el día de su boda, nunca había estado cerca de un hombre que no aullara.
–¿Tu casa?–Respondió con voz mortífera–. Dime, por favor, ¿qué soy yo? ¿La fregona de la cocina? –Y mostró los brazos, cubiertos de harina hasta los codos.
Estaban rodeados de Sirvientes que retrocedieron contra las paredes, atemorizados, aunque no se habrían perdido escena tan fascinante por nada del mundo.
–Sabes perfectamente quién eres, pero no permitiré que te entrometas en mis cosas. Has alterado demasiados detalles: mi halconero y hasta mi armero. ¡Debes atender tus propias tareas y no las mías!
_________________ lo fulminó con la mirada.
–Dime qué debo hacer, entonces, si no puedo hablar con el halconero o quienquiera que necesite consejo.
Joe quedó desconcertado por un momento.
–Pues... cosas de mujeres. Debes hacer las cosas de todas las mujeres. Coser. Inspeccionar la comida y la limpieza y... y preparar cremas para la cara.
Tuvo la sensación de que esa última sugerencia había sido una inspiración. Pero las mejillas de _________________ ardieron bajo el centelleo de los ojos, colmados de pequeñas astillas de cristal dorado.
–¡Cremas para la cara!–Exclamó–. Conque ahora soy fea y necesito cremas para la cara. Tal vez también deba preparar ungüentos para oscurecerme las pestañas y colorete para mis pálidas mejillas.
Joe quedó desconcertado.
–No he dicho que seas fea. Sólo que no debes poner a mi armero a hacer costuras.
_________________ apretó los dientes con firmeza.
–Pues no volveré a hacerlo. Dejaré que tu armadura se torne tiesa e incómoda sin volver a dirigir la palabra a ese hombre. ¿Qué otra cosa debo hacer para complacerte?
Joe la miró con fijeza. La discusión se le estaba escapando de las manos.
–Los halcones–agregó débilmente.
–Dejaré que tus aves mueran con las patas lastimadas. ¿Algo más?
Él quedó mudo. No tenía respuestas.
–Ahora debo suponer que nos hemos entendido, mi señor– continuó _________________–. No debo protegerte las manos, debo dejar que tus halcones mueran y pasar mis días preparando cremas para disimular mi fealdad.
Joe la sujetó por el antebrazo y la levantó del suelo para mirarla cara a cara.
–¡Maldita seas, _________________! ¡No he dicho que seas fea! Eres la mujer más hermosa que nunca he visto.
Le miraba la boca, tan próxima a la suya. Ella suavizó la mirada y dio a su voz un tono más dulce que la miel.
–En ese caso, ¿puedo dedicar mi pobre cerebro a alguna otra cosa, además de los ungüentos de belleza?
–Sí–susurró Joe, debilitado por su proximidad.
–Bien–manifestó ella con firmeza–. Hay una nueva punta de flecha que me gustaría analizar con el armero.
Joe parpadeó asombrado. Después la dejó en el suelo con tanta brusquedad que a la muchacha le rechinaron los dientes.
–No debes...
Pero se interrumpió, con la vista clavada en aquellos ojos desafiantes.
–¿Sí, mi señor?
Él salió de la cocina, furioso.
Kevin, sentado a la sombra del castillo, con la pierna vendada hacia adelante, sorbía el nuevo refresco de _________________ y comía panecillos aún calientes. De vez en cuando trataba de reprimir la risa, mientras observaba a su hermano. La ira de Joe era visible en cada uno de sus movimientos. Montaba su caballo como si lo persiguiera el demonio y lanceaba furiosamente al monigote relleno que representaba al enemigo.
La reyerta de la despensa corría ya de boca en boca. En pocas horas llegaría a oídos del rey, en Londres. Pese a su regocijo, Kevin sentía piedad de su hermano. Una muchacha insignificante lo había vencido en público.
–Joe –llamó–, deja descansar a ese animal y siéntate un rato.
El mayor obedeció, aunque contra su voluntad, al darse cuenta de que su caballo estaba cubierto de espuma. Arrojó las riendas a su escudero y fue a sentarse junto a su hermano, con aire cansado.
–Toma un refresco–ofreció Kevin.
Joe iba a tomar el jarro, pero detuvo la mano.
–¿El jugo de ella?
Kevin meneó la cabeza ante el tono del otro.
–Sí, lo ha preparado _________________.
Joe se volvió hacia su escudero.
–Tráeme un poco de cerveza del sótano–ordenó.
Su hermano iba a hablar, pero le vio fijar la vista al otro lado del patio. _________________ había salido de la casa solariega y cruzaba el campo cubierto de arena hacia la hilera de caballos atados en el borde. Joe la siguió con ojos acalorados.
Cuando la vio detenerse junto a los animales hizo ademán de levantarse.
Kevin lo tomó del brazo para obligarlo a sentarse otra vez.
–Déjala en paz. No harás sino iniciar otra discusión que perderás también.
Joe abrió la boca, pero volvió a cerrarla sin decir nada. Su escudero acababa de entregarle el jarro de cerveza.
Cuando el muchacho se hubo ido, el hermano volvió a hablar.
–¿No sabes hacer otra cosa que tratar a gritos a esa mujer?
–Yo no le...–Pero Joe se interrumpió y bebió otro sorbo.
–Mírala bien y dime qué tiene de malo. Es tan hermosa que oscurece al sol; trabaja todo el día para mantener tu casa en orden; tiene a todos los Sirvientes, hombres, mujeres y niños, incluido Simón, comiendo de su mano; hasta los caballos de combate comen delicadamente las manzanas que ella les presenta en la palma; tiene sentido del humor y juega al ajedrez como nadie. ¿Qué más puedes pedir?
Joe no había dejado de mirarla.
–¿Qué sé yo de su humor?–Reconoció, entristecido–. Ni siquiera me llama por mi nombre.
–¿Tendría motivos para hacerlo?–Acusó Kevin–. ¿Alguna vez le has dicho siquiera una palabra amable? No te comprendo. Te he visto cortejar con más ardor a las siervas. ¿Acaso una belleza como _________________ no merece palabras dulces?
Joe se volvió contra él.
–No soy un patán para que un hermano menor me enseñe a complacer a las mujeres. Ya andaba saltando de cama en cama cuando tú todavía estabas en el regazo de tu nodriza.
Kevin no respondió, pero los ojos le bailaban. Omitió mencionar que sólo había cuatro años de diferencia entre uno y otro.
Joe dejó a su hermano y volvió a la casa solariega, donde pidió que le prepararan un baño. Sentado en la tina de agua caliente, tuvo tiempo de pensar. Por mucho que detestara admitirlo, Kevin tenía razón.
Pero todo eso había pasado. Joe recordó su juramento, no daría nada de buen grado. Se enjabonó los brazos, sonriente. Había pasado dos noches con ella y sabía que era una mujer de grandes pasiones.
¿Cuánto tiempo podía mantenerse lejos del lecho marital? Kevin también estaba en lo cierto al mencionar la capacidad de su hermano para cortejar a las mujeres. Dos años antes había hecho una apuesta con Kevin respecto de cierta gélida condesa. Con asombrosa prontitud Joe estuvo en la cama con ella. ¿Existía una mujer a la que él no pudiera conquistar cuando así se lo proponía? Sería un placer doblegar a su altanera esposa. Sería dulce con ella y la cortejaría hasta oírle suplicar por ir a su cama.
Y entonces sería suya, pensó, casi riendo en voz alta. Sería su propiedad y no volvería a entrometerse en su vida. Él tendría así todo lo que deseaba: a Alice para el amor y a _________________ para que le calentara el lecho.
Limpio y vestido con ropa recién planchada, Joe se sintió nuevo. Lo regocijaba la idea de seducir a su encantadora esposa. La halló en los establos, precariamente encaramada a la valla de un pesebre.
Susurraba palabras tranquilizadoras a uno de los caballos de combate, en tanto el palafrenero le limpiaba y recortaba el pelo de un casco.
La primera idea de Joe fue recomendarle que se alejara de la bestia antes de resultar herida, pero se tranquilizó, Ella parecía manejarse muy bien con los caballos.
–Ese animal no se doma con facilidad–dijo Joe serenamente, mientras se detenía a su lado–. Sabes tratar a los caballos, _________________.
Ella se volvió con una mirada suspicaz.
El caballo captó su nerviosismo y dio un salto. El palafrenero apenas pudo apartarse antes de recibir una coz.
–Manténganlo quieto, señora–ordenó sin mirarla–. Todavía no he terminado y no podré hacerlo si él se mueve.
Joe abrió la boca para preguntar al hombre cómo se atrevía a dirigirse en aquel tono a su ama, pero _________________ no pareció ofenderse.
–Lo haré, William–dijo, mientras sujetaba con firmeza las bridas, acariciando el suave hocico–. No te ha hecho daño, ¿verdad?
–No–respondió el palafrenero, gruñón–. ¡Bueno, ya está!–Y se volvió hacia Joe.–¡Señor! ¿Iba a decirme algo?
–Sí. ¿Acostumbras dar órdenes a tu señora como acabas de hacerlo?
William se puso rojo.
–Sólo cuando necesito que me las den–le espetó _________________–. Vete, William, por favor, y cuida de los otros animales.
El hombre obedeció de inmediato, mientras ella clavaba en su marido una mirada desafiante. Esperaba verle enfadado, pero él sonrió.
–No, _________________. No he venido a reñir contigo.
–No sabía que existiera otra cosa entre nosotros.
Él hizo una mueca de dolor. Luego la tomó de la mano y la llevó consigo.
–He venido a preguntarte si me aceptarías un regalo. ¿Ves el potro del último pesebre?–Preguntó, señalando.
–¿El oscuro? Lo conozco bien.
–No has traído ningún caballo de la casa de tu padre.
–Mi padre preferiría desprenderse de todo su oro antes que de uno de sus caballos–replicó ella, haciendo referencia a los carros llenos de riquezas que la habían acompañado a la heredad de Montgomery.
Joe se apoyó contra el portón de un pesebre vacío.
–Ese potro ha engendrado varias yeguas hermosas. Las tengo en una granja de cría, a cierta distancia. ¿Querrías acompañarme mañana para elegir una?
_________________ no comprendió aquella súbita gentileza. Tampoco le gustó.
–Aquí hay caballos castrados que puedo utilizar perfectamente– observó.
Joe guardó silencio por un momento, observándola.
–¿Tanto me odias? ¿O me tienes miedo?
–¡No te tengo miedo!–aseguró _________________ con la espalda muy erguida.
–¿Vendrás conmigo, entonces?
Ella lo miró fijamente a los ojos. Luego sonrió.
Joe sonrió, una sonrisa de verdad, y _________________ recordó inesperadamente algo que parecía muy lejano: el día de su boda. Él le había sonreído así con frecuencia.
–Estaré impaciente–aseguró él, antes de abandonar los establos.
_________________ lo siguió con la vista, frunciendo el entrecejo.
¿Qué querría aquel hombre de ella? ¿Qué motivos tenía para hacerle un regalo?
No le dio más vueltas, pues tenía demasiado que hacer. Todavía no se había ocupado del estanque de los peces, que necesitaba desesperadamente una limpieza.













Última edición por MarthaJonas14 el Marzo 6th 2012, 10:54, editado 1 vez
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 4th 2012, 07:49

'Alice para el amor y a _________________ para que le calentara el lecho.'
Eso me hizo odiar más a Joe.
Osea, La Rayis es tan dulce y delicada, además de ser muy inteligente y lista. Amo cuando deja a Joe sin palabras. Pero el, es un perro, si eso es. Alice es una cualquiera y el la ama como nunca. En lugar de amar a ______, pero solo espero el capitulo donde se de cuenta de todo lo que ha perdido.
Si, eso. Y bien, ya quiero que llegue martes para que subas. Porque AMO esta novela y me desespero al saber que tengo que esperar mucho.
Si, asi que, Cuidate, Sube pronto, Bye.
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 4th 2012, 10:10

osea que quiere a una para que le de mimitos y a otra para que le caliente la camita...eso me puso enferma quise meterme por la pantalla y pegarle una patada en sus cositas a Joe.
para que quiere a Alice si tiene a la mujer ''perfecta'' a su lado, no le entiendo.
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 4th 2012, 22:08

siguelaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 6th 2012, 10:56
















Capítulo 10









El gran salón de la casa solariega danzaba con la luz de las chimeneas. Los favoritos entre los siervos estaban allí, jugando a los naipes, a los dados o al ajedrez, limpiando sus armas o descansando, simplemente. _________________ y Kevin se habían sentado a solas en el extremo opuesto.
–Toca esa canción, Kevin, por favor–rogó ella–. Sabes que no sirvo para la música. Te lo dije esta mañana y prometí jugar al ajedrez contigo.
–¿Quieres que toque una canción tan larga como tus ausencias? –Él pulsó dos acordes en el laúd panzón.–Ya está –bromeó.
–No es culpa mía que te dejes derrotar tan pronto. Usas los peones sólo para atacar y no te proteges del ataque ajeno.
Kevin la miró fijamente, boquiabierto. Después se echó a reír.
–¿Eso es una muestra de sabiduría o un insulto desembozado?
–Kevin–comenzó _________________–, sabes exactamente lo que quiero decir. Me gustaría que tocaras para mí.
El cuñado le sonrió. La luz del fuego arrancaba destellos a su pelo rojo dorado; el vestido de lana destacaba su cuerpo tentador. Pero no era su belleza lo que amenazaba enloquecerlo.
La belleza existía hasta entre los siervos. No; era la misma _________________.
Kevin nunca había conocido a una mujer que tuviera tanta honestidad, tanta lógica, tanta inteligencia... Si hubiera nacido hombre...
Él sonrió; si _________________ hubiera nacido hombre, él no habría corrido tanto peligro de enamorarse desesperadamente. Era preciso alejarse de aquella muchacha cuanto antes, aunque su pierna estuviera curada sólo a medias.
Kevin echó un vistazo sobre la cabeza de _________________ y vio que Joe se apoyaba contra el marco de la puerta para observar el perfil de su esposa.
–Ven, Joe –llamó–, ven a tocar para tu esposa. La pierna me duele demasiado y no disfruto de estas cosas. He tratado de dar algunas lecciones a _________________, pero no le aprovechan.
Le chisporrotearon los ojos al mirar a su cuñada, pero ella permanecía quieta, con la vista fija en las manos cruzadas en su regazo.
Joe se adelantó.
–Me alegra saber de algo que mi esposa no haga a la perfección– rió–. ¿Sabes que hoy ha hecho limpiar el estanque de los peces? Dicen que en el fondo apareció un castillo normando.
Pero se interrumpió, porque _________________ se había puesto de pie, diciendo con voz serena –Discúlpenme, pero estoy más cansada de lo que pensaba y deseo retirarme.
Sin una palabra más, salió del salón.
Joe, perdida la sonrisa, cayó en una silla acolchada.
Su hermano lo miraba con simpatía.
–Mañana tengo que regresar a mi propia finca.
Joe no dio señales de haber oído. Kevin hizo una señal a uno de los Sirvientes para que lo ayudara a llegar hasta su alcoba.
_________________ contempló la alcoba con ojos nuevos. Ya no era sólo de ella. Ahora que su esposo había vuelto a casa, tenía el derecho de compartirla. Compartir la habitación, compartir la cama, compartir el cuerpo. Se desvistió deprisa para meterse entre las sábanas. Algo antes, había despedido a sus doncellas, pues quería estar a solas. Si bien las actividades del día la habían cansado, clavó en el dosel los ojos muy abiertos. Al cabo de un rato oyó pasos ante la puerta.
Contuvo el aliento durante unos instantes, pero los pasos se retiraron, titubeantes. Era un alivio, por supuesto, pero ese alivio no calentaba la cama fría. Joe no tenía por qué desearla, se dijo, con los ojos llenos de lágrimas. Sin duda, había pasado la última semana con su amada Alice. Su pasión estaría completamente agotada. No necesitaba a su esposa.
Pese a sus pensamientos, la fatiga de la larga jornada acabó por hacerla dormir.
Despertó muy temprano, cuando aún estaba oscuro; por las ventanas sólo entraba un leve rastro de luz. Todo el castillo dormía, y ese silencio le resultó placentero. Ya no podría volver a dormir ni tenía deseos de hacerlo. Esas oscuras horas de la mañana eran su momento favorito.
Se vistió con rapidez, con un sencillo vestido de lana azul. Sus zapatillas de suave cuero no hicieron ruido en los peldaños de madera, ni al caminar por entre los hombres que dormían en el gran salón. Fuera, la luz era gris, pero no tardó en adaptar los ojos. Junto a la casa solariega había un pequeño jardín amurallado: una de las primeras cosas que
_________________ había visto en su nuevo hogar y una de las últimas a las que podría dedicar su atención. Había allí varias hileras de rosales, con gran variedad de color, pero los capullos estaban casi ocultos bajo los tallos, marchitos por el largo descuido.
La fragancia de las flores en el frescor de la mañana era embriagadora. _________________, sonriente, se inclinó hacia uno de los arbustos. Las otras tareas habían sido necesarias, pero la poda de los rosales era un trabajo por amor.
–Pertenecían a mi madre.
_________________ ahogó una exclamación ante aquella voz tan cercana. No había oído ruido de pasos.
–Por doquiera que iba recogía esquejes de rosales ajenos–continuó Joe mientras se arrodillaba junto a ella para tocar un pimpollo.
El momento y el lugar parecían sobrenaturales. Casi consiguió olvidar que lo odiaba. Volvió a su poda.
–¿Tu madre murió cuando eras pequeño?–Preguntó en voz baja.
–Sí. Demasiado pequeño. Miles apenas la conoció.
–¿Y tu padre no volvió a casarse?
–Pasó el resto de su vida llorándola. El poco tiempo que le quedaba; murió tres años después. Por entonces yo tenía diecinueve.
_________________ nunca lo había oído hablar con tanta tristeza. En verdad, pocas veces le había llegado su voz sin tono de furia.
–Eras muy joven para hacerte cargo de las fincas de tu padre.
–Tenía un año menos de los que tienes tú ahora. Y tú pareces saber perfectamente cómo administrar esta propiedad. Mucho mejor de lo que yo lo hice entonces o lo he hecho hasta ahora.
Había admiración en su voz, pero también cierto tono ofendido.
–Es que a mí me han preparado para este trabajo–aclaró ella apresuradamente–. A ti se te dio adiestramiento de caballero. Ha de haberte resultado difícil cambiar.
–Me dijeron que a ti se te había preparado para la Iglesia–observó él, sorprendido.
–Sí–confirmó _________________, mientras pasaba a otro rosal–. Mi madre no quería para mí la vida que ella había llevado. Pasó su infancia en un convento, donde fue muy feliz. Sólo al casarse...
_________________ se interrumpió por no terminar la frase.
–No comprendo cómo la vida del convento puede haberte preparado para lo que has hecho aquí. Por el contrario, deberías haber pasado los días rezando.
Ella le sonrió. El cielo ya comenzaba a tomar un tono rosado. A lo lejos se oía el ruido que hacían los Sirvientes.
–En su mayoría, los hombres piensan que nada peor puede ocurrirle a una mujer que verse sin la compañía de un hombre. Te aseguro que la vida de una monja dista mucho de ser vacua. Fíjate en el convento de Santa Ana. ¿Quién crees que administra esas tierras?
–Nunca se me ha ocurrido preguntármelo.
La abadesa. Administra heredades junto a las cuales las del rey son poca cosa. Las tuyas y las mías, juntas, cabrían en un rincón de Santa Ana. El año pasado mi madre me llevó a visitar a la abadesa. Pasé una semana a su lado. Es una mujer muy ocupada, que dirige el trabajo de miles de hombres y decide qué hacer con hectáreas enteras–los ojos de _________________ chispearon–. No tiene tiempo para labores femeninas.
Joe dio un pequeño respingo, pero luego se echó a reír.
–Buena estocada –¿Qué había dicho Kevin sobre el sentido del humor de _________________? –Acepto la corrección.
–Pensé que sabrías más de conventos, puesto que tu hermana es monja.
A la cara de Joe subió un resplandor especial ante la mención de su hermana.
–No imagino a Mary administrando ninguna heredad. Aun de niña era tan dulce y tímida que parecía de otro mundo.
–Por eso le permitiste ingresar en el convento.
–Fue su voluntad; cuando yo heredé las propiedades de mi padre, ella nos dejó. Yo hubiera preferido que ella permaneciera en casa, aun sin casarse, si no lo deseaba; pero ella quería estar cerca de las hermanas.
Joe miró fijamente a su esposa, pensando que ella había estado muy cerca de pasarse la vida en un convento.
El sol prendió fuego a su pelo rojo. Al mirarlo así, sin enfado ni odio, lo dejaba sin aliento,
–¡Oh!– _________________ rompió el hechizo al mirarse el dedo, pinchado por una espina de rosa.
–Déjame ver.
Joe le tomó la mano. Limpió una gota de sangre de la yema del dedo y se la llevó a los labios, mirándola a los ojos.
–¡Buenos días!
Los dos levantaron la vista hacia la ventana.
–Lamento interrumpir la escena de amor–anunció Kevin desde la casa–, pero parece que mis hombres me han olvidado. Y con esta maldita pierna estoy convertido casi en un prisionero.
_________________ retiró la mano de entre las de Joe y apartó la vista, ruborizada.
–Iré a ayudarlo–dijo Joe, levantándose–. Dice Kevin que se marcha hoy. Tal vez pueda ponerlo en camino. ¿Me acompañarás a elegir tu yegua esta mañana?
Ella asintió con la cabeza, pero no volvió a mirarlo.
–Veo que estás haciendo progresos con tu mujer–dijo Kevin, mientras Joe lo ayudaba bruscamente a bajar la escalera.
–Y habría progresado más si cierta persona no se hubiera puesto a gritar desde la ventana–comentó Joe, amargo.
Kevin resopló riendo. Le dolía la pierna y no le gustaba la perspectiva de hacer un largo viaje hasta otra finca, de modo que estaba de malhumor.
–Ni siquiera has pasado la noche con ella.
–¿Y eso qué te importa? ¿Desde cuándo averiguas dónde duermo?
–Desde que conozco a _________________.
–Mira, Kevin, si te...
–No se te ocurra decirlo. ¿Por qué piensas que me voy con la pierna a medio curar?
Joe sonrió.
–Es encantadora, ¿verdad? Dentro de pocos días la tendré comiendo de mi mano. Entonces verás dónde duermo. Las mujeres son como los halcones: es preciso hacerles pasar hambre hasta que están desesperados por la comida; entonces es fácil domesticarlos.
Kevin se detuvo en medio de la escalera, con un brazo cruzado sobre los hombros de Joe.
–Eres un tonto, hermano. Tal vez el peor de todos los tontos. ¿No sabes que el amo es con frecuencia Sirviente de su halcón? ¿Cuántas veces has visto a hombres que llevan a su ave favorita prendida a la muñeca, incluso en la iglesia?
–Estás diciendo sandeces–afirmó Joe–. Y no me gusta que me traten de tonto.
Kevin apretó los dientes, pues Joe había dado una sacudida a su pierna.
–_________________ vale por dos como tú y por cien como esa bruja de hielo a quien crees amar.
Joe se detuvo al pie de la escalera y, con una mirada malévola, se apartó tan deprisa que Kevin tuvo que apoyarse contra la pared para no caer.
–¡No vuelvas a mencionar a Alice!–Advirtió el mayor con voz mortífera.
–¡Hablaré de ella cuanto se me antoje! Alguien tiene que hacerlo. Te está arruinando la vida y echando por tierra la felicidad de _________________. Y Alice no vale un solo cabello de tu esposa.
Joe levantó el puño, pero lo dejó caer.
–Me alegro de que te vayas hoy. No quiero oírte decir una palabra más sobre mis mujeres.
Giró sobre sus talones y se alejó a grandes pasos.
–¡Tus mujeres!–Le gritó Kevin–. Una es dueña de tu alma y la otra te trata con desprecio. ¿Cómo puedes decir que son tuyas?











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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 6th 2012, 12:16

Oh.
¡ESO ME GUSTA KEVIN!
Waaaa, Joe necesita que alguien le diga las cosas en la cara de vez en cuando.
Y también tengo miedo de que la Rayis caiga como tonta a los pies de Joey y luego el la haga sentir mal. Lo odiaria más si lo hace. Pero solo en la novela, eh.
Jajaja, sube pronto mujer. Me desespero cuando no leo tus novela. Siguela.
Bye.
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 6th 2012, 12:40

me encanto, Kevin sabe donde pinchar para que sangre
tu nove me fascina espero seguir leyendo pronto
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 6th 2012, 21:43

siguelaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 7th 2012, 21:40

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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 8th 2012, 14:18

















Capítulo 11













Había diez caballos dentro del cercado. Cada uno de ellos era lustroso y fuerte; sus largas patas inspiraban visiones de animales al galope por campos floridos.
–¿Debo elegir uno, mi señor?–Preguntó _________________, inclinada sobre la cerca.
Levantó la vista hacia Joe, observándolo con suspicacia.
Durante toda la mañana él se había mostrado excepcionalmente simpático: primero, en el jardín; ahora, ofreciéndole un regalo. La había ayudado a montar y hasta la tomó del brazo cuando ella, en un gesto muy poco señorial, trepó a la cerca. _________________ podía comprender su irritación y sus expresiones ceñudas, pero esa nueva amabilidad le inspiraba desconfianza.
–El que gustes–respondió Joe, sonriente–. Todos han sido domados y están listos para la brida y la silla. ¿Ves alguno que te guste?
Ella observó los animales.
–No hay uno solo que no me guste. No es fácil escoger. Creo que aquel, el negro.
Joe sonrió ante su elección: era una yegua de paso alto y elegante.
–Es tuya–dijo.
Antes de que él pudiera ayudarla, _________________ echó pie a tierra y cruzó el portón. Pocos minutos después, el palafrenero de Joe tenía a la yegua ensillada y a _________________ sobre ella.
Era estupendo volver a cabalgar. A su derecha se extendía la ruta hacia el castillo; a la izquierda, el denso bosque, coto de caza de los Jonas. Sin pensarlo, _________________ tomó el camino hacia el bosque.
Llevaba demasiado tiempo encerrada entre murallas y apiñada con otras personas. Los grandes robles, las hayas, le parecieron incitantes, las ramas se entrecruzaban arriba, formando un refugio individual. No se volvió a ver si la seguían; se limitó a lanzarse en línea recta hacia la libertad.
Galopaba para probarse y probar a la yegua. Eran tan compatibles como esperaba. El animal disfrutaba tanto con aquella carrera como ella misma.
–Tranquila ahora, bonita mía–susurró cuando estuvieron bien dentro del bosque.
La yegua obedeció, escogiendo el camino entre árboles y matas. La tierra estaba cubierta de helechos y follaje seco acumulado en cientos de años. Era una suave y silenciosa alfombra. _________________ aspiró profundamente el aire limpio y fresco, dejando que su cabalgadura eligiera el rumbo.
Un ruido de agua corriente le llamó la atención, y también a la yegua. Por entre los árboles corría un arroyo profundo y fresco que hacía bailar los reflejos del sol entre las ramas colgantes. _________________ desmontó y condujo a su yegua hasta el agua. Mientras el animal bebía tranquilamente, ella arrancó unos puñados de hierba para frotarle los costados. Habían galopado varios minutos antes de llegar al bosque, y la yegua estaba sudada.
Mientras se dedicaba a esa agradable tarea, disfrutó del día, del agua y de su caballo. El animal irguió las orejas, alerta, y retrocedió con nerviosismo.
–Quieta, muchacha–ordenó _________________, acariciándole el suave cuello.
La yegua dio otro paso atrás, esa vez con más ímpetu, y relinchó.
_________________ giró en redondo, tratando de tomar las riendas, pero no las encontró.
Se acercaba un cerdo salvaje, olfateando el aire. Estaba herido y sus ojillos parecían vidriados por el dolor. _________________ trató nuevamente de tomar las riendas de su caballo, pero el cerdo inició el ataque. La yegua, enloquecida por el miedo, partió al galope. La muchacha se recogió las faldas y echó a correr, pero el cerdo era más veloz que ella. Mientras corría saltó hacia una rama baja y trató de izarse. Fortalecida por toda una vida de trabajo y ejercicio, balanceó las piernas hasta alcanzar otra rama, en el momento en que el cerdo salvaje llegaba hasta ella. No fue fácil mantenerse en el árbol, a causa del ataque repetido del animal, que sacudía el tronco.
Por fin, _________________ pudo erguirse en la rama más baja, asida a otra que pasaba por encima de su cabeza. Al mirar hacia abajo se dio cuenta de que estaba a mucha distancia del suelo. Clavó la vista en el cerdo, con ciego terror; sus nudillos se habían puesto blancos por la fuerza con que se aferraba de la rama alta.

–Tenemos que diseminarnos–ordenó Joe a John Bassett, su segundo–. Somos demasiado pocos para dividimos en parejas, y ella no puede estar muy lejos.
Joe trataba de mantener la voz en calma. Estaba furioso con su esposa por alejarse al galope, a lomos de un animal desconocido, en un bosque que le era extraño. Él la había seguido con la vista, esperando que la muchacha regresara al llegar a las lindes del bosque. Tardó un momento en comprender que _________________ iba a internarse en él.
Y ahora no podía encontrarla. Era como si se hubiera desvanecido, tragada por los árboles.
–John, tú irás hacia el norte, rodeando los árboles. Tú, Odo, por el sur. Yo buscaré en el centro.
En el interior del bosque todo era silencio. Joe escuchó con atención, tratando de percibir alguna señal de su mujer. Había pasado allí gran parte de su vida y conocía el bosque centímetro a centímetro. Sabía que la yegua se encaminaría, casi con seguridad, al arroyo que corría por el centro.
Llamó varias veces a _________________, pero no hubo respuesta.
De pronto, su potro irguió las orejas.
–¿Qué pasa, muchacho?–Preguntó Joe, alertado.
El caballo dio un paso atrás, con las fosas nasales dilatadas. Estaba adiestrado para la cacería. Joe reconoció la señal.
–Ahora no–dijo–. Más tarde buscaremos la presa.
El caballo parecía no comprender, pero tiró de las riendas. Joe frunció el ceño, pero le dio riendas. En ese momento, oyó el ruido del cerdo que atacaba la base del árbol. Un instante después lo vio. Iba a conducir a su cabalgadura dando un rodeo, pero su vista distinguió algo azul en el árbol.
–¡Por Dios!–Susurró al caer en la cuenta de que _________________ estaba inmovilizada en el árbol–. ¡_________________!–No obtuvo respuesta.–En un momento estarás a salvo.
El caballo bajó la cabeza, preparándose para el ataque, mientras Joe desenvainaba la espada que llevaba al costado de la silla. El potro, bien adiestrado, corrió hasta pasar muy cerca del cerdo. Joe se inclinó desde la silla, sujetándose con sus fuertes muslos, y clavó el arma en la columna del animal. El cerdo dio un chillido y pataleó antes de morir.
Joe saltó apresuradamente de la montura para recuperar el arma. Cuando levantó la vista hacia _________________, el puro terror de su cara lo dejó atónito.
–Ya no hay peligro, _________________. El cerdo ha muerto. Ya no puede hacerte daño.
Tal terror parecía estar fuera de proporción con el peligro, puesto que la muchacha estaba relativamente a salvo en la copa del árbol. Ella se mantuvo muda, con la vista clavada en tierra y el cuerpo rígido como una lanza de hierro.
–¡_________________!–Exclamó él con aspereza–. ¿Estás herida?
Aun entonces, ella no respondió ni dio señales de verlo. Joe alargó los brazos, apuntando.
–Bastará con un pequeño salto. Suelta la rama de arriba y yo te recibiré.
La muchacha seguía sin moverse.
Joe echó un vistazo desconcertado al cerdo muerto y volvió a observar la cara espantada de su mujer. La asustaba algo que no era el cerdo.
–_________________...–habló en voz baja, poniéndose en la línea de aquella mirada vacua–. ¿Es la altura lo que te da miedo?
No podía estar seguro, pero tuvo la impresión de que ella movía la cabeza en un levísimo gesto de asentimiento.
Joe se balanceó desde la rama baja para instalarse fácilmente a su lado. Le rodeó la cintura con un brazo, sin que ella diera señales de verlo.
–Escúchame, mujer–dijo él en voz baja y serena–: voy a tomarte de las manos para bajarte a tierra. Tienes que confiar en mí. No tengas miedo.
Fue preciso soltarle las manos; ella se aferró a sus muñecas, presa del pánico. Joe buscó apoyo en una rama y la bajó al suelo.
En cuanto los pies de la muchacha hubieron tocado tierra, él bajó de un salto y la tomó en sus brazos. _________________ se aferró a él con desesperación, temblando.
–Bueno, bueno–susurró él, acariciándole la cabeza–, ahora estás a salvo.
Pero ella no dejaba de temblar, y Joe sintió que le cedían las rodillas. La alzó en brazos para llevarla hasta un tronco de árbol; allí se sentó, la colocó en el regazo, como si fuera un bebe. Aunque tenía poca experiencia con las mujeres, exceptuando la amorosa, y ninguna con niños, era obvio que el miedo de _________________ era extraordinario.
La estrechó con fuerza, con tanta fuerza como pudo sin sofocarla.
Le apartó el pelo de la mejilla sudorosa y acalorada, la meció. Si alguien le hubiera dicho que alguien podía aterrorizarse tanto por estar a un par de metros del suelo, se habría reído. Pero ahora no le parecía nada divertido.
El miedo de _________________ era muy real y lo apenaba que ella pudiera sufrir tanto. El corazón le palpitaba como si fuera un pájaro. Joe comprendió que tenía que inspirarle una sensación de seguridad.
Entonces comenzó a cantar en voz baja, sin prestar mucha atención a la letra, con voz densa y sedante. Cantó una canción de amor que hablaba de un hombre que, al retornar de las Cruzadas, encontraba a su gran amor esperándolo.
Poco a poco sintió que _________________ se relajaba contra él; los horribles temblores iban cediendo y sus manos dejaban de aferrarlo. Aún entonces, Joe no la soltó. Sin dejar de tararear la melodía, sonrió y le besó la sien. La respiración de la muchacha se fue normalizando hasta que ella levantó la cabeza de su hombro. Trató de apartarse, pero él la retuvo con firmeza. Esa necesidad que ella tenía de su protección lo tranquilizaba de un modo extraño, aunque hubiera dicho que no le gustaban las mujeres dependientes.
–Dirás que soy una tonta–murmuró ella.
Él no respondió.
–No me gustan las alturas–continuó _________________.
Él sonrió, estrechándola.
–Ya me he dado cuenta–rió–, aunque “no me gustan” es poco decir. ¿Por qué te inspiran tanto miedo los lugares altos?
Ahora reía, feliz de ver la repuesta. Le sorprendió que ella se pusiera rígida.
–¿Qué he dicho? No te enfades.
–No me enfado–aseguró ella con tristeza, relajándose a gusto en sus brazos–. Pero no me gusta pensar en mi padre. Eso es todo.
Joe la obligó a apoyar otra vez la cabeza en su hombro.
–Cuéntame–pidió con seriedad.
_________________ guardó silencio por un momento. Cuando habló, lo hizo en voz tan baja que apenas fue posible escucharla.
–En realidad, es poco lo que recuerdo. Sólo perdura el miedo. Mis doncellas me lo contaron varios años después. Cuando tenía tres años, algo perturbó mi sueño. Salí de mi cuarto para ir al gran salón, lleno de luces y música. Allí estaba mi padre, con sus amigos; todos bastante borrachos.
Su voz era fría, como si estuviera contando una anécdota ajena.
–Al verme, mi padre pareció idear una gran broma.
Pidió una escalera y subió por ella, conmigo bajo el brazo, para sentarme en un alto antepecho de ventana, a buena altura. Tal como te he dicho, de esto no recuerdo nada. Mi padre y sus amigos se quedaron dormidos; por la mañana mis doncellas tuvieron que buscarme. Pasó mucho tiempo antes de que me encontraran, aunque debí de oírles llamar. Al parecer estaba tan asustada que no podía hablar.
Joe le acarició la cabellera y volvió a mecerla. Le revolvía el estómago pensar que un hombre pudiera poner a una criatura de tres años a seis metros por encima del suelo para dejarla allí toda la noche. La aferró por los hombros y la apartó de sí.
–Pero ahora estás a salvo. Ya ves que el suelo está muy cerca.
Ella le dedicó una sonrisa vacilante.
–Has sido muy bueno conmigo. Gracias.
Aquel agradecimiento no fue grato para Joe. Le entristecía pensar que la muchacha hubiera sido tan maltratada en su corta vida, puesto que el consuelo de su esposo le parecía un don del cielo.
–No has visto mis bosques. ¿Qué te parece si pasamos un rato aquí?
–Pero hay trabajo que...
–Eres un demonio para el trabajo. ¿Nunca te diviertes?
–No estoy segura de saber cómo hacerlo–respondió ella con franqueza.
–Bueno, hoy aprenderás. Hoy será un día para recoger flores silvestres y ver cómo se aparean los pájaros.
La miró agitando las cejas y _________________ emitió una risita muy poco habitual en ella. Joe quedó encantado. Los ojos de la muchacha eran cálidos; sus labios, dulcemente curvos; su belleza resultaba embriagadora.
–Ven, pues–le dijo, poniéndola de pie–. Aquí cerca hay una ladera cubierta de flores, donde viven algunos pájaros extraordinarios.
Cuando los pies de _________________ tocaron el suelo, el tobillo izquierdo no la sostuvo. Ella se apoyó en el brazo de Joe.
–Te has hecho daño–observó él, arrodillándose para revisarle el tobillo. Notó que la muchacha se mordía los labios–. Lo sumergiremos en agua fría del arroyo para que no se hinche.
Y la alzó en brazos.
–Si me ayudas, puedo caminar.
–¿Y perder mi condición de caballero? Como sabes, se nos enseñan las normas del amor cortesano, que son muy severas en cuanto a las bellas damas en apuros. Es preciso llevarlas en brazos cuando quiera que sea posible.
–¿Soy sólo un medio de acrecentar tu condición de caballero?– Preguntó _________________, muy seria.
–Desde luego, puesto que eres una carga muy pesada. Debes de pesar tanto como mi caballo.
–¡No es así!–Protestó ella con vehemencia. Entonces vio que le chispeaban los ojos–. ¡Estás bromeando!
–¿No te he dicho que este día sería para la diversión?
Ella sonrió, apoyándose contra su hombro. Resultaba agradable que la estrechara así.
Joe la depositó en el borde del arroyo y le quitó cuidadosamente el zapato.
–Es preciso sacar la media–exigió.
Observó con placer los movimientos de la muchacha, que recogía sus largas faldas para descubrir la parte alta de la media, atada por encima de la rodilla con una liga.
–Si necesitas ayuda...–se ofreció, lascivo, mientras ella enrollaba hacia abajo la prenda de seda.
_________________ se dejó lavar el pie con agua fría. ¿Quién era aquel hombre que la tocaba con tanta suavidad? No podía ser el mismo que la había abofeteado, el que se había pavoneado ante ella con su amante, el que la había violado en la noche nupcial.
–No parece estar muy mal–observó él, mirándola.
–No, en efecto–confirmó _________________ en voz baja.
Una súbita brisa le cruzó un mechón de pelo contra los ojos.
Joe se lo apartó con suavidad.
–¿Te gustaría que hiciera una gran fogata para asar ese detestable cerdo?
Ella le sonrió.
–Me gustaría.
Él volvió a alzarla y la arrojó en el aire, juguetón. _________________ se aferró a su cuello, asustada.
–Tal vez llegue a gustarme este miedo tuyo–rió el marido, estrechándola contra sí.
La llevó a la otra orilla del arroyo y hasta una colina cubierta de flores silvestres. Allí encendió una fogata bajo un saliente rocoso. A los pocos minutos volvió con un trozo del cerdo salvaje, ya aderezado, y lo puso a asar. No permitió que _________________ prestara ayuda alguna. Mientras la carne se asaba, volvió a alejarse para volver minutos después con el tabardo recogido a la altura de las caderas, como si trajera algo.
–Cierra los ojos–dijo.
Y dejó caer sobre ella una lluvia de flores.
–Como no puedes ir hacia ellas, ellas vienen a ti.
_________________ levantó la vista; tenía el regazo cubierto por un torbellino de capullos perfumados.
–Gracias, mi señor–dijo con una sonrisa resplandeciente.
Él tomó asiento a su lado, con una mano tras la espalda para inclinarse hacia ella.
–Tengo otro regalo para ti–le dijo, ofreciéndole tres frágiles aguileñas.
Cuando la muchacha alargó la mano para tomarlas, él las apartó.
_________________ lo miró sorprendida.
–No son gratuitas.
Bromeaba otra vez, pero la expresión de la muchacha demostró que ella no se había dado cuenta. Joe sintió una punzada de remordimientos por haberla herido tanto. De pronto se preguntó si era acaso mejor que su suegro. Le deslizó un dedo por la mejilla.–El precio que hay que pagar es poco–agregó con suavidad–. Me gustaría oír que me llamaras por mi nombre.
Los ojos de _________________ se despejaron y recobraron la calidez.
–Joe –pronunció en voz baja, mientras él le entregaba las flores –Gracias, mi... Joe, por las flores.
Él suspiró perezosamente y se reclinó en la hierba, con las manos detrás de la cabeza.
–¡Mi Joe!–Repitió–. ¡Qué bien suena!
Se enroscó ociosamente un rizo de la muchacha en la palma de la mano. Ella, dándole la espalda, recogía las flores esparcidas para formar un ramo. “Siempre ordenada”, pensó el mozo.
De pronto se le ocurrió que llevaba años sin pasar un día apacible en sus propias tierras. La responsabilidad del castillo lo asediaba siempre, pero en pocos días su esposa había ordenado las cosas de modo tal que él podía tenderse en el césped, sin pensar en nada, para observar el vuelo de las abejas y la textura sedosa de una cabellera femenina.
–¿Te enfadaste de verdad por lo de Simón?–Preguntó ella.
Joe apenas podía recordar quién era Simón.
–No–sonrió–, pero no me gustó que una mujer lograra lo que yo no podía lograr. Y no estoy seguro de que ese nuevo cebo sea mejor.
Ella se volvió para mirarlo de frente.
–¿Sí que lo es? Simón estuvo de acuerdo de inmediato. Estoy segura de que los halcones atraparán más presas ahora que...–se interrumpió al verlo reír–. Eres un hombre vanidoso.
–¿Yo? Soy el menos vanidoso de los hombres.
–¿No acabas de decir que te enfadaste porque una mujer hizo lo que tú no podías?
–Ah...–Joe volvió a relajarse en la hierba, con los ojos cerrados.–No es lo mismo. A todo hombre le sorprende que una mujer haga algo, aparte de coser y criar niños.
–¡Oh, tú! –_________________, disgustada, arrancó un puñado de hierba con su correspondiente terrón y se lo arrojó a la cara.
Él abrió los ojos, sorprendido. Luego se quitó la tierra de la boca, entornando los ojos.
–Pagarás por esto–dijo, acercándose sigilosamente.
_________________ retrocedió, temerosa del dolor que le causaría, y empezó a levantarse. Él la aferró por el tobillo desnudo y se lo sujetó con fuerza.
–No...–protestó la muchacha.
Y Joe se arrojó contra ella... para hacerle cosquillas. _________________ sorprendida, estalló en risitas. Recogió las rodillas contra el pecho para protegerse, pero él era inmisericorde.
–¿Te retractas?
–No–jadeó ella–. Eres vanidoso, mil veces más vanidoso que cualquier mujer.
Su marido le deslizó los dedos por las costillas hasta hacerla patalear.
–Basta, por favor–exclamó la muchacha–. ¡No aguanto más!
Las manos de Joe se aquietaron.
–¿Te das por vencida?
–No.–Pero se apresuró a agregar:–Aunque tal vez no seas tan vanidoso como yo pensaba.
–Esa no es manera de pedir disculpas.
–Me las han arrancado bajo tortura.
Joe le sonrió. El sol poniente convertía en oro su piel; la cabellera diseminada era como un fiero crepúsculo.
–¿Quién eres, esposa mía?–Susurró él, devorándola con la vista– me embrujas al momento la con la vista–. Me maldices y me embrujas al momento siguiente. Me desafías hasta darme ganas de quitarte la vida, deslumbras con tu encanto. Nunca he conocido otra como tú. Aún no te he visto enhebrar una aguja, pero sí sumergida hasta las rodillas en la mugre del estanque. Montas tan bien como cualquier hombre, pero te encuentro subida a un árbol y temblando como una criatura de puro miedo. ¿Alguna vez eres la misma persona dos segundos seguidos?
–Soy _________________, nadie más. Tampoco sé cómo ser otra persona.
Él le acarició la sien. Después se inclinó para besarla apenas en los labios, dulces y calientes por el sol. Acababa de probarla cuando el cielo se abrió en un trueno enorme y empezó a derramar sobre ellos un verdadero torrente de agua.
Joe barbotó una palabra muy sucia, que _________________ nunca había escuchado.
–¡Al saliente rocoso!–Ordenó.
Y entonces se acordó del tobillo herido. La alzó para correr con ella hasta el refugio, donde el fuego chisporroteaba por la grasa caída.
Aquel repentino aguacero no mejoró en absoluto el humor de Joe, que volvió al fuego, furioso. Un lado de la carne estaba negro; el otro, crudo. Ninguno de los dos había recordado darle la vuelta.
–¡Qué mala cocinera eres!–Exclamó, fastidiado porque aquel momento perfecto hubiera quedado destruido.
Ella le dirigió una mirada inexpresiva.
–Soy mejor costurera que cocinera.
Él le clavó la mirada. Luego se echó a reír.
–Buena réplica.–Estudió la lluvia.–Debo atender a mi potro. No puedo dejarlo bajo esta lluvia con la silla puesta.
_________________, siempre alerta al bienestar de los animales, giró hacia él.
–¿Has dejado sin atención a tu pobre caballo durante tanto tiempo?
A él no le gustó aquel tono autoritario.
–¿Y dónde está tu yegua, dime? ¿Tan poco te importa que no te interesa saber qué ha sido de ella?
–Yo...– _________________, concentrada en Joe, ni siquiera había pensado en el animal.
–Atiende tus deberes antes de darme tantas órdenes.
–Yo no te he dado ninguna orden.
–Dime, entonces, ¿qué era eso?
_________________ le volvió la espalda.
–Ve, ve, que tu caballo espera bajo la lluvia.
Joe iba a replicar, pero cambió de idea y se alejó
_________________ se frotó el tobillo, regañándose por enfadar a su marido a cada instante. De pronto interrumpió sus reproches. ¿Qué importaba enfadarlo o no? ¿Acaso no lo odiaba?
Era un hombre vil, sin honor; un día de amabilidad no alteraría su odio. ¿O sí?
–Mi señor.
La voz se oyó desde muy lejos,
–Lord Joe, Lady _________________–las voces se iban acercando.
Joe juró por lo bajo, ajustando la cincha que acababa de aflojar.
Se había olvidado de sus hombres por completo. ¿Qué hechizos arrojaba ella, para hacerle olvidar su caballo y, peor aún, a sus hombres, que los buscaban con tanta diligencia? Venían bajo la lluvia, mojados, con frío y con hambre, sin duda. Por mucho que le hubiera gustado estar con _________________, tal vez para pasar la noche con ella, primero debía pensar en su gente.
Llevó a su caballo al paso a través del arroyo y colina arriba. Para entonces, ellos ya habían visto el fuego.
–¿No está herido, mi señor?–Preguntó John Bassett cuando se encontraron. El agua le chorreaba por la nariz.
–No–replicó Joe con sequedad, sin mirar a su esposa, recostada contra la roca salediza–. Nos atrapó la tormenta y _________________ se torció un tobillo–comenzó a explicar.
Pero se interrumpió al ver que John miraba el cielo. Un chaparrón de primavera no podía tomarse por tormenta.
Además, Joe y su esposa podrían haber montado el mismo caballo.
John era hombre ya mayor, caballero del padre de Joe, y tenía experiencia con mozos.
–Comprendo, mi señor. Hemos traído la yegua de la señora.
–¡Maldición, maldición!–Murmuró Joe.
Ahora había mentido a sus hombres. Se acercó a la yegua y ajustó la cincha con salvajismo.
_________________, pese al dolor del tobillo herido, renqueó precipitadamente.
–No seas tan rudo con mi yegua–dijo, posesiva.
Él se volvió.
–Y tú, ¡no seas tan ruda conmigo, _________________!
















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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 8th 2012, 15:52

Oh, ese Joe como siempre ¬¬
A veces... AGH.
Ya que, ¿Cuando la sigues?
Espero que pronto, eh. ¡Ya quiero leer más!
Bye.
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 8th 2012, 22:25

siguelaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 9th 2012, 08:57

yo creo que algo le pasa a Joe en la cabeza...por que a veces es una amor...y otras lo mataria
siguela pliss ya quiero seguir leyendola
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 9th 2012, 22:55

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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 10th 2012, 21:42

siguelaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 11th 2012, 15:20














Capítulo 12







La muchacha miraba en silencio por entre los postigos entornados, contemplando la noche estrellada. Vestía una bata de damasco de color añil, forrada de seda celeste y bordeada de armiño blanco. La lluvia había pasado y el aire nocturno era fresco. Se apartó de la ventana, renuente, para volverse hacia la cama vacía. Sabía cuál era su problema, aunque se negara a admitirlo. ¿Qué clase de mujer era, que se moría por las caricias de un hombre al que despreciaba? Cerró los ojos; casi podía sentir las manos y los labios de ese hombre en el cuerpo.
¿Acaso no tenía orgullo? Se quitó la bata para deslizarse en la cama helada, desnuda.
El corazón se le detuvo por un instante al oír pasos pesados frente a su puerta. Aguardó, sin aliento, pero los pasos retrocedieron por el pasillo. Entonces descargó el puño contra la almohada de plumas. Pasó largo rato antes de que pudiera dormir.
Joe estuvo varios minutos junto a su puerta antes de volver al cuarto que había ocupado. Se preguntaba qué le estaba pasando, de dónde le había surgido esa nueva timidez con las mujeres. _________________ estaba dispuesta a recibirlo; se le notaba en los ojos. Ese día, por primera vez en varias semanas, le había sonreído y hasta lo había llamado por su nombre de pila. ¿Podía arriesgarse a perder esas pequeñas ventajas entrando en su alcoba por la fuerza, para provocar nuevos odios?
¿Y qué importaba violarla otra vez o no? ¿Acaso no había disfrutado de aquella primera noche? Se desvistió deprisa para deslizarse en la cama vacía. No quería volver a violarla. No; quería que ella le sonriera, lo llamara por su nombre y le alargara los brazos. De su mente había desaparecido toda idea de triunfo. Se durmió recordando cómo había tenido aferrada a él en su momento de miedo.
Después de una noche de sueño intranquilo, Joe se despertó muy temprano. En el castillo había ya algún movimiento, pero los ruidos eran aún sordos. Su primer pensamiento fue para _________________. Quería verla.
¿Sería cierto que el día anterior le había sonreído?
Se vistió apresuradamente con una camisa de lino y un chaleco de lana rústica, asegurado con un ancho cinturón de cuero. Se cubrió las piernas musculosas con medias de hilo y las ató a los calzones que usaba como taparrabo. Después bajó apresuradamente al jardín para cortar una fragante rosa roja, con los pétalos besados por perladas gotas de rocío.
La puerta de _________________ estaba cerrada. Joe la abrió en silencio. Ella dormía, con una mano enredada en la cabellera, que le cubría los hombros desnudos, y la almohada a un lado. El joven dejó la rosa en la almohada y apartó suavemente un rizo de su mejilla.
_________________ abrió los ojos con lentitud. Le parecía parte de sus sueños ver a Joe tan cerca. Le tocó la cara con suavidad, apoyando el pulgar en su mentón para tocar la barba crecida. Lo veía más joven que de costumbre; las arrugas de preocupación y de responsabilidad habían desaparecido de sus ojos.
–Pensé que no eras real–susurró, mirándole a los ojos, que se ablandaban.
Él movió apenas la cabeza y le mordió la punta de un dedo.
–Soy muy real. Eres tú quien parece un sueño.
Ella le sonrió con malignidad.
–Al menos, nuestros sueños nos complacen mucho, ¿verdad?
Joe, riendo, la abrazó con brusquedad y le frotó una mejilla contra la tierna piel del cuello, deleitándose con los chillidos de protesta de la muchacha, a quien la barba incipiente amenazaba desollar.
–_________________, dulce _________________–susurró, mordisqueándole un lóbulo– siempre eres un misterio. No sé si te gusto o no.
–¿Te importaría mucho no gustarme?
Él se apartó y le tocó la sien.
–Sí, creo que me importaría.
–¡Mi señora!
Ambos levantaron la vista. Joan había irrumpido en la habitación.
–Mil perdones, mi señora–suplicó la muchacha, riendo entre dientes–. Ignoraba que estuvieras tan ocupada. Pero se hace tarde y muchos la reclaman.
–Diles que esperen–repuso Joe, acalorado, abrazando con fuerza a _________________, que trataba de apartarlo.
–¡No!–Exclamó la joven–. ¿Quién me busca, Joan?
–El sacerdote pregunta si piensan sus mercedes iniciar el día sin misa. El segundo de Lord Joe, John Bassett, dice que han llegado algunos caballos de Chestershire. Y tres mercaderes de tela desean que se inspeccione su mercancía.
Joe se puso tieso y soltó a su esposa.
–Di al sacerdote que allí estaremos. En cuanto a los caballos, los veré después de misa. Di también a los mercaderes...
Se interrumpió disgustado, preguntándose: "¿Soy el amo de esta casa o no?”
–¿Y bien?–Espetó a la flaca doncella–. Ya se te ha dicho qué debes hacer. Vete.
Joan apretó la puerta a su espalda.
–Debo ayudar a mi señora a vestirse.
Joe comenzaba a sonreír.
–Lo haré yo. Tal vez eso aporte algún placer a este día, además de obligaciones.
Joan sonrió burlonamente antes de deslizarse al corredor para cerrar la puerta.
–Y ahora, señora mía–agregó el mozo, volviéndose hacia su mujer–, estoy a sus órdenes.
Los ojos de _________________ chisporroteaban.
–¿Aunque mis órdenes se refieran a tus caballos?
Él gruñó, fingiéndose atormentado.
–Fue una riña tonta, ¿verdad? Yo estaba más enfadado con la lluvia que contigo.
–¿Y por qué te enfadó la lluvia?–Lo provocó ella, burlona.
Joe volvió a inclinarse hacia ella.
–Me impidió practicar un ejercicio que deseaba mucho.
_________________ le apoyó una mano en el pecho; su corazón palpitaba con fuerza.
–No olvides que el sacerdote nos está esperando.
Entonces él se apartó.
–Bien, levántate, que te ayudaré a vestirte. Si no puedo degustarte, al menos miraré a voluntad.
_________________ le clavó la mirada por un momento. Hacía casi dos semanas que no hacían el amor. Tal vez él la había abandonado, apenas casados, para irse con su amante. Pero _________________ comprendió que en aquel momento era suyo y decidió aprovechar a fondo esa posesión. Muchos le decían que era hermosa, sin que ella diera importancia a los halagos.
Sabía que su cuerpo curvilíneo se diferenciaba mucho de la flacura de Alice Valence. Pero en otros momentos Joe había deseado aquel cuerpo. Se preguntó si podría hacer que sus ojos se oscurecieran otra vez.
Apartó poco a poco un borde del cubrecama y sacó un pie descalzo; después recogió el cobertor hasta la mitad del muslo y flexionó los pies.
–Creo que mi tobillo está bastante repuesto, ¿no te parece?
Le sonreía con inocencia, pero él no la estaba mirando a la cara.
Con mucha lentitud, _________________ descubrió su cadera firme y redonda.
Después, el ombligo, en medio del vientre plano. Se levantó sin ninguna prisa y quedó de pie ante él, a la luz de la mañana.
Joe la miraba con fijeza. Llevaba semanas sin verla desnuda.
Apreció sus piernas largas y esbeltas, sus caderas redondas, la cintura estrecha y los pechos llenos, de puntas rosadas.
–¡Al diablo con el cura!–Murmuró, alargando la mano para tocarle la curva de la cadera.
–No blasfemes, mi señor–advirtió _________________, muy seria.
Joe la miró sorprendido.
–Siempre me asombra que quisieras ocultar todo eso bajo el hábito de monja–suspiró con fuerza, sin dejar de mirarla; le dolían las palmas por el deseo de tocarla–. Sé buena y busca tu ropa. No soporto más esta dulce tortura. Podría violarte ante los mismos ojos del cura.
_________________ se volvió hacia su arcón, disimulando una sonrisa. Se preguntaba si eso podía llamarse violación.
Se vistió sin prisa, disfrutando de aquella mirada fija en su persona, del silencio tenso. Se puso una fina camisa de algodón, bardada con diminutos unicornios azules; apenas le llegaba a medio muslo.
Después, las enaguas haciendo juego. A continuación apoyó un pie en el borde del banco donde Joe permanecía, duro como una piedra, y deslizó con cuidado las medias de seda por la pierna, para sujetarlas en su sitio por medio de las ligas.
Cruzó un brazo por delante de él para tomar un vestido de rica cachemira parda de Venecia, que tenía leones de plata bordados en la pechera y alrededor del bajo. A Joe le temblaban las manos al abotonarle la parte trasera. Completó su atuendo con un cinturón de filigrana de plata. Al parecer, no era capaz de manejar sola su simple hebilla.
–Lista–dijo, después de luchar largo rato con las dificultosas prendas.
Joe soltó el aliento que contenía desde rato antes.
–Serías muy buena doncella–rió la muchacha, girando en un mar de pardo y plateado.
–No–replicó él con franqueza–: moriría en menos de una semana. Ahora baja conmigo y no me provoques más.
–Sí, mi señor–respondió ella, obediente. Pero le chispeaban los ojos.
Dentro del baluarte interior había un campo largo, cubierto de una gruesa capa de arena. Allí se adiestraban los Jonas y sus vasallos principales. De una especie de patíbulo pendía un monigote de paja contra el que los hombres lanzaban sus estocadas al pasar a lomos de caballo. También servía de blanco un anillo sujeto entre dos postes. Otro hombre estaba atacando un poste de diez centímetros de grosor, profundamente clavado en tierra, la espada sujeta con ambas manos.
Joe se dejó caer pesadamente en un banco, al costado de ese campo de adiestramiento, y se quitó el yelmo para deslizar una mano por el pelo sudoroso. Tenía los ojos convertidos en pozos oscuros, las mejillas flacas y los hombros doloridos por el cansancio. Habían pasado cuatro días desde la mañana en que ayudara a _________________ a vestirse. Desde entonces había dormido muy poco y comido aún menos; por eso tenía los sentidos muy tensos.
Recostó la cabeza contra el muro de piedra, pensando que ya no podía pasar otra desgracia. Se habían incendiado varias cabañas de sus siervos, tras lo cual el viento había llevado las chispas hasta la granja lechera. Él y sus hombres tuvieron que combatir el incendio durante dos días, durmiendo en el suelo, allí donde caían. Una noche se vio obligado a permanecer en vela en los establos, donde una yegua estaba dando a luz un potrillo mal colocado. _________________ lo acompañó durante toda la noche para sostener la cabeza del animal, entregarle paños y alcanzarle ungüentos antes de que él mismo los pidiera. Joe nunca se había sentido tan próximo a alguien como en esos momentos. Al amanecer, triunfantes, ambos se incorporaron a la par, contemplando al potrillo que daba sus primeros pasos temblorosos.
Sin embargo, pese a toda esa proximidad espiritual, sus cuerpos estaban tan alejados como siempre. Joe tenía la sensación de que en cualquier momento enloquecería de tanto desearla.
Mientras se limpiaba el sudor de los ojos, vio que _________________ cruzaba el patio hacia él. ¿O era pura imaginación suya? Ella parecía estar en todas partes, aun cuando estaba ausente.
–Te he traído una bebida fresca–dijo, ofreciéndole un jarrito.
Él la miró con atención. _________________ dejó el jarrito en el banco.
–¿Te sientes mal, Joe?–Preguntó, aplicando una mano reconfortante a la frente del mozo.
Él la sujetó con fuerza y la obligó a sentarse a su lado.
Le buscó los labios con apetito, obligándola a entreabrirlos.
No se le ocurrió que la muchacha pudiera resistirse; ya nada le importaba.
_________________ le rodeó el cuello con los brazos y respondió al beso con ansias iguales. A ninguno de los dos le importó que medio castillo los estuviera mirando: no existía nadie sino ellos. Joe le deslizó los labios hasta el cuello, pero sin suavidad; actuaba como si pudiera devorarla.
–¡Mi señor!–Exclamó alguien, impaciente.
La muchacha abrió los ojos y se encontró con un jovencito que esperaba con un papel enrollado en la mano. De pronto, recordó quién era y dónde estaba.
–Joe, te traen un mensaje.
Él no apartó los labios de su cuello. _________________ tuvo que concentrarse con trabajo para no olvidar al mensajero.
–Señor–dijo el muchachito–, se trata de un recado urgente.
Era muy joven, aún lampiño; esos besos le parecían una pérdida de tiempo.
–¡A ver!–Joe arrebató el pergamino al niño
–Ahora vete y no vuelvas a molestarme.
Y arrojó el papel al suelo, para volverse una vez más hacia los labios de su esposa.
Pero _________________ había cobrado aguda conciencia de que estaban en un sitio muy público.
–Joe–reprochó con severidad, pugnando por abandonar su regazo–, tienes que leer eso.
Él levantó la vista para mirarla, jadeante.
–Léelo tú–pidió, en tanto cogía la jarrita de refresco que _________________ le había llevado, con la esperanza de que le enfriara la sangre.
La joven desenrolló el papel con el entrecejo fruncido en un gesto de preocupación. Al leer fue perdiendo el color.
De inmediato, Joe cobró interés.
–¿Son malas noticias?
Cuando ella alzó la vista volvió a dejarlo sin aliento, pues una vez más había aparecido en sus ojos aquella frialdad. Sus pupilas cálidas y apasionadas le arrojaban dagas de odio.
–¡Soy triplemente idiota!–Exclamó con los dientes apretados, en tanto le arrojaba el pergamino a la cara.
Giró sobre sus talones y marchó a grandes zancadas hacia la casa solariega.




Queridísimo:
Te envío esto en secreto para poder hablarte libremente de mi amor. Mañana me casaré con Edmund Chartworth. Ora por mí; piensa en mí como yo te tendré en mis pensamientos. No olvides nunca que mi vida es tuya. Sin tu amor no soy nada.
Cuento los instantes hasta que vuelva a ser tuya.
Con amor,
Alice






–¿Algún problema, señor?–Preguntó John Bassett.
Joe dejó la misiva.
–El peor de cuantos he tenido. Dime, John, tú que ya eres maduro, ¿sabes acaso algo de mujeres?
John rió entre dientes.
–No hay hombre que sepa de eso, señor.
–¿Es posible dar tu amor a una mujer, pero desear a otra casi hasta volverse loco?
John movió negativamente la cabeza. Su amo, en tanto, seguía con la mirada la silueta de su esposa, que se alejaba.
–El hombre de quien hablamos, ¿desea también a la mujer que ama?
–¡Desde luego!–Respondió Joe–. Pero tal vez no... no de la misma manera.
–Ah, comprendo. Un amor sagrado, como el que se brinda a la Virgen. Soy hombre sencillo. Si de mí se tratara, me quedaría con el amor profano. Creo que, si la mujer fuera deleitosa en la cama, el amor acabaría por venir.
Joe apoyó los codos en las rodillas y la cabeza en las manos.
–Las mujeres fueron creadas para tentación de los hombres. Son hechura del demonio.
John sonrió.
–Creo que, si nos encontráramos con el viejo maligno, bien podríamos agradecerle esa parte de su obra.
Para Joe, los tres días siguientes fueron un infierno.
_________________ se negaba a dirigirle la palabra y ni siquiera lo miraba. Se acercaba a él lo menos que le era posible. Y cuanta más altanería demostraba, más furioso se ponía él.
Una noche, en el momento en que ella iba a abandonar una habitación por haber entrado él, le ordenó:–¡Quédate!
–Por supuesto, mi señor–replicó _________________ con una reverencia.
Mantenía la cabeza gacha y los ojos bajos.
En cierta oportunidad Joe creyó verle los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando. Eso no podía ser, desde luego. ¿Qué motivos tenía esta mujer para llorar?
El castigado era él, no ella. Había dado muestras de que deseaba ser bondadoso, pero ella prefería despreciarlo. Bien, si eso se le había pasado en una ocasión, volvería a pasársele.
Pero transcurrieron los días sin que la muchacha dejara de mostrarse fría. Joe la oía reír, pero en cuanto él se presentaba, toda sonrisa moría en la cara de la muchacha.
Sentía ganas de abofetearla, de obligarla a responderle; hasta el enfado era mejor que esa manera de mirar, como si él no estuviera. Pero no podía hacerle daño. Quería abrazarla y hasta pedirle disculpas.
¿Disculpas por qué? Pasaba los días galopando y adiestrándose exageradamente, pero por las noches no podía dormir. Se descubrió buscando excusas para acercarse a _________________, sólo por ver si podía tocarla.

Ella había llorado casi hasta enfermar. ¿Cómo había podido olvidar tan pronto que él era un hombre vil? Sin embargo, pese a toda la angustia causada por la carta, le era preciso contenerse para no correr a sus brazos. Odiaba a Joe, pero su cuerpo se lo pedía en cada momento de cada día.
–Mi señora–dijo Joan en voz baja. Muchos de los Sirvientes habían aprendido a andar en puntillas cerca de los amos, en esos días–, Lord Joe pide que se reúna con él en el salón grande.
–¡No iré!–Replicó _________________ sin vacilar.
–Ha dicho que es urgente. Se trata de algo relacionado con sus padres, señora.
–¿Mi madre?–Exclamó ella, inmediatamente preocupada.
–No lo sé. El sólo dijo que tiene que hablar con usted de inmediato.
En cuanto _________________ vio a su esposo comprendió que había algún problema muy grave. Sus ojos parecían carbones negros. Sus labios estaban tan apretados que se habían reducido a un tajo en la cara. De inmediato descargó su ira contra ella.
–¿Por qué no me dijiste que habías sido prometida a otro antes que a mí?
_________________ quedó desconcertada.
–Te dije que había sido prometida a la Iglesia.
–Sabes que no me refiero a la Iglesia. ¿Qué hay de ese hombre con el que coqueteabas y reías durante el torneo? Debí haberme dado cuenta.
_________________ sintió que la sangre le palpitaba en las venas.
–¿De qué debías darte cuenta? ¿De que cualquier hombre hubiera sido mejor esposo que tú?
Joe dio un paso adelante en actitud amenazadora, pero _________________ no retrocedió.
–Walter Demari ha presentado una reclamación sobre ti y sobre tus tierras. Para apoyarla ha dado muerte a tu padre y tiene a tu madre cautiva.
_________________ olvidó inmediatamente todo su enfado. Quedó débil y aturdida, a tal punto que se aferró de una silla para no caer.
–¿Que ha dado muerte...? ¿Que tiene cautiva...?–Logró susurrar.
Joe se calmó un poco y le apoyó una mano en el brazo.
–No era mi intención darte la noticia de ese modo. Es que ese hombre reclama lo que es mío.
–¿Tuyo?– _________________ lo miró fijamente.–Mi padre ha sido asesinado, mi madre secuestrada, mis tierras usurpadas... ¿Y tú te atreves a mencionar lo que has perdido?
Él se apartó un paso.
–Conversemos razonablemente. ¿Fuiste prometida de Walter Demari?
–Nunca.
–¿Estás segura?
Ella se limitó a fulminarlo con la mirada.
–Dice que sólo liberará a tu madre si te reúnes con él
Ella giró de inmediato.
–En ese caso, iré.
–¡No!–Joe la obligó a sentarse nuevamente.–¡No puedes! ¡Eres mía!
Ella lo miró con fijeza, concentrada en sus problemas.
–Si soy tuya y mis tierras son tuyas, ¿cómo piensa este hombre apoderarse de todo? Aun cuando luche contra ti, no puede luchar contra todos tus parientes.
–No es esa su intención–los ojos de Joe parecían perforarla–. Le han dicho que no dormimos juntos. Pide una anulación: que declares ante el rey que te disgusto y que lo deseas a él.
–Y si hago eso, ¿liberará a mi madre indemne?
–Eso dice.
–¿Y si no declaro eso ante el rey? ¿Qué será de mi madre?
Joe hizo una pausa antes de responder:
–No sé. No puedo decirte qué será de ella.
_________________ guardó silencio un instante.
–En ese caso, ¿debo elegir entre mi esposo y mi madre? ¿Debo elegir si ceder o no a las codiciosas exigencias de un hombre al que apenas conozco?
La voz de Joe tomó un tono muy diferente a los que ella le conocía: frío como acero templado.
–No. Tú no elegirás.
Ella levantó bruscamente la cabeza.
–Tal vez riñamos con frecuencia dentro de nuestras propias fincas, hasta dentro de las alcobas, y quizá yo ceda muchas veces ante ti. Puedes cambiar los cebos para halcones y yo me enfadaré contigo, pero ahora no has de entrometerte. No me interesa que hayas estado prometida a él antes de nuestro casamiento; ni siquiera me interesa que hayas podido pasar la infancia en su lecho. Ahora se trata de guerra y no discutiré contigo.
–Pero mi madre...
–Trataré de rescatarla sana y salva, pero no sé si podré.
–Entonces deja que vaya y trate de persuadirlo.
Joe no cedió.
–No puedo permitirlo. Ahora tengo que reunir a mis hombres. Partiremos mañana a primera hora.
Y abandonó la habitación.
_________________ pasó largo rato ante la ventana de su alcoba. Su doncella entró para desvestirla y le puso una bata de terciopelo verde, forrada de visón. _________________ apenas notó su presencia. La madre que la había amparado y protegido toda su vida estaba amenazada por un hombre que _________________ apenas conocía. Recordaba vagamente a Walter Demari: un joven simpático, que había conversado con ella sobre las reglas del torneo.
Pero tenía muy claro en la memoria que, según Joe, ella había provocado a ese hombre.
Joe, Joe, siempre Joe. Todos los caminos conducían a su esposo. Él exigía y ordenaba lo que se debía hacer, sin darle alternativa.
Su madre sería sacrificada a su feroz posesividad. Pero ¿qué habría hecho ella, de contar con la posibilidad de elegir?
De pronto, sus ojos chisporrotearon en oro. ¿Qué derecho tenía ese hombrecillo odioso a intervenir en su vida, a fingirse Dios haciendo que otros se sometieran a sus deseos? “¡Luchar!” Gritaba su mente. La madre le había enseñado a ser orgullosa. ¿Acaso a Helen le habría gustado que su única hija se presentara mansamente ante el rey, cediendo a la voluntad de un payaso presumido sólo porque ese hombre así lo decidía?
¡No, nada de eso! A Helen no le habría gustado semejante cosa.
_________________ giró hacia la puerta; no estaba segura de lo que iba a hacer, pero una idea le daba coraje, encendida por su indignación.
–Conque los espías de Demari han informado de que no dormimos juntos, de que nuestro matrimonio podría ser anulado– murmuró mientras caminaba por el pasillo desierto.
Sus convicciones se mantuvieron firmes hasta que abrió la puerta del cuarto que ocupaba Joe. Lo vio ante la ventana, perdido en sus pensamientos, con una pierna apoyada en el antepecho. Una cosa era hacer nobles baladronadas de orgullo; otra muy distinta enfrentarse a un hombre que, noche tras noche, hallaba motivos para evitar el lecho de su esposa. La bella y gélida cara de Alice Valence flotaba ante ella. _________________ se mordió la lengua, para que el dolor alejara las lágrimas. Había tomado una decisión y ahora debía respetarla; al día siguiente, su esposo marcharía a la guerra. Sus pies descalzos no hicieron ruido sobre los juncos del suelo. Se detuvo a un par de metros de él.
Joe sintió su presencia, más que verla. Se volvió lentamente, conteniendo el aliento. El pelo de _________________ parecía más oscuro a la luz de las velas; el verde del terciopelo hacía centellear la riqueza de su color, y el visón oscuro destacaba el tono de su piel. Él no pudo decir nada. Su proximidad, el silencio del cuarto, la luz de las velas eran aún más que sus sueños. Ella lo miró fijamente; luego desató con lentitud el cinturón de su bata y la dejó deslizar, lánguida, hasta caer al suelo.
La mirada de Joe la recorrió entera, como si no lograra aprehender del todo su belleza. Sólo al mirarla a los ojos notó que estaba preocupada. ¿O era miedo lo que había en su expresión? ¿Miedo de que él... la rechazara? La posibilidad le pareció tan absurda que estuvo a punto de soltar una carcajada.
–Joe–susurró ella.
Apenas había terminado de murmurar el nombre cuando se encontró en sus brazos, rumbo a la cama. Los labios de su esposo ya estaban clavados a los de ella.
_________________ no tenía miedo sólo de él, sino también de sí misma, y él lo sintió en el beso. Había esperado largo rato verla acudir. Llevaba semanas lejos de ella, con la esperanza de que _________________ aprendiera a tenerle confianza. Sin embargo, ahora la abrazaba sin sensación de triunfo.
–¿Qué pasa, dulce mía? ¿Qué te preocupa?
Ese interés por ella hizo que _________________ tuviera ganas de llorar. ¿Cómo explicarle su dolor?
Cuando él la llevó a la cama, dejando que la luz de las velas bailaran sobre su cuerpo, olvidó todo, salvo su proximidad. Se desembarazó velozmente de su ropa y se tendió a su lado. Quería saborear el contacto de su piel, centímetro a centímetro, lentamente.
Cuando la tortura le fue insoportable, la apretó contra sí.
–Te echaba de menos, _________________.
Ella levantó la cara para un beso.
Llevaban demasiado tiempo separados como para proceder con lentitud. La mutua necesidad era urgente. _________________ aferró un puñado de carne y músculo de la espalda de Joe, que ahogó una exclamación y rió con voz gutural. Ante un segundo manotazo, le sujetó ambas manos por encima de la cabeza.
Ella pugnó por liberarse, pero no pudo contra su fuerza. Ante la penetración lanzó un grito ahogado y levantó las caderas para salirle al encuentro. Hicieron el amor con prisa, casi con rudeza, antes de lograr la liberación buscada. Después, Joe se derrumbó sobre ella, aún unidos los cuerpos.
Debieron de quedarse dormidos, pero algo más tarde despertó a _________________ un nuevo movimiento rítmico de su esposo. Medio dormida, excitada sólo a medias, empezó a responder con sensuales y perezosos movimientos propios.
Minuto a minuto, su mente se fue perdiendo en las sensaciones del cuerpo. No sabía qué deseaba, pero no estaba satisfecha con su postura. No supo de la consternación de Joe cuando lo empujó hacia un costado, sin separarse. Un momento después él estaba de espaldas y ella, a horcajadas.
Joe no perdió tiempo en extrañezas. Le deslizó las manos por el vientre hasta los pechos. _________________ arqueó el cuello hacia atrás, blanco y suave en la oscuridad, lo cual lo inflamó más aún. La aferró por las caderas y ambos se perdieron en la pasión creciente. Estallaron juntos en un destello de estrellas blancas y azules.
_________________ cayó sobre Joe, laxa, y él la sostuvo contra su cuerpo. La cabellera envolvió a los dos, empapados en sudor, como en un capullo de seda. Ninguno de los dos mencionó lo que les pasaba por la mente, por la mañana Joe se marcharía para dar batalla.









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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 11th 2012, 16:10

Oh Dios.
Waaaaaaaaaaaaaaaaa!
¡Esta novela me tiene totalmente enamorada!
Solo quiero que subas más y más. Es que, siento que no soporto, no tengo la paciencia suficiente para poder leer más.
¡Siguela si!
SUBE PRONTO.
Bye.
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 11th 2012, 21:23

siguelaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
muy bueno el cap
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 12th 2012, 09:31

como echaba de menos tu nove, me encanto el capituloo
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 12th 2012, 22:03

siguelaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
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SweetHeart(MarthaJonas14)
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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 13th 2012, 20:28




















Capítulo 13











La casa solariega de los Chartworth era una mansión de ladrillo, de dos plantas, con ventanas de piedra tallada y cristales importados. A cada extremo de su estructura, larga y estrecha, había una ventana salediza cubierta de vidrieras.
Atrás se extendía un encantador patio amurallado. Ante la casa había un bello prado de casi una hectárea, con el coto de caza del conde algo más allá.
De ese bosque privado estaban saliendo tres personas, que caminaban por el prado hacia la casa. Jocelin Laing, con el laúd colgado del hombro, llevaba de la cintura a dos fregonas, Gladys y Blanche. Sus ojos oscuros y ardientes se habían nublado aún más tras la tarde pasada satisfaciendo a las dos codiciosas mujeres. Pero a él no le parecían codiciosas. Para Jocelin, todas las mujeres eran joyas que había que disfrutar cada una según su brillo especial. No conocía los celos ni la posesividad.
Por desgracia, no era ese el caso de las dos mujeres.
En ese momento, a ambas les disgustaba abandonarlo.
–¿Para ella te han traído aquí?–Preguntó Gladys.
Jocelin giró la cabeza para mirarla hasta hacerla apartar la vista, ruborizada. Blanche fue más difícil de intimidar.
–Es muy extraño que Lord Edmund te permitiera venir, porque tiene a Lady Alice como si fuera prisionera. Ni siquiera le permite salir a caballo, como no sea con él.
–Y a Lord Edmund no le gusta sacudir su delicado trasero a lomos de un caballo–gorjeó Gladys.
Jocelin parecía desconcertado.
–Pensé que tratándose de una alianza por amor, puesto que es una mujer pobre casada con un conde...
–¡Por amor! ¡Bah!–Rió Blanche–. Esa mujer sólo se ama a sí misma. Pensó que Lord Edmund era un patán al que podría usar a voluntad, pero él dista mucho de serlo.
Nosotras, que vivimos aquí desde hace años, lo sabemos muy bien, ¿verdad, Gladys?
–Oh, sí–concordó su compañera–. Ella creyó que manejaría el castillo. Conozco a ese tipo de señoras. Pero Lord Edmund preferiría incendiar todo esto antes que darle rienda libre.
Jocelin frunció el ceño.
–¿Por qué se casó con ella, en ese caso? Tenía mujeres para elegir. Lady Alice no tenía tierras que aportar a la alianza.
–Pero es hermosa–respondió Blanche, encogiéndose de hombros–. A él le gustan las mujeres hermosas.
Jocelin sonrió.
–Este hombre empieza a caerme simpático. Estoy plenamente de acuerdo con él.
Y dedicó a las dos muchachas una mirada lasciva que les hizo bajar los ojos, con las mejillas enrojecidas.
–Pero no es como tú, Jocelin–continuó Blanche.
–No, por cierto.–Gladys deslizó una mano por el muslo del joven. Su compañera le echó una fuerte mirada de reprimenda.
–A Lord Edmund sólo le gusta su belleza. Nada le importa de la mujer en sí.
–Y lo mismo ocurre con la pobre Constance–agregó Gladys.
–¿Constance?–Repitió Jocelin–. No la conozco.
Blanche se echó a reír.
–Míralo, Gladys. Está con dos mujeres, pero le preocupa no conocer a una tercera.
–¿O tal vez le preocupa que exista una mujer a la que no conozca?
Jocelin se llevó la mano a la frente, fingiendo desesperación.
–¡He sido descubierto! ¡Estoy perdido!
–Sí que lo estás.–Blanche, riendo, empezó a besarle el cuello.– Dime, tesoro: ¿eres alguna vez fiel a una mujer?
Él le mordisqueó la oreja.
–Soy fiel a todas las mujeres... por un tiempo.
Así llegaron a la casa solariega, riendo.
–¿Dónde estabas?–Le espetó Alice en cuanto Jocelin entró al salón grande.
Blanche y Gladys corrieron a sus tareas en distintas partes de la casa. El juglar no se dejó perturbar.
–¿Me ha echado de menos, mi señora?–Sonrió, tomándole la mano para besársela, tras haberse asegurado de que no había nadie en las cercanías.
–Nada de eso–le aseguró ella con franqueza–. En el sentido que tú le das, no. ¿Has pasado la tarde con esas malas pécoras, mientras yo permanecía sola aquí?
Jocelin se afligió de inmediato.
–¿Se ha sentido sola, mi señora?
–¡Oh, sí, me he sentido sola!–Exclamó Alice, dejándose caer en un almohadón de la ventana. Era tan adorable como él la había visto en la boda de la familia Jonas, pero ahora tenía cierto aspecto refinado, como si hubiera perdido peso, y movía nerviosamente los ojos de un lado a otro. En voz baja, agregó:–Sí, me siento sola. Aquí no tengo a nadie que sea amigo mío.
–¿Cómo puede ser? Sin duda alguna, bella como eres, tu esposo ha de amarte.
–¡Amarme!–Rió ella–. Edmund no ama a nadie. Me tiene aquí como a un pájaro en su jaula, no veo a nadie, no hablo con nadie.–La joven se volvió para mirar a una sombra del cuarto.
Su bella cara se contrajo de odio.–¡Salvo con ella!–Rugió.
Jocelin desvió la mirada hacia la sombra, sin saber que hubiera otra presencia cercana.
–Ven, pequeña mujerzuela–se burló Alice–. Deja que él te vea, en vez de ocultarte como ave de carroña. Enorgullécete de lo que haces.
Jocelin forzó la vista hasta distinguir a una joven que se adelantaba. Era de silueta esbelta; caminaba con la cabeza gacha y los hombros encorvados.
–¡Levanta la vista, ramera!–Ordenó Alice.
Jocelin contuvo el aliento al ver los ojos de aquella joven. Era bonita, aunque no con la belleza de Alice ni de la mujer a quien había visto casarse, aquella _________________ _________________ (TA).
Aun así era bonita. Fueron sus ojos los que atrajeron la atención del mozo; charcos violáceos colmados con todas las aflicciones del mundo. Él nunca había visto tanto tormento, tanta desesperación.
–Él me la ha echado encima a manera de perro–explicó Alice, recobrando la atención de Jocelin–. No puedo dar un paso sin que me siga. Una vez traté de matarla, pero Edmund la revivió. Amenazó con encerrarme todo un mes si vuelvo a hacerle daño. Y...
En ese momento Alice notó que su esposo se acercaba. Era un hombre bajo y gordo, de gran papada y ojos pesados, soñolientos. Nadie habría pensado que tras aquella cara podía existir una mente que no fuera la más simple.
Pero Alice había descubierto, para su mal, una astuta inteligencia.
–Ven a mí–susurró ella a Jocelin, antes de que él saludara brevemente a Edmund con la cabeza y abandonara el salón.
–Tus gustos han cambiado–observó Edmund–. Ese no se parece en absoluto a Joe Jonas.
Alice se limitó a mirarlo fijamente. De nada servía contestar. Tras sólo un mes de matrimonio, cada vez que miraba a su esposo recordaba la mañana siguiente a la de su boda: había pasado la noche nupcial a solas.
Por la mañana, Edmund la había llamado a su presencia. No se parecía en nada al hombre que Alice conocía.
–Confío en que hayas dormido bien–le dijo en voz baja; mantenía fijos en ella sus ojillos, demasiado pequeños para cara tan carnosa.
Alice bajó coquetamente las pestañas.
–Me sentía... sola, mi señor.
–¡Ya puedes abandonar tus patrañas!–Le ordenó Edmund, levantándose del asiento–. Conque crees poder mandar sobre mí y sobre mis fincas, ¿no?
–Yo... no tengo idea de lo que quieres decir–tartamudeó Alice.
–Tú... todos ustedes, toda Inglaterra... Me creen tonto. Esos musculosos caballeros con los que te revuelcas me creen cobarde porque rehuso arriesgar la vida peleando por el rey. ¿Qué me importan las batallas ajenas? Sólo me importan las mías.
Alice quedó muda de desconcierto.
–Ah, querida mía, ¿dónde está esa sonrisa llena de hoyuelos que dedicas a los hombres que babean por tu belleza?
–No comprendo.
Edmund cruzó el salón hasta un armario alto y se sirvió un poco de vino. Era una estancia grande y aireada, situada en el último piso de la encantadora casa de Chartworth.
Todo el mobiliario era de roble o nogal finamente tallados; los respaldos de las sillas estaban cubiertos con piel de lobo o de ardilla. La copa de la que él bebía estaba hecha de cristal de roca, con un pequeño pie de oro.
El hombre puso el cristal contra el sol. En la base había varias palabras latinas que prometían buena suerte a su poseedor.
–¿Sospechas acaso por qué me casé contigo?–No dio a Alice oportunidad alguna de responder.–Sin duda eres la mujer más vanidosa de toda Inglaterra. Probablemente pensaste que me tenías tan ciego como a ese enamorado Joe Jonas. Cuando menos, no te extrañó que un conde como yo quisiera casarse con una pobretona capaz de yacer con quienquiera que tuviese el equipo necesario para complacerla.
Alice se puso de pie.
–¡No voy a seguir escuchando!
Edmund le dio un rudo empellón para obligarla a sentarse otra vez.
–¿Quién eres tú para decidir qué harás y qué no? Quiero que entiendas una cosa: no me he casado contigo porque te amara ni porque me abrumara tu supuesta belleza.
Le volvió la espalda para servirse otra copa de vino,–¡Tu belleza!– Se burló–. No me explico qué podía hacer Jonas con un muchacho como tú, si tenía a una mujer como esa _________________ (T.A). Esa sí es una mujer capaz de agitar la sangre a un hombre.
Alice trató de atacar a su marido con las manos convertidas en zarpas, pero él la apartó sin dificultad.
–Estoy harto de estos juegos. Tu padre posee ochenta hectáreas en medio de mis tierras. Ese viejo mugriento iba a venderlas al conde de Weston, que desde hace años es enemigo mío y fue enemigo de mi padre. ¿Sabes qué habría sido de mis fincas si Weston poseyera tierras entre ellas? Por allí pasa un arroyo. Si él le pusiera un dique, yo perdería vasias hectáreas de cosechas y mis siervos morirían de sed. Tu padre fue muy estúpido y no cayó en la cuenta de que yo sólo quería esa propiedad.
Alice no podía sino mirarlo fijamente. ¿Por qué no le había mencionado su padre esas tierras que Weston deseaba?
–Pero, Edmund...–balbuceó con su entonación más suave.
–¡No me dirijas la palabra! Te hago vigilar desde hace meses. Sé de cada hombre que has llevado a tu cama. ¡Y ese Jonas! Te arrojaste a sus brazos incluso en el día de su boda. Sé lo de la escena del jardín. ¡Suicidarte tú! ¡Ja! ¿Sabes que la novia vio tu pequeño juego? No, ya imaginaba que no. Me emborraché hasta el estupor para no oír las risas con que todo el mundo se burlaba de mí.
–Pero, Edmund...
–Te he dicho que no hables. Seguí adelante con el proyecto de casamiento porque no soportaba que Weston se apoderara de sus tierras. Tu padre me ha prometido las escrituras cuando le des un nieto.
Alice se reclinó en la silla. ¡Un nieto! Estuvo a punto de sonreír. A los catorce años se había descubierto embarazada; una vieja bruja de la aldea se encargó de retirar el feto. Alice estuvo al borde de la muerte por la hemorragia, pero fue una alegría deshacerse del crío; nunca hubiera arruinado su esbelta silueta por el bastardo de un hombre. En los años transcurridos desde entonces, pese a todos sus amoríos, no había vuelto a quedar embarazada. Hasta entonces se había alegrado de que aquella operación la hubiera dejado estéril. Ahora comprendía que acababa de caer en el infierno.
Una hora después, cuando Jocelin dejó de tocar para varias fregonas, le dio por pasear a lo largo del gran salón, junto al muro. La tensión en el castillo de Chartworth era casi intolerable. Los Sirvientes eran desordenados y deshonestos. Parecían mirar con terror tanto al amo como a su señora, y no habían perdido tiempo en contar a Jocelin los horrores de la vida allí. En las primeras semanas siguientes al casamiento, Edmund y Alice habían reñido con violencia. Por fin (contó uno de los Sirvientes, riendo), el amo descubrió que a Lady Alice le gustaba la mano fuerte. Entonces Lord Edmund la encerró para apartarla de todos, le impidió cualquier diversión y, sobre todo, le vedó el disfrute de su riqueza.
Cuando Jocelin preguntaba qué motivos había para esos castigos, los vasallos se encogían de hombros. Tenía algo que ver con la boda de la heredera _________________ (T.A) y Joe Jonas. Todo había comenzado entonces; con frecuencia se oía gritar a Lord Edmund que no aceptarla el papel de tonto. Ya había hecho matar a tres hombres que, supuestamente, eran amantes de Alice.
Al ver que Jocelin se ponía blanco como un pergamino, todo el mundo se echó a reír. En esos momentos, al alejarse de todos los Sirvientes, el juglar juró abandonar el castillo de Chartworth al día siguiente. Aquello era demasiado peligroso.
Un sonido levísimo, que provenía de un oscuro rincón de la sala, le hizo dar un respingo. Después de calmar su corazón precipitado se burló de su propio nerviosismo. Sus sentidos le indicaban que había una mujer entre las sombras y que ella estaba llorando. Al acercarse él la muchacha se retiró como una bestia acorralada.
Era Constance, la mujer a quien Alice tanto odiaba.
–Tranquilízate–dijo Jocelin en voz baja y ronroneante–. No te haré daño.
Adelantó cautelosamente la mano hasta tocarle el pelo, como ella lo miraba con temor, al juglar se le partió el corazón, ¿alguien podía haberla maltratado al punto de hacer de ella un ser tan medroso?
La muchacha se apretaba el brazo contra el costado, como si le doliera algo.
–Déjame ver–pidió él con suavidad, tocándole la muñeca.
Ella tardó algunos momentos en aflojar el brazo lo suficiente para que él pudiera echarle una mirada. No tenía la piel abierta ni huesos rotos, como él había sospechado en un principio, pero la luz escasa le permitió ver una zona enrojecida, como si alguien le hubiera dado un cruel pellizco.
Sintió deseos de abrazarla y de prodigarle consuelo, pero el terror de la muchacha era casi tangible. Temblaba de miedo, Jocelin comprendió que sería más bondadoso dejarla en libertad, sin seguir imponiéndole su presencia. Dio un paso atrás y la joven huyó sin pérdida de tiempo. Él la siguió con la mirada durante largo rato.
Era ya muy tarde cuando se deslizó en la alcoba de Alice, ella lo esperaba, ansiosa y con los brazos abiertos.
Pese a toda su experiencia, Jocelin quedó sorprendido ante la violencia de sus actos. La mujer le clavaba las uñas en la piel de la espalda, lo buscaba con la boca y le mordía los labios. El juglar se apartó, frunciendo el entrecejo, y la oyó gruñir de irritación.
–¿Piensas dejarme?–Acusó ella, entrecerrando los ojos–. Ha habido otros que trataron de abandonarme.–Sonrió al verle la expresión.–Veo que estás enterado–rió–. Si me complaces, no habrá motivos para que te reúnas con ellos.
A Jocelin no le gustaron esas amenazas. Su primer impulso fue dejarla, pero en ese momento parpadeó la vela puesta junto a la cama y le hizo cobrar aguda conciencia de lo hermosa que era: como de frío mármol. Sonrió, centelleantes los ojos oscuros.
–Sería un tonto si te dejara, mi señora–dijo en tanto deslizaba los dientes a lo largo de su cuello.
Alice echó la cabeza atrás y sonrió, clavándole nuevamente las uñas. Lo deseaba cuanto antes y con toda la fuerza posible. Jocelin sabía que le estaba haciendo daño, pero también sabía que ella disfrutaba de ese modo. Por su parte, ese acto de amor no le proporcionaba ningún placer, era una egoísta demostración de las exigencias de la mujer. Sin embargo, obedeció; de su mente no estaba muy lejos la idea de abandonar a aquella mujer y aquella casa por la mañana.
Por fin ella emitió un gruñido y lo apartó de un empellón.
–Ahora vete–ordenó, apartándose.
Jocelin sintió pena por ella. ¿Qué era la vida sin amor?
Alice jamás sería amada, porque no sabía amar.
–Me has complacido, si–dijo en voz baja, en el momento en que él abría la puerta. Jocelin distinguió las marcas que sus manos habían dejado en aquel fino cuello; sentía la espalda despellejada–. Te veré mañana–agregó ella.
“Si puedo escapar, no”, prometió Jocelin para sus adentros, en tanto caminaba por el corredor oscuro.
–¡Oye, muchacho!–Llamó Edmund Chartworth, abriendo bruscamente la puerta de su alcoba, con lo cual el corredor se inundó de luz–. ¿Qué haces ahí, acechando en el pasillo por la noche?
Jocelin se encogió ociosamente de hombros y se recolocó las calzas, como si acabara de responder a una llamada de la naturaleza.
Edmund lo miró fijamente; después clavó la vista en la puerta cerrada de su esposa. Iba a decir algo, pero luego se encogió de hombros, como indicando que no valía la pena insistir con el tema.
–¿Puedes mantener la boca cerrada, muchacho?
–Sí, mi señor–respondió el joven, precavido.
–No me refiero a asuntos sin importancia, sino a algo más vital. Si callas, ganarás un saco de oro–entornó los ojos–. Si no lo haces, ganarás la muerte. Ahí–indicó Edmund, dando un paso al costado para servirse una copa de vino–, ¿Quién iba a pensar que unos pocos golpes podían matarla?
Jocelin se acercó de inmediato al lado opuesto de la cama. Allí yacía Constance, con la cara desfigurada por los golpes hasta lo irreconocible y las ropas arrancadas, colgando de su cintura por una única costura intacta. Tenía la piel cubierta de arañazos y pequeños cortes; en los brazos y en los hombros se le formaban grandes cardenales.
–Tan joven–susurró Jocelin, cayendo pesadamente de rodillas.
Ella tenía los ojos cerrados y el pelo enredado en una masa de sangre seca. Al inclinarse para tomarla suavemente en brazos, sintió que su piel estaba helada. Le apartó con ternura el pelo de la cara sin vida.
–Esa perra maldita me desafió–dijo Edmund a espaldas del juglar, mirando a la mujer que había sido su amante–. Dijo que prefería morir antes que volver a acostarse conmigo–lanzó un bufido de desprecio–. En cierto modo, sólo le he dado lo que deseaba.
Bebió su vino hasta las heces y fue en busca de más.
Jocelin no se atrevió a mirarlo otra vez. Sus manos se habían apretado bajo el cuerpo de la muchacha.
–¡Toma!–Exclamó Edmund, arrojándole un saco de cuero–. Quiero que te deshagas de ella. Átale algunas piedras y arrójala al río. Pero que no se sepa lo que ha pasado aquí esta noche. La noticia podría causar problemas. Diré que ha vuelto con su familia–bebió un poco más–. Maldita ramerilla. No valía el dinero que se gastaba en vestirla. El único modo de que se moviera un poco era pegándole. De lo contrario se dejaba montar con la inmovilidad de un tronco.
–¿Por qué la conservaba, entonces?–preguntó Jocelin en voz baja, mientras se quitaba el manto para envolver con él a la muerta.
–Por esos condenados ojos. Lo más bonito que he visto en mi vida. Los veía hasta en sueños. Le encargué vigilar a mi mujer e informarme de lo que pasaba, pero la muchacha era mala espía: nunca me decía nada.–Rió entre dientes–. Creo que Alice le pegaba para asegurarse de que no hablara. Bueno, ya se te ha pagado–agregó, volviéndole la espalda– Llévatela y haz con el cadáver lo que gustes.
–El sacerdote...
–¿Ese viejo saco de gases?–Rió Edmund–. Ni el arcángel Gabriel podría despertarlo después de tomarse su diario frasco de vino. Si quieres, échale tú mismo alguna bendición, pero no llames a nadie más, ¿Has entendido?
–Tuvo que contentarse con un mero ademán afirmativo.–Y ahora vete. Estoy harto de ver esa fea cara.
Jocelin no dijo palabra. Sin mirar siquiera a Edmund, tomó a Constance en brazos.
–Oye, muchacho–observó el caballero, sorprendido–, te dejas el oro.
Y dejó caer el saco sobre el vientre del cadáver.
Jocelin empleó hasta el último resto de sus fuerzas en mantener los ojos bajos. Si el conde hubiera visto el odio que ardía en ellos, el juglar no habría estado vivo a la hora de huir, por la mañana. Salió en silencio de la alcoba, cargando con el cadáver; bajó la escalera y salió a la noche estrellada.
La esposa del mozo de cuadra, una vieja gorda y desdentada a quien Jocelin trataba con respeto y hasta con afecto, le había dado un cuarto sobre los establos, para que se alojara en él. Era un sitio abrigado, entre parvas de heno, íntimo y tranquilo; pocas personas conocían su existencia.
Llevaría a la muchacha allí para lavarla y preparar su cuerpo para la sepultura. Por la mañana saldría con ella del castillo y la enterraría más allá de las murallas. Aunque no pudiera reposar en tierra sacra, bendecida por la Iglesia, al menos descansaría en un sitio limpio y libre del hedor que reinaba en el castillo de Chartworth.
El único modo de llegar a su cuarto era trepando por una escalerilla puesta contra la pared de los establos. Acomodó cuidadosamente a Constance sobre sus hombros y la llevó arriba. Una vez dentro, la depositó tiernamente sobre un lecho de heno suave y encendió una vela junto a ella. Si verla en el cuarto de Edmund había sido un golpe desagradable, ahora le daba espanto.
Hundió un paño en un cántaro de agua y comenzó a limpiarle la sangre coagulada en el rostro. Sin que él se diera cuenta, los ojos se le llenaron de lágrimas al tocar aquella carne castigada. Sacó un cuchillo de la cadera para cortar los restos del vestido y continuó lavando las magulladuras.
–Tan joven–susurró–. Y tan hermosa...
Era hermosa o lo había sido. Aun en esos momentos, en la muerte, su cuerpo resultaba encantador: esbelto y firme, aunque quizá se le vieran demasiado las costillas.
–Por favor...
Esas palabras habían sido un murmullo tan leve que Jocelin casi no las oyó. Al volver la cabeza vio que la muchacha tenía los ojos abiertos; uno de ellos, al menos; el otro permanecía cerrado por la hinchazón.
–Agua–jadeó ella, con la boca seca y ardorosa.
Al principio él sólo pudo mirarla fijamente, incrédulo. Después sonrió de oreja a oreja, invadido de pura alegría.
–Vive–susurró–. ¡Vive!
Se apresuró a traer un poco de vino con agua y le alzó cuidadosamente la cabeza en el hueco del brazo, llevándole una taza a los labios partidos.
–Despacio–recomendó, siempre sonriendo–, muy despacio.
Constance se recostó contra él, con el entrecejo fruncido por el esfuerzo de tragar, dejando a la vista oscuros moretones en el cuello. Él le deslizó una mano por el hombro y vio que aún estaba helado. ¡Qué tonto había sido al darla por muerta sólo porque Edmund así lo decía! La muchacha se estaba congelando; sólo por eso se la sentía tan fría. La única manta que había estaba debajo de ella. Como Jocelin no conocía otro modo de calentar a una mujer, se acostó junto a ella y la envolvió en sus brazos, levantando la manta para cubrirla con gran preocupación.
Nunca antes había sentido eso al tenderse junto a una mujer.
Despertó ya tarde, con la muchacha entre sus brazos.
Ella se movía en sueños, haciendo muecas por los dolores del cuello. Jocelin se levantó y le puso un paño frío en la frente, que acusaba el principio de la fiebre.
A la luz del día comenzaba a ver la situación con realismo. ¿Qué hacer con la muchacha? No era posible anunciar que estaba con vida.
Edmund volvería a adueñarse de ella en cuanto la supiera repuesta, y había pocas probabilidades de que la chica soportara una segunda paliza.
Si el marido no la mataba, lo haría la mujer. Jocelin estudió el cuartito con una mirada nueva. Era íntimo, difícil de alcanzar y silencioso. Con un poco de suerte y muchísimo cuidado, tal vez pudiera mantenerla oculta allí hasta que se recuperara. Si lograba conservarla viva y a salvo, más adelante se preocuparía de qué hacer con ella.
Le levantó la cabeza para darle más vino aguado, pero su garganta hinchada aceptó muy poca cantidad.
–¡Joss!–Llamó una mujer desde abajo.
–¡Maldición!–Exclamó él para sus adentros, lamentando por primera vez en la vida estar tan asediado por las mujeres.
–Sabemos que estás ahí, Joss. Si no bajas, subiremos nosotras.
Se abrió paso por entre un laberinto de fardos hasta la entrada y sonrió hacia Blanche y Gladys.
–Qué bella mañana, ¿verdad? ¿Y qué pueden desear de mí, encantadoras damiselas?
Gladys rió agudamente.
–¿Quieres que lo digamos a gritos, para que se entere todo el castillo?
Él volvió a sonreír. Tras echar una última mirada hacia atrás, descendió la escalerilla y echó un brazo al hombro de cada muchacha.
–Hoy me gustaría conversar con la cocinera–dijo–. Estoy muerto de hambre.
Los cuatro días siguientes fueron un infierno. Jocelin nunca se había visto obligado a guardar un secreto; los subterfugios constantes eran agotadores. De no haber sido por la esposa del mozo de cuadra, no habría tenido éxito.
–No sé qué tienes oculto allí arriba–dijo la vieja–, pero a mi edad ya nada me sorprende.–Lo miró con la cabeza inclinada, admirando su belleza.–Supongo que ha de ser una mujer–y rió al ver su expresión–. Oh, sí, ya veo que es una mujer. Ahora tendré que aplicarme a adivinar por qué es preciso mantenerla oculta.
Jocelin abrió la boca para hablar, pero ella levantó una mano.
–No tienes nada que explicar. Me encantan los misterios como a nadie. Déjame resolver el misterio y yo te ayudaré a impedir que las otras mujeres suban a tu cuarto. Aunque no será fácil, siendo tantas las que te persiguen. Alguien debería conservarte en vinagre, muchacho. No conozco a otro capaz de complacer a tantas como tú.
Jocelin le volvió la espalda exasperado. Estaba afligido por Constance y casi todo el mundo notaba su distracción. Exceptuando a Alice, claro está, que cada vez le exigía más y más; lo llamaba para que tocara su laúd y le ordenaba ir todas las noches a su cama, donde la violencia por ella deseada lo dejaba día a día más exhausto. Por añadidura, era preciso oírle hablar sin pausa sobre el odio que le inspiraba _________________ _________________ (TA), y sobre la visita que Alice pensaba hacer al rey Enrique VII para recuperar a Joe Jonas.
Echó un vistazo para ver si alguien lo vigilaba y subió la escalerilla hasta su pequeño pajar. Por primera vez, Constance estaba despierta.
Jocelin la vio incorporarse, sujetando la manta contra el cuerpo desnudo.
En las atenciones que le había prodigado, él había llegado a familiarizarse tanto con el cuerpo de la muchacha como con el propio. No se le ocurrió pensar que para ella era un extraño.
–¡Constance!–Exclamó, gozoso, sin caer en la cuenta de su miedo. Se arrodilló a su lado–. ¡Cuánto me alegra ver tus ojos otra vez!–Le tomó la cara entre las manos para examinar sus cardenales, que estaban cicatrizando rápidamente, gracias a su juventud y a los cuidados del juglar.
Él quiso apartarle la manta de los hombros desnudos para examinar las otras heridas.
–No–susurró ella, ciñéndose la manta.
Jocelin la miró sorprendido.
–¿Quién eres?
–Ah, tesoro, no me temas. Soy Jocelin Laing. Me has visto con Lady Alice, ¿no recuerdas?
Ante el nombre de Alice, los ojos de Constance volaron de un rincón al otro. Jocelin la tomó en sus brazos, sitio donde ella había pasado mucho tiempo sin saberlo. Ella trató de liberarse, pero estaba demasiado débil.
–Ya ha pasado todo. Estás a salvo. Estás aquí, conmigo, y yo no dejaré que nadie te haga daño.
–Lord Edmund...–murmuró ella contra su hombro.
–Él no sabe que estás aquí. Nadie lo sabe. Sólo yo. Lo he ocultado a todos. Él cree que has muerto.
–¿Qué he muerto? Pero...
–Calla–le acarició la cabellera–. Ya habrá tiempo para conversar. Antes tienes que curarte. Te he traído sopa de zanahorias y lentejas. ¿Puedes masticar?
Ella asintió; si bien no se la veía relajada, tampoco estaba tan tensa. Jocelin la sostuvo con el brazo estirado.
–¿Puedes sentarte?
La muchacha volvió a asentir. Él sonrió como si estuviera presenciando una verdadera hazaña.
Jocelin había tomado la costumbre de escamotear cacerolas calientes hasta el pajar. A nadie parecía extrañarle que él llevara el laúd al hombro y el estuche en los brazos. El caso es que todas las noches llenaba el estuche de alimentos, con los que esperaba dar fuerzas a la febril Constance. Le acercó el cuenco y empezó a darle de comer como si ella fuera una criatura. La muchacha quiso tomar la cuchara, pero le temblaba demasiado la mano y no pudo sostenerla. Cuando no pudo comer más, los ojos se le cerraron de agotamiento; hubiera caído de no sostenerla Jocelin. Demasiado débil para protestar, se dejó acunar por el muchacho y se adormeció con facilidad. Se sentía protegida.
Al despertar estaba sola. Tardó algunos minutos en recordar dónde se encontraba. El joven de las pestañas negras que le canturreaba al oído no podía ser algo real. Lo real eran las manos de Edmund Chartworth ciñéndole el cuello, y las de Alice torciéndole los brazos o tirándole del pelo; cualquier método para causar dolor que no dejara huellas.
Horas más tarde volvió Jocelin y la tomó en sus brazos para acurrucarse con ella bajo la manta. Ya no tenía conciencia del paso del tiempo. Por primera vez en su vida no lo gobernaba el deseo de mujer alguna. La completa dependencia de Constance con respecto a él le provocaba una emoción que hasta entonces había ignorado, el comienzo del amor. El amor que había distribuido entre todas las mujeres se estaba concentrando en una pasión ardiente y feroz.
Pero Jocelin no era libre. Había otros que lo vigilaban.
















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MensajeTema: Re: La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/   La Promesa Fugaz - La Promesa Fugaz (Joe&Tú) /Dramática/ - Página 2 Icon_minitimeMarzo 13th 2012, 20:35

















Capítulo 14













El cuero largo y fino del látigo serpenteó furiosamente contra la espalda del hombre, ya entrecruzada de marcas húmedas. La víctima gritaba a todo pulmón a cada golpe y retorcía frenéticamente las manos, atadas a un poste por cordones de cuero trenzado.
John Bassett miró a Joe, quien hizo una seca señal afirmativa.
No tenía afecto a los castigos. Menos aún, respeto por los gritos afeminados del prisionero.
John Bassett cortó las ataduras y el hombre cayó sobre la hierba.
Nadie hizo ademán de auxiliarlo.
–¿Lo dejo?–Preguntó John.
Joe miró hacia el castillo, al otro lado de un valle estrecho.
Había tardado dos semanas en encontrar a Walter Demari. El astuto hombrecillo parecía más interesado en jugar al gato y al ratón que en conseguir lo que deseaba. Desde hacía una semana, Joe estaba acampado ante las murallas, elaborando el ataque. Desde los muros había lanzado sus desafíos contra los guardias apostados ante el portón, pero nadie le prestaba atención. Empero, aun mientras él vociferaba, cuatro de sus hombres excavaban silenciosamente bajo las antiguas murallas.
Pero los cimientos eran anchos y profundos. Tardarían mucho tiempo en penetrar y Joe temía que Demari se cansara de esperar su rendición; en ese caso podía matar a Helen.
Como si no tuviera suficientes problemas, uno de sus hombres, esa bestia gimoteante acurrucada a sus pies, había decidido que, puesto que era caballero de un Jonas, bien podía considerarse un poco Dios. Por lo tanto, Humphrey Bohun había cabalgado durante la noche hasta la aldea más próxima para violar a una muchacha de catorce años, hija de un comerciante; después de lo cual volvió al campamento con aire triunfal. Lo desconcertó la ira de Lord Joe, enterado por el padre de la muchacha.
–No me importa lo que hagas con él, pero asegúrate de que yo no lo vea durante un buen rato–Joe tomó los gruesos guantes de cuero, que le pendían del cinturón.–Envíame a Odo.
–¿A Odo?–La cara de John tomó una expresión dura–. ¿No estará mi señor pensando otra vez en viajar a Escocia?
–Es preciso. Ya lo hemos discutido, John. No cuento con hombres suficientes para declarar un ataque a fondo contra el castillo. ¡Míralo! Parece que fuera a derrumbarse ante una buena ráfaga de viento, pero juro que los normandos sabían construir fortalezas. Creo que está hecho de roca fundida. Para entrar antes de fin de año necesito la ayuda de Nick.
–En ese caso, deja que yo vaya por él.
–¿Cuánto hace que no vas a Escocia? Yo tengo alguna idea de dónde encontrar a mi hermano. Mañana por la mañana iré en su busca con cuatro hombres.
–Necesitarás más protección de la que pueden darte sólo cuatro hombres.
–Cuantos menos seamos, más rápido viajaremos–dijo Joe–. No puedo dividir a mis hombres. He dejado ya la mitad con _________________. Si me voy llevando a la mitad del resto, tú quedarás demasiado desprotegido. Sólo cabe confiar en que Demari no note mi ausencia.
John reconoció que Lord Joe tenía razón, pero no le gustaba que su amo partiera sin una buena custodia. De cualquier modo, sabía muy bien que de nada servía discutir con aquel hombre tan tozudo.
El hombre tendido a sus pies emitió un gruñido, llamando la atención.
–¡Quítalo de mi vista!–Ordenó Joe.
Y marchó a grandes zancadas hacia sus hombres, que estaban construyendo una catapulta.
John, sin pensarlo, pasó un fuerte brazo bajo los hombros del caballero y lo levantó.
–¡Y todo por culpa de esa pequeña buscona!–Siseó el hombre, espumeando por las comisuras de la boca.
–¡Cállate!–Ordenó John–. No tenías derecho a tratar a esa niña como a una pagana. Yo te habría hecho ahorcar.
Llevó al hombre ensangrentado hasta el borde del campamento, medio a rastras. Allí le propinó un empellón que dio con él en el suelo, medio despatarrado.
–Ahora vete y no vuelvas.
Humphrey Bohun se quitó la hierba de la boca y siguió con la vista a John, que se alejaba.
–Volveré, oh, sí. Y la próxima vez seré yo quien sostenga el látigo.
Los cuatro hombres se encaminaron hacia los caballos en completo silencio. Joe no había informado a nadie, salvo a John Bassett, de su viaje para ir en busca de Nick. Los tres hombres que lo acompañaban habían combatido a su lado en Escocia y conocían esas tierras escarpadas y silvestres. Viajarían sin pompa y llevando muy poco peso, sin heraldo que llevara ante ellos el estandarte de los Montgomery.
Todos vestían de pardo y verde, en un intento de pasar tan inadvertidos como fuera posible.
Subieron en silencio a las monturas y se alejaron del campamento dormido, marchando al paso.
Apenas se habían alejado quince kilómetros cuando los rodeó un grupo de veinticinco hombres, con los colores de Demari. Joe desenvainó la espada y se inclinó hacia Odo.
–Atacaré para abrir paso. Tú escapa y busca a Nick.
–¡Pero lo matarán, mi señor!
–Haz lo que te digo–ordenó Joe.
Los hombres de Demari rodearon lentamente al pequeño grupo.
Joe miró a su alrededor, buscando el punto más débil. Lo miraban con suficiencia, sabiendo que la batalla ya estaba ganada. Entonces Joe reconoció a Humphrey Bohun, el violador sonrió de placer al ver arrinconado a su antiguo amo.
De inmediato Joe supo cuál había sido su error, mencionar su viaje a Escocia delante de aquella bazofia. Hizo una señal afirmativa a Odo, desenvainó con ambas manos su larga y ancha espada de acero y se lanzó a la carga. Los hombres de Demari quedaron desconcertados: tenían órdenes de tomar prisionero a Lord Joe y habían supuesto que, al verse superado en número por más de seis a uno, se rendiría con docilidad.
Ese momento de titubeo costó la vida a Humphrey Bohun y permitió que Odo escapara.
Joe se arrojó contra el traidor, que murió antes de haber podido siquiera desenvainar. Otro y otro más cayeron bajo el acero de Joe, que lanzaba brillantes destellos bajo los rayos del amanecer. El caballo de Odo, bien adiestrado, saltó sobre los cadáveres y los animales relinchantes, para galopar hacia la protección de los bosques. Su jinete no tuvo tiempo de ver si alguien lo seguía. Mantuvo la cabeza gacha y se ciñó a la silueta del caballo.
Joe había elegido bien a sus hombres. Los dos que lo acompañaban hicieron que sus caballos retrocedieran, arracimándose; a los animales se les había enseñado a obedecer las órdenes dadas con movimientos de rodillas. Los tres combatieron con valor. Cuando uno de ellos cayó, Joe sintió que caía una parte de él mismo. Eran sus hombres; los unía una relación estrecha.
–¡Paren!–Ordenó una voz por encima del choque de los aceros y los gritos de angustia.
Los hombres se retiraron rápidamente. Al despejarse sus ojos comenzaron a apreciar los daños. Quince de los atacantes, por lo menos, estaban muertos o heridos, incapaces de sostenerse en las monturas.
Los caballos, todavía reunidos en el medio, se mantenían grupa contra grupa en forma de rueda. A la izquierda de Joe, su compañero tenía un profundo tajo en el brazo.
Jonas, jadeante por el esfuerzo, estaba cubierto de sangre, pero muy poca de ella era suya.
Los restantes hombres de Demari contemplaron a aquellos combatientes en silencioso tributo.
–¡Aprésenlos!–Ordenó el que parecía jefe–. Pero cuiden de que Jonas no sufra daño alguno. Se lo necesita con vida.
Joe volvió a levantar la espada, pero de pronto sintió un chasquido y sus manos quedaron inmovilizadas. Un fino látigo le sujetaba los brazos a los costados.
–Atenlo.
Aún en el momento en que lo desmontaban a tirones, su pie golpeó a uno de los atacantes en el cuello.
–¿Le tienes miedo?–Acusó el jefe–. De todos modos, morirán si no siguen mis órdenes. Atenlo a ese árbol. Quiero que vea cómo tratamos a los cautivos.

















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¡Siguela mujer!
Debes seguirla cuanto antes, ¡Por favor!
¿Si? ¿La sigues pronto, ya?
Jajaja, ojala que si, eh, necesito leer más. Bye.
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